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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL ENCUENTRO CON LOS CAMPESINOS


Sábado 5 de marzo de 1983

 

Queridos hermanos campesinos,

1. Desde estas tierras panameñas de Penonomé levanto mi mirada hacia vosotros y todos vuestros compañeros de trabajo; los de Panamá y de toda América Central, Belice y Haití, para saludaros con gran estima y afecto. Para deciros que el Papa viene muy contento a visitaros y se siente feliz de estar en medio de los campesinos, gentes sencillas, honradas, y en las que resplandece una profunda religiosidad

Permitidme que ante todo extienda mi cordial saludo y recuerdo a vuestras esposas e hijos; a todas las familias campesinas que vosotros representáis. Este saludo quiere ser también mi profundo agradecimiento por vuestra cariñosa acogida, a la vez que os exhorto a vivir cada vez más fielmente vuestra condición de cristianos.

2. La primera reflexión que quiero compartir con vosotros es la de vuestra dignidad como hombres y como trabajadores del campo. Una dignidad que, como ya indiqué en mi Encíclica Laborem Exercens, no es menor que la de quien trabaja en la industria o en otros sectores de la vida social y económica.

El trabajo, en efecto, encuentra su dignidad en el designio de Dios Creador. Dios ha creado al hombre y lo ha hecho hijo e imagen suya. Lo ha creado para que con su inteligencia y trabajo físico, en la ciudad o en el campo, se perfeccione, se realice y encuentre honestamente su subsistencia personal y la de su familia. Y para que a la vez sirva con su trabajo al bien de sus hermanos y contribuya al desarrollo de la sociedad.

Ese plan divino y la dignidad que conlleva se aplican perfectamente al trabajo agrícola y a la situación del hombre que cultiva la tierra como vosotros; ya que ofrecéis a la sociedad los bienes necesarios, los productos básicos para la alimentación diaria.

Por ello no debe pesar sobre vosotros sentimiento alguno de inferioridad respecto de la dignidad de vuestras personas y género de vida. Con esa convicción buscad vuestra elevación propia, sabedores del valor y respeto que merece vuestra tarea, prestada con espíritu de servicio al hombre integral (cf. Gaudium et Spes, 64).  Recordad que Cristo mismo quiso experimentar el cansancio físico, trabajando con sus manos como simple artesano (cf. Mt 13, 55). 

3. La Iglesia comprende y reconoce ese valor de vuestra condición de campesinos. Y quiere estar cercana a vosotros con la luz de la fe, con el estímulo de los valores morales, con su voz en defensa de vuestra dignidad y derechos.

En su enseñanza social no ha cesado de indicar a personas e instituciones, Estados y Organismos internacionales que aseguren el necesario desarrollo de la actividad agrícola, para que crezca en armonía y se eliminen las lacras que afectan a los hombres del campo.

La presencia del Papa hoy entre vosotros –que prolonga la de mi predecesor Pablo VI en Bogotá y las mías en Cuilapan  (México) y Recife (Brasil)– quiere ser una nueva muestra de ese deseo de cercanía a vosotros, a vuestras preocupaciones y aspiraciones.

No vengo con las soluciones técnicas o materiales que no están en manos de la Iglesia. Traigo la cercanía, la simpatía, la voz de esa Iglesia que es solidaria con la justa y noble causa de vuestra dignidad humana y de hijos de Dios.

Sé de las condiciones de vuestra precaria existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, con frecuencia inferiores a las exigencias básicas de la vida humana.

Sé que el desarrollo económico y social ha sido desigual en América Central y en este país; sé que la población campesina ha sido frecuentemente abandonada en un innoble nivel de vida y no rara vez tratada y explotada duramente.

Sé que sois conscientes de la inferioridad de vuestras condiciones sociales y que estáis impacientes por alcanzar una distribución más justa de los bienes y un mejor reconocimiento de la importancia que merecéis y del puesto que os compete en una nueva sociedad más participativa (cf. Pablo VI, Homilía durante la misa para los campesinos colombianos, 23 de agosto de 1968: Insegnamenti di Paolo VI, VI [1968] 372 ss.). 

4. Es cierto que, como indiqué en la Laborem Exercens, “las condiciones del mundo rural y del trabajo agrícola no son iguales en todas partes, y las situaciones sociales de los trabajadores del campo son diferentes según los países. Esto no depende solamente del grado de desarrollo de la técnica agrícola, sino también, y más aún, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores del campo, y del nivel de conciencia en el campo de toda la ética social del trabajo” (Laborem Exercens, 21). 

Las cifras actuales os pueden dar una idea de este grave problema. Si en la mayoría de los países desarrollados o industrializados, el sector agrícola, modernizado y mecanizado, agrupa menos del 10 por ciento de la población activa, en muchos de los países del Tercer Mundo, el mismo sector representa hasta el 80 por ciento de la población total, con un sistema tradicional de agricultura de mera subsistencia.

Por otra parte también, la distribución de la tierra y sus modos de explotación que reúne a propietarios, hacendados y agricultores asalariados, varía de un país a otro, según el sistema socio-político. A veces coexisten la propiedad privada, las cooperativas comunitarias y las empresas del Estado.

5. La situación de tantos campesinos preocupa a la Iglesia. Por eso yo mismo invitaba en México a la acción, “para recuperar el tiempo perdido, que es frecuentemente tiempo de sufrimientos prolongados y de esperanzas no satisfechas” (Discurso a los indígenas y campesinos de México, 29 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 242). 

