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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO
ANTE LA SANTA SEDE*

14 de enero de 1984

 

Excelencias,
señoras, señores:

1. Su portavoz, Decano del Cuerpo Diplomático y por primera vez representante de un país africano, acaba de hacerse intérprete de los sentimientos y deseos de ustedes de una forma que a todos nos ha emocionado y a mi me ha llegado al corazón. Con una delicadeza y lucidez, que le agradezco vivamente, ha evocado algunos problemas importantes con relación a la justicia y a la paz que interesan a los Gobiernos y a toda la Comunidad internacional, y que son objeto de la solicitud constante de la Santa Sede. Mi gratitud se dirige de igual modo a todos los presentes, que se unen a la voz de su Excelencia el Señor Joseph Amichia.

Aunque espero poder saludar después a cada uno de ustedes, quiero expresarles ya desde ahora mis cordiales deseos para el año nuevo; a cada uno de ustedes, cuyas necesidades, aspiraciones profundas y, quizás, pruebas interiores sólo Dios conoce, a cada una de sus familias, a todo el personal de sus Embajadas que con ustedes se esfuerzan en representar dignamente a su país, y a cada una de sus naciones. Al tiempo que imploro de Dios un año de felicidad y de paz para todo el mundo, le pido también que les conceda a cada uno, en la intimidad de sus conciencias, su luz y su paz, fuente de coraje y de esperanza.

Esta reunión tradicional de cada año nos invita a mirar juntos la escena internacional para discernir sus aspectos confortadores o preocupantes que exigen un compromiso por parte de todos los hombres de buena voluntad, y de manera particular de los que, como ustedes, tienen la misión de entretejer relaciones de paz utilizando los medios de la diplomacia.

2. Actualmente son 108 los países que han establecido relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Después de nuestro intercambio de felicitaciones del año pasado, han sido Belice, Nepal y, en esta semana se ha podido anunciar el establecimiento de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos de América, acontecimiento cuya importancia puede ser fácilmente evaluado por todos. Y, como ya lo dije la primera vez que recibí al Cuerpo Diplomático el 12 de enero de 1979, a la Santa Sede le gustaría ver aquí a otros Embajadores, especialmente de aquellos países que habían tenido una tradición secular a este respecto, sobre todo de aquellos que pueden ser considerados como católicos.

Además del caso de la Soberana Orden Militar de Malta, cuya Misión ha sido elevada al rango de Embajada, acogemos hoy con gozo particular a los Embajadores de Noruega, Suecia, Belice, Fiji y Cabo Verde, cuyos Gobiernos están representados por primera vez en esta reunión solemne del Cuerpo Diplomático. Damos también la bienvenida a los veinticuatro nuevos Embajadores que han presentado sus Cartas Credenciales durante el año pasado. Podéis constatar, por lo que se refiere a vuestros países, una gran diversidad en cuanto a extensión geográfica, cultura, historia y pertenencia religiosa; en algunos la comunidad católica casi se confunde con el conjunto de la población; en otros países su proporción es más o menos alta. y, en algunos casos, constituye un pequeña minoría. Pero, con todos. la Sede Apostólica intenta considerar los problemas humanos de la justicia, la paz y el desarrollo; todos los problemas de orden moral internacional con los que se enfrentan, sea ellos mismos, sus vecinos o el conjunto de la comunidad humana. La Santa Sede ofrece la misma acogida y la misma estima a cada una de las naciones representadas, y la misma consideración a los Estados soberanos que aseguran su gobierno.

En 1950 sólo 25 países estaban representados ante la Santa Sede por un Embajador Extraordinario y Plenipotenciario, y 21 por un Ministro. El sensible aumento experimentado merece una reflexión. Parece que este aumento significa que la Santa Sede, desde su especial situación de autoridad espiritual y moral al servicio de la paz entre todos, según el espíritu del Evangelio de Cristo, sin intereses materiales propios que defender, ha inspirado confianza a un crecido número de naciones, incluso entre aquellas cuya minoría de población comparte la fe cristiana según diferente confesión, ortodoxa o protestante, o profesa otra religión u otras creencias. La Santa Sede descubre aquí una mayor responsabilidad a la que intentará responder lo mejor posible.

