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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DEL URUGUAY
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Lunes 14 de enero de 1985

 

Queridos Hermanos en el episcopado,

1. A través de las relaciones quinquenales y de los coloquios que he tenido con cada uno de vosotros, he podido familiarizarme con la realidad eclesial y humana en la que desempeñáis vuestra misión de Pastores. Me ha alegrado constatar que, a pesar de la falta de personal y de medios materiales suficientes, habéis logrado una presencia evangelizadora cada vez más acorde con las orientaciones del Concilio Ecuménico Vaticano II y de las Conferencias de Medellín y Puebla.

Con profundo gozo recibo hoy colectivamente a los sucesores de Monseñor Jacinto Vera, primer Obispo de Montevideo, cuyo espíritu eclesial se ha mantenido vivo en vosotros, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios en Uruguay. En este momento deseo aseguraros que en mi mente no está sólo presente vuestra misión pastoral, sino que en el centro de mi pensamiento están vuestras personas e intenciones, las dificultades y sacrificios tantas veces desconocidos, los momentos de soledad o la sensación de impotencia que, en vista de vuestro arduo cometido, puedan quizá insinuarse en vuestro espíritu. Ante ello, sabed que estoy junto a vosotros, que os acompaño con afecto fraterno, y que esto se traduce en frecuente recuerdo en la plegaria. En ella presento también al Señor las necesidades de todos los miembros de vuestras diócesis.

En este espíritu de amor eclesial quiero ahora adentrarme en algunas reflexiones que deseo hacer con vosotros, acerca de algunos puntos que considero oportunos para el bien de la Iglesia que peregrina hacia el Padre en Uruguay.

2. Para lograr el gran objetivo de una verdadera renovación en la fe de vuestros fieles, que los conduzca decididamente a tratar de implantar la civilización del amor en vuestra tierra, es necesaria la evangelización en profundidad de la cultura de vuestro pueblo. Porque, en efecto, la cultura tiene un poder mayor que todas las otras fuerzas.

La difusión, en vuestro país, de una concepción laicista de la sociedad, de la educación y de la cultura; el secularismo imperante en las concepciones ideológicas y morales, la visión no correcta del valor de la vida y de la estabilidad de la familia, constituyen un urgente llamado a aunar esfuerzos para crear una cultura siempre más acorde con los principios evangélicos.

No podemos olvidar que “lo esencial de la cultura está constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios, por los valores o desvalores religiosos. Estos tienen que ver con el sentido último de la existencia y radican en aquella zona más profunda donde el hombre encuentra respuesta a las preguntas básicas y definitivas que lo acosan” (Puebla, 389).

Y puesto que la religión o irreligión son inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura —familiar, económico, político, artístico, etc.— en cuanto los libera hacia lo trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente, no podemos dejar de comunicar con todos los medios el mensaje de Jesús, teniendo en cuenta a todo el hombre, tratando de alcanzarlo en su totalidad, a partir de su vocación divina a la comunión con Dios y la fraternidad universal con los demás hombres. Para ello hay que evangelizar “no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de una manera vital, en profundidad y hasta en sus mismas raíces, la cultura y las culturas del hombre” (Evangelii Nuntiandi, 20).

Sólo con esa evangelización podrá obtenerse que la visión cristiana de la realidad esté presente desde los primeros momentos en que la persona humana comienza a plantearse el sentido de la vida y de la historia humana; y podrá lograrse que el Evangelio transforme la conciencia de cada uno de los hombres y de la humanidad, orientando sus obras, sus proyectos, su vida entera y el contexto social en que se desenvuelven (Cfr. Gaudium et Spes, 58; Evangelii Nuntiandi, 18). Esa cultura engendrada por la fe es una gran tarea a realizar. Es la cultura que podemos llamar cristiana, porque la fe en Cristo no es un mero y simple valor entre los valores que las varias culturas describen, sino que para el cristiano es el juicio último que juzga a todos los demás, siempre con pleno respeto de su consistencia peculiar.

3. En esta acción de la Iglesia respecto de la cultura, tuvieron particular importancia y siguen teniéndola las Universidades Católicas. Por eso he visto con gozo la reciente fundación en Uruguay de la Universidad Católica Dámaso Antonio Larrañaga.

