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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
 

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS INDÍGENAS DE LA AMAZONIA

Iquitos, martes 5 de febrero de 1985

 

«Haced discípulos a todas las gentes».

1. Jesús, al final de su misión, antes de volver al Padre, da a los Apóstoles sus últimas disposiciones: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Matth. 28, 18).

Los sucesores de los Apóstoles, y en primer lugar los Sucesores de San Pedro, reciben una obligación permanente en virtud de este último mandato de su Maestro y Señor.

Por ello dan una importancia particular al encuentro que hoy tenemos durante esta peregrinación apostólica por tierras de América Latina y del Perú.

Doy gracias al Eterno Padre, porque puedo estar aquí entre vosotros. Y os expreso mí alegría, porque los mensajeros del Evangelio de Jesucristo han llegado a esta zona y han traído la gracia del bautismo a sus habitantes, la mayor riqueza existente entre estos extensos bosques, porque sois imagen de Dios.

2. Llegado a esta inmensa y exuberante selva amazónica, surcada por los grandes ríos que se adentran en varios países, quiero extender mí más cordial saludo a todos sus habitantes.

En primer lugar al Pastor de esta ciudad de Iquitos que me acoge, sucesora del poblado que iniciara, hace 224 años, el misionero padre José Bahamonde, con la intención de evangelizar a los naturales de estas tierras, que han legado su nombre a la ciudad.

Mí saludo se extiende también a todos los habitantes del vicariato apostólico de Iquitos, lo mismo que a los Pastores y fieles de los vicariatos de San José del Amazonas, Jaén, Yurimaguas, San Ramón, Requena, Madre de Dios, Pucallpa y de la prelatura de Moyobamba.

Junto con los Pastores, doy mí más cordial saludo a los padres agustinos, franciscanos, dominicos, jesuitas, pasionistas y de la Sociedad de Misiones Extranjeras de Québec, así como a los 16 hermanos, a las 182 religiosas y 46 laicos misioneros que despliegan su actividad en estas tierras amazónicas. Saludo también a las Autoridades civiles y militares.

Pero de manera muy especial quiero saludar a los aproximadamente 250.000 habitantes nativos que viven entre los dos millones de pobladores de la Amazonia peruana. Sé que ellos forman 12 familias lingüísticas y 60 grupos étnicos. Querría, por ello, que mi saludo llegara a cada miembro de esos grupos, entre ellos los Campa-Asháninca, Aguaruna-Huambisa, Cocama-Cocamilla-Omagua. Quichua-Lamista, Shipibo-Conibo, Machiguenga-Napo, Chayahuita, Ticuna, Amuesha, Candoshi y Piro. Mí saludo también a los presos y leprosos, cuyos mensajes he recibido y agradezco cordialmente.

Me alegra profundamente encontrarme con vosotros, que representáis a tantas y tan diversas comunidades nativas del Perú. Pero todas hermanadas en «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Eph. 4, 5). He querido venir hasta aquí, para deciros que el Papa siente profundo afecto por vosotros, precisamente porque por mucho tiempo habéis sido los más olvidados. Gracias ante todo por haber venido a este encuentro con el Papa. Conozco las dificultades, los largos e incómodos recorridos por ríos y trochas que habéis tenido que hacer muchos de vosotros.

3. Continuando los pasos de los abnegados misioneros, que desde el principio de la evangelización vinieron a buscares para anunciares la Buena Nueva del Evangelio, llega hoy a vosotros el Papa. En su corazón sigue resonando el mandato de Jesús: «Id. Haced discípulos a todas las gentes» (Matth. 28, 18).

Entre esos destinatarios del mensaje de Jesucristo estáis vosotros, porque para el Papa y para la Iglesia no hay distinción de razas ni de culturas, ya que ante Dios no hay griego, ni judío, ni esclavo, ni libre, sino que Cristo es todo en todos (Cf.. Col. 3, 9-11).

Vengo, pues, a vosotros para recordares las enseñanzas de Jesús, nuestro Señor y Salvador, el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros para redimirnos; que nació como niño en Belén; que predicó lo que hemos de creer y cómo hemos de comportarnos; que murió libremente por nuestros pecados, resucitó y nos ofrece la vida que no acaba nunca, la vida eterna, si cumplimos lo que El nos manda; que fundó la Iglesia bajo la guía de San Pedro y sus Sucesores, y sigue presente en ella; que nos dejó como compendio de su mensaje el amor a Dios y el amor a los demás.