¿Cómo no sentirse conmocionado ante situaciones trágicas –por desgracia demasiado reales– como la descrita en mi Encíclica sobre el trabajo humano? “En ciertos países en vías de desarrollo, la mayoría de los hombres son obligados a cultivar las tierras de otros, y son explotados por los grandes propietarios hacendados, sin esperanza de poder jamás acceder personalmente a la posesión de un pedazo de tierra. No existen formas de protección legal de la persona del trabajador del campo y de su familia para su vejez, enfermedad o desocupación. Largas jornadas de duro trabajo físico son pagadas miserablemente. Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios; títulos legales de posesión de un pequeño terreno, cultivado por cuenta propia desde anos atrás, no son reconocidos o no pueden defenderlos delante del “hambre de la tierra” que anima a los individuos o grupos más poderosos” (Laborem Exercens, 21). 

No dudo de los esfuerzos hechos por muchos de los políticos y dirigentes de éste y otros países, para mejorar seriamente vuestra situación de pobreza. Cuando sea necesario, sobre ellos incumbe el deber de “actuar pronto y en profundidad. Hay que poner en práctica transformaciones audaces, profundamente innovadoras. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes” (Populorum Progressio, 32). 

Pero corresponde actuar no sólo a las autoridades, sino también a vosotros y a la entera sociedad, haciendo un esfuerzo conjunto, una efectiva concentración de todas las fuerzas vivas del país, para crear las estructuras del verdadero desarrollo; para llevar al campo nuevos instrumentos y medios que alivien la fatiga del campesino, que hagan su encuentro cotidiano con la tierra una situación más humana y más alegre, se aumente la productividad y se retribuya con precios justos el esfuerzo de sus manos.

De esta manera, tantos campesinos acosados hoy por su soledad, por la pobreza y la indiferencia en que se encuentran, dejarán de mirar hacia la ciudad, pensando encontrar en ella lo que el campo les ha negado. Y se evitará ver crecer las filas de la desocupación en las grandes ciudades, con nuevos males de descomposición social.

6. En la búsqueda de una mejor justicia y elevación vuestra, no podéis dejaros arrastrar por la tentación de la violencia, de la guerrilla armada o de la lucha egoísta de clases; porque éste no es el camino de Jesucristo, ni de la Iglesia ni de vuestra fe cristiana. Hay quienes están interesados en que abandonéis vuestro trabajo, para empuñar las armas del odio y de la lucha contra otros hermanos vuestros. A ésos no los debéis seguir.

¿A qué conduce este camino de la violencia? Sin lugar a dudas, crecerá el odio y las distancias entre los grupos sociales, se ahondará la crisis social de vuestro pueblo, aumentarán las tensiones y los conflictos, llegando hasta el inaceptable derramamiento de sangre, como de hecho ya ha sucedido. Con estos métodos, completamente contrarios al amor de Dios, a las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia, haréis imposible la realización de vuestras nobles aspiraciones. Y se provocarán nuevos males de descomposición moral y social, con pérdida de los más preciados valores cristianos.

Vuestro justo compromiso por la justicia, por el desarrollo material y espiritual, por la participación efectiva en la vida social y política, ha de seguir las orientaciones marcadas por la enseñanza social de la Iglesia, si queréis construir la nueva sociedad, la de la justicia y de la paz. Métodos y vías distintas engendrarán nuevas formas de injusticia, donde nunca encontraréis la paz que tanto y tan justamente deseáis.

7. A la manera de los discípulos de Emaús, felices de haber encontrado al Señor Resucitado y de haberlo reconocido en la “fracción del pan” (cf. Lc. 24, 35), vosotros, amados campesinos, debéis vivir la alegría de compartir el pan con vuestros hermanos. Sé que sois capaces de compartir el pan, en acciones de ayuda desinteresada que tanto os distinguen y honran.

Se trata de compartir también vuestra solidaridad y capacidad de mutua asistencia, de superar los egoísmos y pequeñeces, de fortalecer y compartir vuestra fe y religiosidad.

El pan que el campesino saca de las entrañas de la tierra es el pan que alimenta a la humanidad. Y es el pan de la Eucaristía que la Iglesia consagra diariamente y da de comer a todos los hijos que lo quieren compartir como hermanos en la misma fe. Es el pan que nos une en la Iglesia, que nos hace sentirnos hermanos e hijos de un mismo Padre. Es el pan que alimenta nuestra fe mientras peregrinamos, y es prenda de esperanza para la eternidad feliz a la que nos encaminamos.

Esa constante referencia a Dios ha de inspirar vuestro empeño en favor de la justicia, del amor al hombre, de la búsqueda eficaz de una sociedad nueva, que abra la esperanza de acabar con la dramática distancia que separa a los que tienen mucho de los que no tienen nada.

Podéis estar seguros de que la Iglesia no os abandonará. Vuestra dignidad humana y cristiana es sagrada para ella y para el Papa. Ella seguirá reclamando la supresión de las injustas desigualdades, de los abusos autoritarios. Seguirá apoyando y colaborando en las iniciativas y programas orientados a vuestra promoción y desarrollo.

Que la Virgen María, Madre amorosa vuestra, os acompañe siempre, os proteja, guarde a vuestras familias, reciba vuestras plegarias e interceda por vosotros ante Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en cuyo nombre os bendigo con inmenso afecto, queridos campesinos. Amén.

 



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