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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA 76 ASAMBLEA
DE DIALOGO DE BERGEDORF*

Lunes 17 de diciembre de 1984

 

Eminencias,
Excelencias,
muy distinguidos señores:

1. Ustedes han escogido Roma, la "Ciudad Eterna", como lugar de reunión de su 76 asamblea de diálogo de Bergedorf, que han dedicado al tema de Europa. Al mismo tiempo han querido hacer una visita al Obispo de Roma durante su asamblea. Yo percibo en ello algo más que un simple acto de cortesía. Así como esta singular ciudad está ligada indisolublemente a la Iglesia de Cristo desde la presencia y muerte martirial de los dos Príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo, a orillas del Tíber, de la misma manera no se puede comprender la historia y el destino de Europa, su pasado y su misión en el presente y en el futuro, sin el cristianismo y su esencial aportación a la cultura occidental.

Por eso les doy sincera y cordialmente la bienvenida a este breve encuentro en el Vaticano. Saludo en ustedes a los altos representantes principalmente de la política y de la ciencia de distintos países de Europa, que aportan a esta asamblea de diálogo su rica experiencia personal y su conocimiento del tema de Europa. Me alegra ver también entre ustedes altos y competentes representantes de la Iglesia, que dan testimonio del gran interés con que la Iglesia, y especialmente la Santa Sede, sigue sus esfuerzos en orden a una nueva concepción y nueva configuración de Europa, desde su valiosa herencia histórica, en perspectiva del inevitable desafío de nuestro tiempo.

2. La Europa de nuestro siglo está profundamente marcada por el trágico suceso de las dos guerras mundiales fratricidas y sus desoladoras consecuencias, por contradicciones ideológicas, políticas, militares y económicas. Las rupturas y tensiones perjudiciales para la unidad atraviesan de un extremo a otro el continente, de Este a Oeste y de Norte a Sur. Regímenes totalitarios desprecian la libertad y los derechos fundamentales del hombre. El progreso técnico, que parecía prometer como su conquista más audaz la solución de todos los problemas, se orienta cada vez más amenazador contra el hombre mismo y pone en peligro su supervivencia. El secularismo y la descomposición de las obligaciones morales destruyen a los hombres aumentando la falta de orientación, la angustia existencial y la huida de una concepción responsable de la vida y del mundo.

Cuanto más notoria y extensa aflora la crisis del viejo continente y de su civilización, tanto más perciben los hombres el desafío histórico contenido en la misma y reconocen su responsabilidad sobre Europa y su futuro. Todos nosotros conocemos los crecientes esfuerzos, en la política y también entre las Iglesias cristianas, por ensamb1ar de nuevo, las grietas y las rupturas desgraciadamente originadas en el curso de la historia. La gravedad de los problemas que hoy se presentan, de seguridad, de justicia social, sobre la paz, y sobre el intercambio económico y cultural, reclama necesariamente unidad e iniciativas comunes. Sin embargo, la experiencia nos enseña que también son grandes las dificultades que se encuentran en los distintos planos de1 proceso de unificación en marcha, y esto ocurre en los países de Europa Occidental, tanto internamente como entre sí; por no hablar de toda Europa, desde el Atlántico hasta los Urales. Esto, sin embargo, no debe sorprender a nadie, y mucho menos desalentarlo. La nueva unidad, que hay que buscar y realizar en el continente europeo, debe ser, además, realmente consciente y duradera, y tiene que considerar necesariamente los legítimos derechos de las partes implicadas, e integrarlos en sí orgánicamente. Este proceso de maduración sólo puede verificarse lentamente de manera natural. Es muy importante no detenerse en el camino ya emprendido, sino ir adelante tenazmente y con paciencia, aunque sea sólo con pequeños pasos.

Ha sido y sigue siendo un objetivo deseable que Europa, también en el ámbito político, hable cada vez más un lenguaje común y encuentre un camino para una unitaria formación de la voluntad en las importantes cuestiones vitales. Mas aún, se cuestiona la voz de Europa como totalidad en orden a la solución de la actual crisis mundial; y resulta así mayor la decepción si los problemas económicos periféricos, la falta de colaboración ó las reservas nacionales acumulan obstáculos aparentemente insuperables. Ha llegado el momento de eliminar los egoísmos nacionales, que aunque puedan tener una significación local, quedan empequeñecidos si se los compara honradamente con los verdaderos problemas de la humanidad. Ante esto, Europa tiene que dar una respuesta común y solidaria lo antes posible.

3. Este quiere ser el objeto de sus deliberaciones, y es de hecho competencia de los políticos y de los expertos en ciencias sociales mostrar los caminos concretos para ello, y allanarlos paso a paso. La Iglesia considera como tarea propia animar enérgicamente para esto a los responsables, pero también el mostrarles que el proceso de unificación de Europa, más allá de los acuerdos técnicos, militares y políticos deseables, ha de tener su fundamento principal y su medio de cultivo en una urgente renovación espiritual y moral de la cultura occidental. Aquí la Iglesia misma se siente enseguida interpelada de una manera especial. De la misma manera que el cristianismo en el primer milenio de Europa ha integrado la herencia greco-romana y la cultura de los germanos, celtas y eslavos y ha dado vida a un espíritu común europeo, así puede también hoy contribuir eficazmente a que los diversos pueblos de este continente creen una nueva civilización europea, común a partir de su gran multiplicidad de culturas y naciones. La promoción de tal renovación y de dicha configuración comunitaria depende esencialmente del afianzamiento y profundización de los valores espirituales y morales fundamentales, valores que el propio cristianismo ha enseñado a apreciar y a vivir a los pueblos de Europa en el pasado: la dignidad de la persona humana y sus inalienables derechos fundamentales, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, la fraternidad y la solidaridad, especialmente con los pobres y marginados, la responsabilidad moral para la propia configuración de la vida y del bien común, el empleo en los pueblos subdesarrollados, la configuración cristiana del mundo y el fomento de la tradición cultural y religiosa.

Europa sólo puede renovarse y encontrarse de nuevo a sí misma mediante la renovación de aquellos valores comunes a los que ella debe su propia historia, su valioso patrimonio cultural y su difusión en el mundo. Para esto puede y quiere prestar la Iglesia su insustituible aportación, Ella puede ayudar a Europa a encontrar de nuevo su alma y su identidad así como a significar y resaltar justamente su vocación en la comunidad internacional de los pueblos.

Les agradezco su visita y les deseo un gran éxito en sus deliberaciones sobre el tema de Europa. Quiera Dios que fructifiquen sus propias colaboraciones en el difícil, pero necesario, proceso de una nueva definición y configuración de Europa y posibiliten también otras iniciativas caritativas. Que el Señor les fortalezca en su trabajo y les acompañe con su especial auxilio y bendición.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española 1985, n.9,  p.8.



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