Pero esta situación se debe también al hecho de que en los últimos treinta años se han multiplicado los Estados soberanos. La Organización de las Naciones Unidas, que los acoge solemnemente en su seno, conoce bien este hecho. Se trata principalmente del efecto de un proceso de descolonización que ha permitido a numerosos pueblos acceder a la plena soberanía, a la libre gestión de sus asuntos públicos, por medio de ciudadanos salidos de sus propias filas. En sí misma, aparte el pasada más o menos feliz, más o menos marcado por diferentes niveles de progreso —que nosotros no vamos a juzgar aquí—, se trata de una situación que corresponde a la evolución histórica y que expresa la dignidad, la responsabilidad y la madurez de las poblaciones, en igualdad de derechos y de deberes con relación a las otras y en correspondencia con sus tradiciones, sus culturas y sus necesidades. La Iglesia acoge de buen grado esta evolución, ella misma ha ido por delante en lo que es de su competencia. Mira esta situación con esperanza; estas relaciones diplomáticas son un signo de ello.

3. ¿Tiene algunos límites este proceso de nacimiento y reconocimiento de Estados soberanos? Ciertamente no ha concluido; pero es una cuestión de solución delicada, pues en ella entran en juego aspectos jurídicos, políticos e históricos, que hay que ponderar prudentemente, en todo caso en función del bien común de las poblaciones concernidas y de su voluntad realmente expresada. Es preciso augurar que este paso se realice siempre sin violencia y respetando los derechos de todos.

Hay algunos pueblos que están esperando con impaciencia acceder a la independencia y ser reconocidos como tales en el seno de las Naciones Unidas. Compartimos con ellos su esperanza. En nombre de todos ellos podemos mencionar al menos a Namibia, cuyo lento y trabajoso caminar en este aspecto no ha tenido aún resultado.

Es también de desear que otras poblaciones, como el pueblo palestino, dispongan finalmente de una patria. Esta nos ha parecido siempre una condición para la paz y la justicia en el tan atormentado Oriente Medio, siempre que se garantice a un tiempo la seguridad de todos los pueblos de la región, comprendido Israel.

Existen también en nuestros días formas nuevas y más sutiles de dependencia para las que se evita cuidadosamente el término "colonización", pero que en realidad tienen las características más negativas y más discutibles de ella, con limitación de la independencia y de las libertades políticas y sometimiento económico, aunque aparentemente los pueblos afectados gocen de instituciones gubernamentales propias, de las que se ignora hasta qué punto correspondan al deseo del conjunto de los ciudadanos.

Por otra parte, países soberanos, independientes desde hace tiempo o recientemente, se ven a veces amenazados en su integridad por la contestación interior de una fracción que llega hasta intentar o reclamar la secesión. Los casos son complejos y muy diversos, y reclamarían cada uno un juicio diferente, según una ética que tenga en cuenta al mismo tiempo los derechos de las naciones, fundados sobre la cultura homogénea de los pueblos (cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, n. 15, 2 de junio de 1980), y el derecho de los Estados a su integridad y soberanía. Deseamos que más allá de las pasiones —y evitando de todas formas la violencia— se llegue a formas políticas bien articuladas y equilibradas, que respeten las particularidades culturales, étnicas, religiosas, y, en general, los derechos de las minorías.

De todas formas, el bien fundado en la soberanía de los Estados y el progreso que ésta representa no les impide, sino que les estimula a establecer acuerdos, agrupaciones diversas, "comunidades", organizaciones regionales o continentales que permiten afrontar mejor el conjunto de los enormes problemas que no perdonan prácticamente a ningún país en lo que se refiere a la crisis económica y a los cambios tecnológicos con sus repercusiones en la vida cotidiana, especialmente en las condiciones de empleo. En la medida en que no compromete el beneficio de la soberanía y cuando libremente es respetada, esta solidaridad mueva es también un progreso.

4. ¿Cuáles son, en definitiva, los derechos y deberes de un pueblo soberano? Comprenden naturalmente la libertad de elegir, sin ingerencia extranjera, su régimen político y a los encargados de ejercer la autoridad del Estado para determinar y aplicar las medidas necesarias al bien común de la nación y para orientar su destino en conformidad con su cultura.

