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VISITA PASTORAL A COLLEVALENZA Y TODI

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA POBLACIÓN DE TODI

Domingo 22 de noviembre de 1981

 

Queridísimos ciudadanos de Todi:

1. En mis visitas apostólicas he llegado también hasta vosotros, aquí, en vuestra magnífica ciudad, aceptando de buen grado la invitación, tan gentil y atenta, que me hicisteis llegar con ocasión de la peregrinación al cercano santuario de Collevalenza. Siento gran alegría al encontrarme entre vosotros.

Saludo en primer lugar al señor alcalde con los miembros de la junta municipal, a los responsables de los diversos organismos regionales y provinciales, a todas las autoridades civiles, militares y escolares, que de una u otra manera, pero con idéntico interés, desarrollan su actividad en beneficio de los ciudadanos: a todos la expresión de mi estima y el deseo sincero de que puedan llevar a cabo siempre eficazmente, en concordia común y serenidad, sus funciones al servicio del hombre en su desarrollo terreno.

Saludo también al obispo, mons. Decio Lucio Grandoni, el cual con amor y entrega rige esta diócesis, y con él saludo a sus colaboradores, los sacerdotes y religiosos, con los cuales me encontraré dentro de unos instantes y, luego, a las religiosas y a los laicos más comprometidos en el trabajo pastoral. A todos presento mis deseos de fidelidad religiosa y de copiosas satisfacciones espirituales en los respectivos campos de apostolado.

Con especial intensidad de sentimientos os saludo a todos vosotros, queridísimos hermanos y hermanas que representáis ante mis ojos la diócesis de Todi con sus esperanzas y sus problemas, con sus aspiraciones y su tenacidad: a los padres y madres de familia, que tienen hoy deberes tan apremiantes y difíciles de cumplir; a las personas ancianas, que con su sabiduría y experiencia son parte valiosísima en la trabazón social y familiar; a los jóvenes, que son los que sufren mayormente las sacudidas de los tiempos actuales y deben ser cada vez más comprometidos y amados; a los niños y muchachos, objeto de ternura y signo de confianza; a los maestros y educadores, sobre los cuales pesa una nobilísima responsabilidad; a los trabajadores de todas las clases, quienes con su fatiga cotidiana están en la base de la eficiencia y del progreso de la sociedad; a los enfermos y a los que sufren, que con su dolor comprometen a los hermanos en el precioso servicio de la caridad.

Doy las gracias a todos, uno por uno, personalmente, por vuestra presencia y, emocionado por vuestra bondad, os repito las palabras de San Pablo: "El Señor sea con todos vosotros. El Señor de la paz os conceda vivir en paz siempre y dondequiera" (2 Tes 3, 16).

2. En esta ciudad vuestra, tan conocida, que ya en el siglo II era capital de diócesis, quisiera tener más tiempo a disposición para respirar su atmósfera mística, admirar las bellezas artísticas y los monumentos, cargados de historia, que recuerdan profundas tradiciones civiles y religiosas; sobre todo querría entrar en los talleres de vuestro trabajo, en los centros de vuestras actividades, para encontrarme con vosotros, escuchar vuestra voz, ver vuestro rostro, confortara vuestros enfermos, acariciar A vuestro niños.

He venido para aseguraros que Cristo, os ama y desea únicamente vuestra felicidad. Y quiere que continuéis amándoos, comprendiéndoos, ayudándoos mutuamente en las diversas necesidades. Que la bondad y la caridad reinen en vosotros, en vuestras casas, en vuestras organizaciones, en las escuelas, en los lugares de trabajo, de estudio, de diversión. Que Cristo reine siempre en vuestros corazones y en vuestras familias. Que sean abundantes en todos vosotros los frutos del Espíritu, esto es: el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la benevolencia, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de sí (cf. Gál 5, 22).

Deseo de corazón que en vuestras casas brille siempre la llama de la bondad y de la fe cristiana.

3. Quiero ahora dejaros también un pensamiento que os sirva de recuerdo y de orientación. Lo que más impresiona hoy en la sociedad moderna en la que vivimos, es quizá la pérdida en muchos del verdadero sentido de la vida. En un amplio sector de la sociedad actual se ha oscurecido o, a veces, se ha perdido el significado trascendente de la existencia. Y, al no conocer por qué y para quién se vive, es fácil ser arrastrados por el ímpetu de las pasiones, por el egoísmo, la crueldad, la anarquía de los sentidos, la destrucción producida por la droga, la desesperación.

Debemos dirigir la mirada a Cristo: sólo El "es la luz que luce en las tinieblas; El es la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 5. 9).

Jesús es el Verbo encarnado; el Revelador y el Redentor, que anuncia con palabra absoluta y definitiva, porque es divina, el sentido auténtico de la vida, don precioso dado por Dios, que es el amor misterioso y misericordioso, don que debemos aceptar y hacer fructificar, en función y en la perspectiva de la felicidad eterna. "Yo soy la luz del mundo —dijo Jesús—; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8, 12). De esta luz fundamental y esencial tienen viva necesidad los hombres, siempre, pero especialmente hoy. Como el ciego de Jericó, al que recuerda el Evangelio, el hombre moderno debe dirigirse a Jesús con total confianza: "¿Qué quieres que te haga?", le preguntó el Maestro divino; el ciego respondió: "Señor, que vea". Y Jesús lo curó diciéndole: "Recobra la vista. Tu fe te ha salvado" (cf. Lc 18, 35-43).

Sólo Cristo puede iluminarnos plenamente sobre el problema de la vida y de la historia: estad siempre convencidos de ello y dad testimonio con coherencia y valentía de vuestra fe.

4. Queridísimos amigos: Al encontrarme en vuestra ciudad, es obligado, al menos al final, citar a fray Jacopone de Todi, el poeta y místico conocido por todos que, a través de tantas vicisitudes contrastantes, expresó con apasionado acento lírico su ardiente amor a Cristo, con espíritu a veces atormentado, a veces franciscanamente alegre y sereno. En la "lauda" sobre el "Llanto de la Virgen", describe, en síntesis conmovedora, la pasión y la muerte de Cristo en la cruz y hace brotar de la sensibilidad maternal de María, deseosa de morir con Jesús, las más tiernas invocaciones: "¡Oh Hijo, / Hijo, Hijo! / Hijo amoroso lirio / Hijo dulce y placentero / Hijo mío delicado". Y Jesús, desde lo alto de la cruz, le expresa su última voluntad, que se puede parafrasear así: "Madre, ¿por qué lloras? Yo quiero que tú te quedes para ayudar a estos hermanos míos".

Es una lírica estupenda, pero sobre todo es un mensaje válido para siempre. ¡Hemos sido confiados a María! Rezadle también vosotros, estrechaos en su afecto maternal, invocadle con confianza y fervor, para que mantenga siempre vivo en vuestros espíritus la fe en el amor misericordioso de Cristo.

Con este deseo, de todo corazón os imparto la bendición apostólica, que gustosamente hago extensiva a todos vuestros seres queridos.

 



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