Ese mismo Jesús quiso hacerse nuestro hermano; y nos enseñó la verdad admirable de que quienes recibimos el bautismo, nos convertimos en hijos de Dios (Cf.. Rom. 8, 21). Precisamente para darnos ese insospechado don de la filiación divina y alcanzarnos la libertad de los hijos de Dios, hoy Jesucristo manda hacer discípulos suyos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Cf.. Matth. 28, 19). Y para que puedan ser fieles a El y lograr así la vida eterna, El ordena a sus Apóstoles que instruyan a todas las gentes «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Ibíd. 28, 20).

4. Esa libertad de los hijos de Dios en Cristo —lograda mediante la liberación de la esclavitud radical del pecado— y la dignidad de todo hombre como imagen de Dios con destino eterno, arrastra y clama por la liberación de otras lacras de orden cultural, económico, social y político que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen serios obstáculos para que el hombre viva según su dignidad de hijo de Dios (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Nuntius, Introducción).

El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, es vuestro Dios y Padre. El ha estado siempre entre vosotros, aunque no le hayáis conocido desde siempre. En El se halla la raíz suprema de vuestra dignidad como hombres que El ama, que quiere ver cada vez más dignos, «para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (Redemptor Hominis, 13).

De ahí que debáis preocupares por un justo progreso en vuestra vida, por la defensa de vuestros derechos, pero haciéndolo como Cristo nos ha mandado (Cf.. Matth. 28, 20), nunca inspirados por el odio, sino por el amor. Por eso, al defender vuestros legítimos derechos no podéis considerar a nadie como enemigo.

Sé que tenéis sufrimientos; porque siendo poseedores pacíficos desde tiempo inmemorial de estos bosques y «cochas», veis con frecuencia despertarse la codicia de los recién llegados, que amenazan vuestras reservas, sabedores de que muchos de vosotros carecéis de títulos escritos en favor de vuestras comunidades, y que garanticen legalmente vuestras tierras. Conforme a las leyes del Perú y a vuestros derechos ancestrales, hago también mío el pedido hecho por vuestros obispos de la Selva, a fin de que se os otorguen —sin cargas ni dilaciones injustificadas— las titulaciones que os corresponden (Obispos peruanos, Epistula Apostolica, 32 de marzo de 1983).

Pero no podéis cerraros a los demás. Abrid las puertas a quienes se acercan a vosotros con un mensaje de paz y con las manos dispuestas a ayudaros. Entrad en comunicación con otras culturas y ámbitos más amplios, para enriqueceros mutuamente sin perder vuestra legítima identidad. Dejaos iluminar por el Evangelio que purifica y ennoblece vuestras tradiciones. No consideréis una pérdida el abandono de aquello que os alejaría de lo que Cristo enseña (Cf.. Matth. 18, 30) y, por tanto, de alcanzar una vida digna de los hijos de Dios. Por eso, como vosotros mismos lo tenéis experimentado, no puede verse como atropello la evangelización que invita con respeto a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre (Cfr. Discurso a los indígenas en  Quetzaltenango, 7 de marzo de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 626 ss.).

Defended, sí, vuestros bosques, vuestras tierras, vuestra cultura como algo que legítimamente os pertenece, pero sin olvidar la común condición de hijos de un mismo Dios, que repudia la violencia, la venganza, los odios. Ved en las otras razas, pueblos y gentes que comparten vuestro mismo cielo, ríos y bosques, lo que son de verdad: hermanos en Cristo, rescatados por su preciosa Sangre, llamados con vosotros a una convivencia en paz. Así también debéis ser apreciados vosotros por los demás: como hijos de Dios, miembros de la única Iglesia, hermanos entre hermanos.

5. En ese camino de elevación humana a la luz de Cristo, sé que reviste gran importancia, aunque menos aparente, el problema de la educación para vuestras comunidades nativas. No obstante el esfuerzo que realizan tanto los organismos públicos competentes, como las instituciones católicas y de otras denominaciones religiosas, falta a veces una digna y eficaz atención a las concretas necesidades educativas de las comunidades nativas.

En vuestra realidad existencial se da una pluralidad de culturas y grupos étnicos que son a la vez riqueza, problema y reto, como expresaron los obispos del Perú en su Carta pastoral de 1982 sobre «Formación integral de la fe dentro del contexto cultural y educativo peruano». Es a este reto al que debe responder la sociedad y la propia Iglesia en el Perú.

Por estas razones, pido a los gobernantes, en nombre de vuestra dignidad, una legislación eficaz, cada vez más adecuada, que os ampare eficazmente de los abusos y os proporcione el ambiente y los medíos necesarios para vuestro normal desarrollo.