Pero, del mismo modo que la persona humana tiene derechos inviolables y deberes correlativos, los pueblos tienen también deberes con relación a ellos mismos, y los Estados con relación a los pueblos. Los pueblos deben mostrarse dignos de ellos, mediante un sentido desarrollado de sus responsabilidades. Los Estados deben estar al servicio de la cultura auténtica que es propiedad de la nación (cf. Ivi), al servicio del bien común, de todos los súbditos y de sus asociaciones, intentando establecer condiciones de vida favorables para todos, en función de las necesidades esenciales, de las posibilidades del país, y en relación equitativa entre los niveles de vida de los diversos ciudadanos y medios sociales. Están obligados igualmente a manifestar un respeto cada vez mayor a las libertades y derechos fundamentales de las personas, las familias y los cuerpos intermedios, comprendida la libertad de conciencia y de religión. Tienen que ofrecer a todos, mediante las leyes, una garantía de justicia. Deben tener en cuenta las aspiraciones razonables, comprendida la aspiración a la participación política. Cuando surgen conflictos en el interior de la sociedad, hay que rechazar en absoluto los procesos arbitrarios, la tortura, las desapariciones, los destierros, las emigraciones forzadas de familias, las ejecuciones capitales después de juicios sumarios. Todo esto no es digno de Estados soberanos que se respetan, y habría que preguntarse si la Comunidad internacional —cuyos principios y cartas han aceptado— no podría denunciar más claramente esta falta de lógica y ponerle remedio. En lo que a nosotros se refiere, hacemos una solemne llamada a la conciencia de estos gobernantes ante Dios y ante sus propios pueblos.

En cierto número de países soberanos que tienen ya su historia como nación y que habían realizado su unidad, la paz interior continúa siendo desgraciadamente precaria, entre otras razones, porque deben afrontar rebeliones armadas, impetuosas. ¡Qué costo tan enorme: despilfarro de bienes de necesidad vital, ruina de todo tipo, violencias, pérdidas de vidas humanas, sin contar las oposiciones llenas de odio que se alargan! Pero también ante estos fenómenos es preciso tener el coraje de interrogarse con lucidez. ¿Procede la rebelión de una fuerza extranjera que intenta la desestabilización de una región, que interviene mediante la manipulación ideológica, que atiza el odio, y hasta participa en el combate, lo sostiene o lo mantiene, para derribar un régimen político legítimo? Esto sería un hecho deplorable cuyo verdadero rostro habría que descubrir. O, ¿se apoya la contestación local en el país mismo sobre injusticias flagrantes, sobre un totalitarismo insoportable por parte de los gobernantes? Correspondería entonces a éstos abrirse sin tardar a las reformas justas y necesarias. De todas formas, no habría que apoyar la prolongación de un estado de guerra semejante que sacrifica vidas inocentes y retarda la solución de los verdaderos problemas en tantos países en los que la vida es ya muy precaria.

Me parece que se podrían encontrar fácilmente en estas reflexiones, coherentes con la doctrina social de la Iglesia, orientaciones saludables para la solución de los diferentes conflictos en curso. Saben ustedes que la Santa Sede, como sin duda muchos de sus países, está muy preocupada por la situación actual en América Central, en Líbano, en Afganistán, en muchas regiones de África, en Camboya . . . ¿No sería necesario que se retiraran las fuerzas extranjeras de ocupación, y que al mismo tiempo se estableciera libremente un acuerdo político en el interior del país, buscando lealmente el bien común de todos los compatriotas y el respeto de los deberes de un Estado soberano, como son los que acabo de enumerar? Deploramos igualmente que —sean cuales sean las causas— la guerra se prolongue en otras zonas del mundo, como es el caso entre Irán e Irak. Y deseamos que se llegue a un consenso internacional para combatir el terrorismo en todas las partes en las que todavía causa estragos. Todos recordamos ejemplos particularmente odiosos de matanzas perpetradas durante el último año.

5. Si nos fijamos ahora en las tensiones existentes entre países soberanos, oímos hablar con frecuencia de una doble polarización. La grave tensión Este-Oeste acapara con frecuencia la atención, ya que es en estos países en los que se da la mayor concentración de expertos en tecnología y, con ellos, de potencia económica, de grandes industrias, de capacidad productiva, de redes de comunicación social, así como, desgraciadamente, de armas nucleares o convencionales. La tensión a este nivel es, pues, real, y está cargada de amenazas; tiene, sobre todo, un trasfondo ideológico. De hecho los pueblos concernidos se sienten inquietos e incluso angustiados. Constantemente nos llega testimonio de ello sobre todo a través de los Episcopados; la Santa Sede considera que es su deber manifestarlo, no para aumentar el miedo, sino para garantizar mejor la paz. Esta es la razón de mi reciente intervención para que se reanuden las negociaciones sobre la reducción de armas nucleares. No se puede perder ni un momento; estamos convencidos de que se trata de un grave deber de todas las partes afectadas, y si alguno intentara sustraerse a la necesidad de tales negociaciones incurriría en una grave responsabilidad ante la humanidad y ante la historia.

