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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA 

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II 
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO*

Madrid, martes 2 de noviembre de 1982

 

Excelencias,
señoras y señores:

1. Es un motivo de satisfacción para mí que la visita pastoral a esta nación me ofrezca la oportunidad de encontrarme con vosotros, distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático, que estáis investidos de una misión tan importante en este noble país.

Vosotros constituís un Cuerpo especializado que, en su conjunto y en sus diversas actividades, presenta la imagen de aquella realidad amplia que es la comunidad de las naciones. Por eso, al tributaros el homenaje de mi cordial estima, saludo asimismo a cada uno de los países y de los pueblos de quienes sois los altos representantes.

La vuestra es indudablemente una gran misión. Si es verdad que la diplomacia es el arte de hacer la paz, es consecuentemente el arte de trabajar por la justicia entre los pueblos y por su bien común. Todo esfuerzo encaminado a la victoria de la justicia, fortalece de por sí la paz, la cual es condición indispensable para el verdadero progreso, es decir, para un uso ordenado de los bienes de la tierra. Vosotros, pues, participáis por profesión en la gran obra de la paz, de la justicia y del bien común.

2. Sabéis bien, por otra parte, que la Iglesia trabaja incesantemente por la consecución de tales objetivos, desde el momento en que su ministerio está orientado a establecer en los corazones no sólo la aspiración, sino la voluntad decidida de colaborar denodadamente en la realización de la justicia, de una fraternidad solidaria y de un bienestar difundido y justamente repartido.

En el gesto de cortesía manifestado con vuestra presencia, creo descubrir un signo de consideración hacia la actividad de la Iglesia y de la Santa Sede en favor de la humanidad. Es ciertamente un servicio de naturaleza trascendente, pero al mismo tiempo sumamente concreto, que se inserta en el contexto vivo de la convivencia humana.

En efecto, en presencia de las actuales crisis sociales, económicas y políticas; ante los dolorosos contrastes entre las naciones; frente a la soledad del hombre en su búsqueda de valores y significados auténticos y perennes, la Iglesia aporta sus verdades, afirmando la superioridad del espíritu, sosteniendo el sentido ético de la historia y alentando hacia metas trascendentes.

3. Vuestra misión os pone día a día en contacto con la realidad siempre interpeladora de la situación internacional: os incumbe el deber de defender los intereses legítimos de vuestros respectivos países, pero sois conscientes de que tales intereses están relacionados con los de los otros pueblos; que existe una estrecha interdependencia, que bien podemos llamar planetaria.

En efecto, los problemas que se presentan, las causas que constituyen su base, las soluciones que se imponen, han adquirido una dimensión mundial. Me atrevería a decir incluso que es peligroso para todos y cada uno de los países situarse fuera de una tal visión universal articulada.

Esta, a su vez, exige necesariamente la solidaridad entre los pueblos, es decir, la cooperación mutua. Como dije en Ginebra, el 15 de junio pasado, dirigiéndome a la Conferencia Internacional del Trabajo: “Para crear un mundo de justicia y de paz, la solidaridad debe destruir los fundamentos del odio, del egoísmo, de la injusticia, erigidos con demasiada frecuencia en principios ideológicos o en ley esencial de la vida en sociedad” (A los participantes en la 68ª Sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo, 15 de junio de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 2 [1982] 2261). 

Como podréis fácilmente comprender, la primera solidaridad requerida es la dirigida a la defensa de los valores morales; a ella habrá de estar unida la solidaridad ordenada a la solución de todos los problemas humanos, entre ellos, obviamente, los de índole económica.

Quisiera añadir: La solidaridad, no sólo por los objetivos que la reclaman, sino en sí misma, es un valor ético, una obligación moral, según la cual cada pueblo, al procurar el bien propio, debe preocuparse por el bien de todos los demás. Es una exigencia del principio de la interdependencia a la que antes me he referido.

4. Por otra parte, la función necesaria de la ética en las relaciones internacionales, no puede extrañar; detrás de cada Estado y Gobierno hay siempre unos pueblos, unos grupos humanos, y más concretamente unas personas revestidas de dignidad espiritual, sujetos siempre de derechos y deberes inalienables. La persona humana, con sus exigencias trascendentes y eternas, es criterio y medida de los esfuerzos de toda política incluso internacional.

A este respecto, me parecen apropiadas las palabras de la Encíclica Redemptor Hominis, inseridas en un contexto análogo: “Los derechos del poder civil no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre” (Juan Pablo II Redemptor Hominis, 17).  En otras palabras, el poder de los Estados y las relaciones internacionales deben ser ejercidos según normas éticas exigidas por la dignidad de los pueblos y de las personas.

Reconocer, por otra parte, que las personas son sujetos de derechos y de deberes, y de un destino superior, es reconocer que son actores de la propia historia y de su progresiva humanización; que son responsables de las actividades dirigidas a realizar la vocación de la persona humana y dar un sentido a la existencia en cuanto existencia humana.

5. Excelencias, señoras y señores: Si he deseado compartir estas consideraciones con vosotros, que sois especialistas en el acuerdo y maestros en el diálogo, es porque estoy convencido de la insustituible contribución que estáis llamados a dar con el servicio diplomático.

Estos son los votos que formulo para vosotros, llamados a cooperar al bien de vuestros países, incrementando a la vez el bien de todos los demás: que sepáis desplegar vuestras fuerzas, experiencia y talentos en favor de la construcción de un mundo cada vez más solidario y humano.

Sobre vuestras personas, sobre vuestros nobles propósitos y esfuerzos, sobre vuestras familias, y finalmente sobre quienes confían en vuestro servicio, invoco copiosas bendiciones de Dios omnipotente.


*Insegnamenti V, 3 pp.1064-1067.

L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 45, p.13.

 



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