6. Estos son los caminos hacía los que nos orientaba Nuestro Señor Jesucristo, al proclamar en Galilea las palabras que siguen obligando en cada época histórica: bautizad a todas las gentes «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Matth. 28, 20).

Con profundo amor hacía vosotros os exhorto también a no deteneros sólo en vuestra elevación humana y en las mejoras sociales. Esforzaos también por ser buenos cristianos y en observar los preceptos del Señor. Formaos en las exigencias morales y religiosas. No os dejéis llevar a la embriaguez. No sucumbáis al terrible e inmoral flagelo del consumo y tráfico de la droga. No olvidéis, sobre todo, el precepto distintivo del cristiano: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Io. 13, 34). El Papa os quiere felices, y para serlo es preciso decir no a todo lo que nos aparta de Dios, y decir sí a todo lo que el Señor nos pide guardar.

Para conocer y seguir mejor el camino cristiano, no olvidéis la explicación de la catequesis; asistid a la Misa dominical; acercaos a los sacramentos; rezad vosotros y enseñad a vuestros hijos las oraciones fundamentales que habéis aprendido, como el Padrenuestro, el Gloría, el Credo, el Avemaría; cuidad la formación y salud de vuestro espíritu, procurando conocer y practicar todo lo que el Señor nos ha mandado (Cf.. Matth. 28, 20).

Conozco asimismo, y me causa un profundo dolor, la insuficiente atención que podéis prestar a vuestra salud corporal por la falta de médicos y medíos para conservar sanas vuestras vidas. Por ello querría pedir al resto del país que no olvide esta zona, necesitada de tantos profesionales que impulsen su progreso espiritual y material (Cf. Libertatis Nuntius, XI, 14). Queda mucho por hacer en estas inmensas extensiones para bien de todos.

7. También a vosotros queridos colonos, que venís de otros lugares del Perú en búsqueda de nuevas tierras de cultivo, os invita Jesús a guardar todo lo que El os ha mandado (Cf.. Matth. 28, 20). Tenéis derecho a compartir el don de Dios que es la tierra, pero no olvidéis que ese derecho tiene un límite, que está donde empieza el derecho de los demás; y en primer lugar el de los nativos y ribereños, aunque no posean títulos legales, sí os consta que han sido tierras ocupadas desde hace tiempo por sus familias y comunidades. Demostrad con vuestra presencia y conducta el valor de la doctrina de la fe que por herencia habéis recibido de vuestros padres.

Quiero que sepáis que siento también vivo afecto por vosotros. Sé que muchos habéis dejado con dolor vuestras tierras de origen, para venir a tierras muy diferentes a buscar medíos de subsistencia, ante fenómenos de sequía o de agotamiento de los suelos. Que el legítimo afán por lograr vuestras aspiraciones no os haga olvidar vuestra riqueza interior: la fe y vuestras tradiciones religiosas y familiares.

La Iglesia os mira con profunda simpatía y espera mucho de vosotros en su tarea evangelizadora. Que el amor de la tierra os lleve siempre hacia Dios y hacia la ayuda a vuestros hermanos de la Selva, con quienes vais a convivir.

8. Al saludar ahora muy afectuosamente a los «ribereños», que constituyen la mayor parte de la población amazónica, vienen de nuevo a mi mente las palabras del Maestro: Id y haced discípulos a todos los pueblos, ensañándoles todo lo que yo os he mandado (Cf.. Matth. 28, 19 s.). En efecto, sé que entre vosotros hay no pocos laicos cristianos que han acogido con entusiasmo las palabras de Jesús. Son los que llamáis con el significativo nombre de «Animadores de comunidades cristianas», que comparten la responsabilidad de la catequesis y de la evangelización con vuestros obispos, sacerdotes y religiosas. Conozco cómo tratáis de vivir más plenamente la fe, comprometiéndoos con vuestras comunidades en todo lo que contribuye a su desarrollo y crecimiento, para hacerlas verdaderamente cristianas (Obispos peruanos, Epistula Apostolica, 8 de marzo de 1982).

Os expreso el vivo agradecimiento y aliento de la Iglesia en vuestro precioso trabajo, y confío en que vuestras comunidades se abrirán al llamado del Señor, que invita a sus hijos al pleno servicio eclesial, al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. Para esto, haced, que vuestras familias, santificadas por el sacramento del matrimonia, se conviertan en lugares de oración y de vida cristiana ―en iglesias domésticas―, donde sea posible escuchar la voz del Señor a través de la vocación sacerdotal y religiosa.