Es mi ferviente deseo que por medio de ella pueda hacerse pública, estable y profunda la presencia del pensamiento cristiano en los esfuerzos de promoción de la cultura superior. La Iglesia, en efecto, consciente de su misión salvífica en el mundo, auspicia la creación de centros de instrucción, incluida la superior, y quiere que sean florecientes y eficaces, para que a través de ellos el auténtico mensaje de Cristo no esté ausente del importantísimo campo de la cultura humana.

Confío, por ello, en que sabréis prestar a vuestra Universidad Católica —así como a la escuela católica en general que tiene tan importante cometido— el debido apoyo y aliento, para que cumpla adecuadamente su función, al servicio del pensamiento cristiano y de la causa de promoción integral del pueblo uruguayo.

4. No cabe duda de que para ejercer con mayor eficacia y adaptación a la realidad estas urgentes y delicadas tareas, necesitáis potenciar la dimensión colegial de vuestro labor como Conferencia Episcopal.

Es verdad que ésta no puede tomar el puesto que corresponde a cada Obispo, pastor inmediato y propio de la diócesis en nombre de Cristo (Cfr. Lumen gentium, 20. 23). Sin embargo, es evidente que la mutua colaboración de los hermanos dentro de la misma Conferencia es un eficaz medio para lograr un mayor bien de los fieles a escala nacional (Cfr. Codex Iuris Canonici, can. 447). Porque la problemática frecuentemente ampliada a nivel nacional, requiere estudios y orientaciones al mismo nivel, con la sincera colaboración de todos, con planteamientos que sean diáfanos y unitarios. Sólo así se guía oportunamente a los fieles, evitando confusiones y divisiones. Esto habrá de alentaros a estudiar conjuntamente con caridad, franqueza y humildad los problemas más graves, de tal modo que con la sincera colaboración de todos se logre una línea substancialmente común que facilite a cada uno el ejercicio de su propia función pastoral.

Es lógico que en vuestros documentos habréis de ocuparos ante todo de los temas referentes a la vida religiosa de vuestro pueblo, vista en su realidad concreta existencial, para proyectar sobre ella la luz del Evangelio, con todas sus exigencias y dimensiones, con visión no de técnicos sino de pastores.

En esa tarea, vivid profundamente la unión entre vosotros mismos, así como con el Sucesor de Pedro y con toda la Iglesia. Esa unidad entre vosotros se convertirá en el más poderoso motivo para promover la unidad entre vuestros sacerdotes, agentes pastorales y miembros todos de vuestras Iglesias particulares.

5. Quisiera ahora indicaros tres caminos para potenciar la unidad operativa y dinámica en vuestro ministerio pastoral.

Como Obispos sois la voz de Cristo en vuestro País. Sois maestros de la verdad. En una Iglesia servidora de la verdad, sois los primeros evangelizadores y ninguna otra tarea podrá eximiros de esta misión sagrada. Tendréis, pues, que velar para que vuestras comunidades avancen continuamente en el conocimiento y puesta en práctica de la Palabra de Dios, alentando y guiando incluso a los que enseñan en la Iglesia. Por ello, al promover la colaboración de los teólogos que ejercitan su misión específica dentro de la Iglesia, no podréis dejar de prestar el servicio del discernimiento de la verdad, dentro de la fidelidad debida al Magisterio de la Iglesia. Y, cuando fuera necesario, evitando magisterios paralelos de personas o grupos (Cfr. Puebla, 687).

Como Obispos tenéis también una precisa responsabilidad en campo litúrgico en cuanto pontífices y santificadores. Por ello habréis de procurar la promoción de la liturgia y la fructuosa celebración de la Eucaristía (Cfr. Lumen gentium, 22). Habréis de cuidar en ello el respeto a las normas de la Iglesia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, que nunca podrá dejarse a la mera iniciativa particular de personas o grupos que ignoran las orientaciones dadas por la Iglesia. A este propósito habréis de pensar si no ha llegado el momento de fijar normas definitivas y unitarias sobre la elección de textos y libros litúrgicos, de acuerdo con las indicaciones de la Santa Sede.