Pero una visión completa del mundo requiere que se preste también atención particular al contraste Norte-Sur, como ya lo decía en mi Mensaje para la Jornada de la Paz y en la homilía del primero de enero. Porque este problema afecta a una gran parte de la humanidad, y está en juego la vida y la sobrevivencia de los pueblos anclados en el subdesarrollo, clasificados bajo la denominación de "Sur", aunque en realidad pertenezcan a todos los continentes. Ellos ven cómo ciertos países ricos gastan sumas fabulosas para aumentar su potencial de armamentos, en muchos casos por miedo, Y ellos mismos se sienten tentados a destinar una parte excesivamente grande de sus recursos a la adquisición de tales armas; mientras que hay una falta cruel de condiciones elementales de alimentación, higiene, alfabetización, causa de enormes sufrimientos, angustias, irritaciones y, a veces, revueltas. Esta situación entraña, por si misma, un estado endémico de violencia, aún más si se ve explotada por otras potencias. La ampliación de zonas de pobreza es, a largo plazo, la más seria amenaza para la paz.

A las causas humanas que provienen, entre otras, de la desigualdad en los términos de intercambio y de ciertas injusticias, se añaden los desastres naturales, como la terrible sequía del Sahel. Ante estos problemas gigantescos y ciertamente muy complejos, la Comunidad internacional está llamada a dar pruebas de un compromiso decidido de ayuda mutua eficaz y desinteresada, con un gran respeto de las culturas y tradiciones en lo que tienen de propio, y preocupándose por desarrollar la responsabilidad, la libre participación y la unidad de los países pobres. Estos, tarde o temprano, sabrán reconocer quiénes son los que los aman de verdad, y quiénes les ayudan con eficacia según sus necesidades reales, comenzando par la ayuda alimenticia.

Por su parte, e insisto en este punto, la Iglesia quiere continuar comprometiéndose decididamente en favor del desarrollo de estos países así llamados del Sur; y estimula a los demás a comprometerse también cada vez más, porque es sin duda la mejor manera de preparar los caminos de la paz, realizando la justicia y la solidaridad fraterna.

6. Acabo de evocar ante Sus Excelencias algunos problemas que ciertamente afectan a las orientaciones políticas. Por lo demás, les resultan familiares, como a diplomáticos que son, según lo acaba de manifestar su Decano. Pero ustedes saben que no lo hago en nombre de un Estado, sino en nombre de la Santa Sede, en nombre de la Iglesia católica, en nombre de la conciencia cristiana. Se trata de buscar las condiciones necesarias para un mundo más humano. Como ya lo dije el año pasado, la Santa Sede se siente libre para tomar las iniciativas que la situación requiera, sin pretensiones, pero con firmeza, haciendo suya principalmente la causa de los que sufren y cuya voz no llega a hacerse escuchar. Estamos seguros de que esta visión es compartida por muchos hombres de buena voluntad, comenzando por los Jefes de Estado y los responsables de la vida internacional. Pero la fe nos da una concepción renovada del hombre y de la sociedad, con motivaciones particulares que pueden reforzar su impacto.

Así, en el cuadro mismo de la vida diplomática internacional, la Santa Sede quiere, ante todo, promover la confianza; no cesa de encomiar las soluciones negociadas con equidad; no duda en pedir la reanudación del diálogo verdadero y leal, más allá de pasiones y prejuicios que ciegan. Es justamente lo que falta a las naciones y a los bloques que no llegan a establecer sus relaciones sobre la confianza.

Este diálogo y confianza no apartan en absoluto del realismo; al contrario. Más que quedarse a la expectativa de resultados decisivos atribuidos a cambios prometidos para un futuro indefinido por ciertas teorías filosófico-políticas, la Santa Sede quisiera ayudar a salir del atolladero actual, estimulando a las personas y a los grupos a dar pasos concretos y a tomar medidas puntuales para avanzar hacia la solución de los problemas más elementales de la justicia en el mundo.

7. He hablado ya de la coherencia que este razonamiento tiene con el Evangelio. En efecto, cuando la Iglesia invita a afrontar las situaciones dramáticas de las poblaciones hambrientas, lo hace acordándose de Cristo que se ha identificado con el hombre que pasa hambre.