9. Por último, permitidme que en nombre de Cristo exprese mí más vivo reconocimiento a los misioneros y misioneras. Ellos, dóciles al mandato del Señor «id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Matth. 28, 19), han sido los pioneros de la fe, desde el padre Gaspar de Carvajal, venido como capellán de la expedición de Orellana, hasta nuestros días. Ellos, con el contacto humano respetuoso de vuestras culturas, os han predicado el Evangelio, aun a costa de grandes sacrificios; y con la prueba mayor de afecto que es dar incluso la vida por los amigos (Cf.. Io. 15, 13). ¡Cuántos de ellos, en tiempos pasados y recientes, han dejado aquí sus vidas! Desde el primer momento os buscaron en nombre del Señor, os defendieron en momentos de persecución y organizaron vuestra forma de vida y cultura. Las reducciones de Magnas, el ejemplo del padre Samuel Fritz y la obra de vuestros padres en la fe hoy, dan buen testimonio de ello. En ese sentido intenta moverse la Coordinación pastoral de la Selva y los esfuerzos del Centro Amazónico de antropología y aplicación práctica.

A vosotros, misioneros y misioneras de la Selva peruana, comenzando por los amados hermanos en el Episcopado, quiero expresaros todo mí aprecio, estima y aliento, por ser la avanzada de la Iglesia en la zona más difícil de comunicación y ambiente de esta tierra generosa. Gracias por vuestra entrega, gracias por vuestro abnegado sacrificio, gracias por vuestra vida de servicio eclesial y humano.

Sé de vuestros afanes por estudiar y encarnar el mensaje cristiano en la realidad misma de la vida de los naturales de esta Selva. Esa es la línea de inculturación —de la que hablé en otras ocasiones— (Cfr. Familiaris Consortio, 10) necesaria para que el Evangelio penetre, respetando y potenciando las culturas. Todo lo que hagáis en ese sentido será bienvenido en la Iglesia.

Recordad siempre que vuestra presencia aquí ― lo sabéis bien ― tiene como razón de ser el anuncio del Evangelio por voluntad de Jesucristo: «Id por todo el mundo predicando la buena noticia a toda la humanidad» (Marc. 16, 15). Sois misioneros, sacerdotes o religiosos que dais cumplimiento al mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes. Sois ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (Cf.. 1 Cor. 4, 1), sois religiosos antes que antropólogos, lingüistas o sociólogos. Sois mensajeros de amor y de unidad entre los pueblos y los diversos grupos lingüísticos. Por eso, en vuestra actuación toda, no os dejéis parcializar por ningún grupo y evitad que vuestra entrega a los más pobres os Leve al «servicio de causas que no son precisamente evangélicas, y llevan más bien la marca de colores políticos que desvirtúan la sublimidad de nuestra misión» (Obispos peruanos, Epistula Apostolica, 15 de marzo de 1982).

El mensaje que lleváis tiene entraña universal: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Io. 15, 15). Una meta de vuestra labor es conseguir la unidad de una población compuesta por seres humanos de tan diversas culturas, como sucede también entre vosotros que habéis dejado vuestras tierras lejanas tan dispares.

En la búsqueda de esa unidad irán surgiendo comunidades nativas, Iglesias jóvenes en plena comunión con sus Pastores y con la Sede Apostólica, que se unirán en la alabanza a Dios y en el amor a los hermanos. Iglesias que, como toda la Iglesia en el Perú no pueden cerrarse en sí, sino que han de abrirse —como prueba de madurez y generosidad— al impulso misionero también en otras partes. Estos son vuestros deseos, en esa dirección van vuestros esfuerzos y oraciones, por eso os empeñáis justamente en la obra de suscitar nuevas vocaciones. Sabed que a vuestras voces y plegaría se une la mía, para que prosigáis en la labor comenzada.

10. Al concluir esta visita, dedicada a todo el pueblo creyente de la Amazonia, dejo el Perú, tierra engarzada por santuarios dedicados ala Madre de Dios.

A Ella, a María, Reina de la Selva Amazónica, encomiendo las intenciones y necesidades de los responsables de la fe y pueblo todo de esta extensa área geográfica. Ella os proteja y acompañe. Ella os dé aliento y os haga sentir la gran serenidad y confianza que derivan de la Palabra de Jesús: Id, predicad a todas las gentes, bautizándolas. «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Matth. 28, 20).



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