Como Obispos sois los servidores de la unidad. Con la sagrada potestad que os ha sido confiada en la ordenación episcopal, tenéis que suscitar la confianza y participación responsable de todos, creando en la diócesis un clima de comunión eclesial orgánica, sin renunciar a hacer uso de la función de gobierno —que es responsabilidad vuestra— en los asuntos que exigen una rectificación en la conducta o en la disciplina eclesiástica de personas o comunidades. Particularmente delicado puede ser el servicio del gobierno eclesial en momentos de efervescencia política, para que cada uno colabore debidamente en la construcción de la ciudad terrena, pero sin olvidar que “los pastores, puesto que deben preocuparse de la unidad, se despojarán de toda ideología político-partidista que pueda condicionar sus criterios y actitudes” (Puebla, 526). Sólo así podrán ser promotores de paz social, de reconciliación y convivencia democrática, dentro del debido interés por guiar moralmente la comunidad fiel hacia objetivos de mayor justicia social y de defensa y promoción de los derechos de cada uno, empezando por los más pobres.

6. En los últimos años habéis experimentado un significativo aumento de vocaciones en el Seminario Mayor. Me alegro de ello y os aliento a redoblar vuestros esfuerzos en ese campo, empezando por la promoción de las vocaciones a nivel de seminario menor. Al mismo tiempo, con el énfasis particular que merece este importante sector, os encarezco que cuidéis mucho la buena formación de los candidatos al sacerdocio. Los esfuerzos puestos en ello son trascendentales para la Iglesia.

Y para que las vocaciones encuentren el ambiente natural en el que puedan germinar y desarrollarse, cuidad con gran diligencia la importantísima pastoral de la familia. Insistid y orientad a vuestros sacerdotes, a fin de que pongan esa tarea apostólica entre sus prioridades absolutas. Con ello multiplicarán la eficacia de su apostolado, si logran hacer de cada familia una verdadera iglesia doméstica y un centro impulsor de evangelización de otras familias (Cfr. Familiaris consortio, 52-55).

Sé que os preocupa con frecuencia la disgregación familiar y la falta de claros criterios morales en ese campo. Por ello, trazad adecuados planes de acción, coordinados a nivel diocesano y nacional; abrid a los laicos la grandeza humana y cristiana de su misión; recordadles su deber de ser fieles al Magisterio de la Iglesia en el terreno de la paternidad responsable y de la procreación, siguiendo las normas contenidas en la encíclica “Humanae vitae”. Interesad en ello a vuestros sacerdotes, para que colaboren debidamente en esa tarea.

Con gran sentido pastoral, ayudad a los esposos cristianos en sus dificultades y problemas, a fin de que se sientan alentados siempre hacia el amor misericordioso de Jesús (Humanae vitae, 25) y hacia la integridad de la vida cristiana. Así podrán ser centros impulsores de vivencia plena del ideal cristiano y de contribución sólida al bien de la sociedad. Esta necesita tanto en Uruguay familias unidas, sanas moralmente, abiertas a los demás, creadoras de moralidad a todos los niveles, educadoras en la fe, respetuosas de los derechos de cada persona, empezando por el respeto a la vida de cada criatura, desde el momento mismo de su concepción. No dejéis, pues, de inculcar a este propósito la enseñanza constante de la Iglesia sobre la sacralidad de toda vida humana de la vida en todas las fases de su existencia.

7. Queridos Hermanos: Al concluir nuestro encuentro, os ofrezco estas reflexiones como vuestro hermano en la Sede de Pedro, como manifestación de profunda gratitud por lo que sois y lo que intentáis ser con la ayuda del Señor: un signo de esperanza en Cristo Jesús, fuerte y fecundo como el signo de la cruz, para poder ser ante el pueblo signo de Cristo resucitado. Porque es El, el crucificado-resucitado, quien comunica hoy mediante nuestro ministerio la gracia de la salvación a cada hombre.

Que la Virgen de los Treinta y Tres, Patrona del Uruguay, a quien veneráis con tanta devoción, os asista con la fuerza de la Pascua de su Hijo. Y que el Espíritu de Jesús os santifique en la fidelidad a vuestro sacrificado y celoso ministerio.

Con mi recuerdo en la plegaria por vosotros y vuestras comunidades de fe cristiana, imparto a todos con afecto la Bendición Apostólica.



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