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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 20 de diciembre de 1984

 

Señor Embajador:

1. Es grande mi alegría al recibir al distinguido representante de Su Majestad el Rey Balduino I, para desempeñar ante la Sede Apostólica la nobilísima misión que acaba de confiársele en sustitución del Excmo. Sr. Barón Rittweger de Moor.

Sois recibidos hoy, y lo seréis siempre, con tanta deferencia como interés. Sus primeras palabras, que tanto he apreciado, han expresado la honda satisfacción de sus Soberanos ante la perspectiva del viaje pastoral que realizaré en mayo próximo por Bélgica, invitado por los obispos de su País. Ruego a Vuestra Excelencia diga al Rey y a la Reina –cuyo amor filial me impresiona muchísimo– que sus esperanzas y deseos sobre esta visita a los católicos y a todo el pueblo de Bélgica, han tenido gran eco en mi corazón de Pastor.

2. Siempre mira la Santa Sede al pueblo belga con estima y cariño; cada comunidad con su expresión cultural propia —y podría decirse cada ciudad—  tiene la riqueza de una larga historia. Están incisas en él tradiciones cristianas en sus costumbres, en su arte y en su alma. Y ¿cómo olvidar el puesto que ocupa Bélgica en Europa, también por el hecho de que varias instituciones europeas tienen allí la sede? Todo el mundo conoce la irradiación ejercida constantemente por el pueblo belga en varios continentes, especialmente en África, sobre todo por su cultura y por la obra de sus innumerables misioneros. Es decir que, hoy su País tiene un papel específico en la comunidad de naciones y, también, en la propia Roma la presencia de los hijos de Bélgica es muy apreciada.

3. Su misión ante la Santa Sede, Señor Embajador, constituirá una experiencia nueva en relación con sus importantes misiones anteriores y así se lo deseo de todo corazón. Las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede por una parte y los Estados e instancias internacionales que las desean por otra, no tienen nada que ver con acuerdos políticos, económicos o culturales, por muy útiles y necesarios que éstos puedan ser. Sus relaciones son absolutamente peculiares. Todo observador atento y objetivo puede constatar que el principio regulador de estas relaciones se inspira en la célebre respuesta del mismo Cristo a las personas que querían ponerle en apuros: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cf. Mt 22, 21).

4. De hecho, la distinción entre los campos espiritual y temporal da posibilidad, e incluso plantea la necesidad de diálogo y colaboración cuando está en juego el bien de las personas y los pueblos. Es claro que se trata de crear con este diálogo un clima propicio a la paz y a la justicia. Pero en el plan humanitario puede tratarse también de ayudarse mutuamente a prestar socorro en casos de calamidades colectivas y repentinas, elaborar y poner por obra programas de sanidad, conjurar miserias endémicas, hacer que converjan planes de alfabetización y acompañamiento de ciertas poblaciones para hacer fructificar sus tierras, proteger a minorías étnicas, salvar valores familiares y adquisiciones valiosas de ésta a la otra civilización y, por encima de todo, procurar la realización de la vocación espiritual de los seres humanos.

5. Sinceramente deseosa de respetar la autonomía de los Gobiernos, la Iglesia no puede permanecer en silencio – sobre todo a nivel de relaciones diplomáticas entabladas por la Santa Sede con numerosos Estados – sobre los valores éticos y espirituales que está segura de haber recibido en depósito con la misión de difundirlos. Como Vuestra Excelencia misma ha puesto de relieve, estos valores coinciden ciertamente con las exigencias de la dignidad de toda persona humana, con los derechos y libertades que constituyen la base misma de una sociedad sana, y del procurar el progreso verdadero por caminos de tolerancia, ayuda mutua y, por consiguiente, justicia y fraternidad. Tales relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la sociedad civil, con sus frutos visibles y otros más escondidos, precoces o más lentos, están completamente en la línea del importante documento Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. Constituyen un modo particular de presencia de la Iglesia en el mundo.

6. En Bélgica, la Iglesia y el Estado constantemente han puesto en práctica este estilo de relaciones. Por ello, la Santa Sede se complacerá siempre en acoger sus indicaciones y sugerencias cada vez que usted juzgue oportuno hacérselas saber por el bien de la Nación y, más extensamente, de la comunidad de los pueblos. Y la Santa Sede le estará agradecida asimismo cuando se haga eco ante su Gobierno de las ideas y deseos que corresponden a su misión sagrada en el seno de la Iglesia, misión de acompañar y educar a la conciencia humana. Sin querer enumerar aquí vuestras mayores preocupaciones, me permito mencionar la salvaguarda a cualquier precio de la paz en la justicia. Cada nación puede y debe contribuir a ello, a condición de aceptar los imperativos del diálogo, del respeto de los demás y del compartir con los pueblos que pasan dificultades.

Formulo votos muy cordiales de que vuestro País, ya tan meritorio, siga asumiendo su papel en la construcción de un mundo de justicia y paz, construcción que se ha de reemprender continuamente. Y para usted, Señor Embajador, añado mis votos cordiales de desempeño feliz y fecundo de su misión; estoy seguro de que os consagraréis a ella de todo corazón y, a su vez, ésta os proporcionará la dicha de descubrir todavía mejor el rostro de la Iglesia. Sobre vuestra persona y sobre el querido pueblo belga al que pronto tendré la gran suerte de visitar como Obispo de Roma, encargado de fortalecer la fe y velar por la unidad eclesial, invoco muy de corazón la ayuda y protección de Dios.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 53, p.9.

 


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