La Iglesia apuesta por la vida, para que ésta sea acogida, respetada, defendida, promovida. Está además convencida de que el mundo puede apreciar este combate, ya que la vida de un solo inocente —después de un secuestro, por ejemplo— suscita, justamente, tanta compasión y solidaridad. La Iglesia quisiera que se tuviera la misma sensibilidad por los millares de seres humanos que son eliminados por el aborto, el hambre, la guerra.

La Iglesia toma partido por lo que hay de íntimo e inviolable en el hombre: su conciencia, su relación con Dios. Sabe que un régimen que intenta extirpar la fe en Dios no podrá salvaguardar el respeto al hombre y a la fraternidad humana. Por eso, no cesa de defender la libertad religiosa como un derecho fundamental.

A su vez, sobre todo en este Año Santo de la Redención, la Iglesia estimula la reconciliación, el perdón. Al pedir este perdón al mismo Dios, invita a los hombres a que lo practiquen entre ellos. También los pueblos tienen necesidad de reconciliarse, de mirar a los otros de manera distinta, de superar los agravios pasados, de abrir la propia puerta al "adversario" sin humillarlo, de buscar la construcción de la unidad.

La Iglesia llama a actuar por amor, con espíritu de fraternidad, de servicio, tal como ella misma lo ha aprendido de Cristo; está convencida de que sin estas disposiciones las grandes palabras de paz, justicia, solidaridad, corren el riesgo de ser címbalo que retiñe sin más resultados.

Y, como ya lo decía en el primero de año, esta fraternidad se justifica en profundidad porque nosotros somos todos hijos del mismo Padre. ¿Cómo pensar en una guerra, sea cual sea, entre hijos del mismo Padre?

8. Por todo esto, la Iglesia se atreve a hablar de esperanza. Navidad nos ha recordado que el nacimiento de un Niño es el comienzo de algo nuevo, con más razón cuando este Niño es el Hijo de Dios que se inserta en la historia humana, no para condenar, sino para salvar. Jesús aporta, según lo vemos los creyentes, las primicias de una humanidad nueva. Es preciso esclarecer la historia. Cada hombre es amado y valorado por Dios, sea cual sea su pasado personal o colectivo. No existe situación bloqueada hasta el punto de no tener salida. Nuestros miedos y egoísmos pueden ser superados en Él, el Redentor. El cristiano no cree en la fatalidad de la historia. El hombre, con la gracia de Dios, puede cambiar la trayectoria del mundo. En esta convicción se arraiga el servicio que la Santa Sede presta con humildad, según los límites de su especificidad, a la sociedad internacional.

A decir verdad, la Iglesia es bien consciente de que esta transformación paciente de las relaciones internacionales sobrepasa las fuerzas humanas, dado el carácter limitado y pecador del hombre. Esta es la razón por la que desde lo íntimo mismo de su acción, también de su acción diplomática, ella ora, suplica a Dios e invita a orar. Esta oración no tiende a suplir una falta. A sus ojos, orar es esencialmente conformarse desde la más profunda intimidad a la voluntad de Dios, que es el solo y absolutamente justo; y para nosotros, de manera más especifica, es hacernos discípulos de Cristo en la verdad de nuestro ser. Si los cristianos se atreven a hablar y formular ante toda la comunidad humana las exigencias que acabo de recordar, es porque intentan ser fieles a la luz interior que reciben de Dios, por el don del amor de Cristo presente en la historia. Con este espíritu pueden actuar para que cambie el "corazón" en sus zonas más profundas. Entonces nacerá y se afianzará la paz, según lo he expresado en el Mensaje que he dirigido a todos los responsables políticos.

He aquí el ideal que la Santa Sede, en nombre de la Iglesia, propone libremente y desea compartir con ustedes y con los Gobiernos del mundo que ustedes representan. Y a ustedes, diplomáticos acreditados ante la Santa Sede, me permito invitarles de manera especial a ser testigos de este ideal, personalmente y como Cuerpo Diplomático llamado a una representación única en su género.

Excelencias, señoras, señores: Con estas palabras de esperanza quiero repetir mis fervientes deseos. Que el Señor, autor de todo bien, les colme de sus bendiciones, a ustedes y a todas sus personas queridas.


*L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 4, pp.1, 11, 12.



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