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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
 

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS INDÍGENAS EN LA CIUDAD DE LATACUNGA

Jueves, 31 de enero de 1985

 

¡Alabado sea Jesucristo!
Amados hijos e hijas:

¡Pai Apunchic Jesucristo yupaichashca cachun!
Cuyashca churicuna, ushushicuna:

En esta antigua ciudad de Latacunga, me siento feliz de encontrarme entre vosotros como un padre en medio de sus hijos más queridos pero poco conocidos. Saludo con grandísimo afecto de padre a todos los coyapas, colorados, otavalos, panzaleos, natabuelas, cotacachis, caranquis, imbayas, carabuelas, tetetes, yumbos-alamas, shuaras, cofanes, chagchis, achuaras, salasacas, cañaris, saraguros, chibuleos, huaoranis o cucas y a todos los otros grupos menores. Veo aquí a tantos que han venido —muchos incluso a pie— desde las inmensas selvas orientales y de los grandes ríos de la costa, junto a los habitantes de esta hermosa sierra ecuatoriana. Vosotros me ofrecéis un espectáculo alentador con la policromía de vuestros vestidos, y sobre todo con vuestro amor ardiente a Jesús, cuyo humilde mensajero soy. Recibid en primer lugar mí más vivo agradecimiento por vuestra venida a este encuentro.

I. LOS VALORES INDIGENAS

1. Hace 450 años la fe en Jesucristo llegó a vuestros pueblos.

Ya antes, sin que vosotros lo sospecharais, Dios había estado presente, iluminando vuestro camino. El Apóstol San Juan nos lo dice: El Verbo, el Hijo de Dios, «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que llega a este mundo» (Io. 1, 9).

Fue El quien alumbró el corazón de vuestros pueblos, para que fuerais descubriendo las huellas de Dios Creador en todas sus criaturas: en el sol y en la luna, en la buena y grande madre tierra, en la nieve y el volcán, en las lagunas y en los ríos que bajan desde vuestras altas cordilleras.

¡Qué emoción la de vuestros padres, cuando, a la luz del Evangelio, descubrieron que ellos mismos vallan mucho más que todas las maravillas de la creación, porque ellos habían sido creados a imagen y semejanza de Dios, como retratos resplandecientes suyos! ¡Qué alegría la de vuestros padres, cuando supieron que el Gran Dios que había creado todo para el servicio de los hombres, ese mismo Dios había querido volverse cercano a nosotros en su Hijo Jesucristo, haciéndose hombre, para que nosotros llegáramos a ser hijos adoptivos de El! ¡Qué alegría para ellos conocer que todos los hombres somos hermanos, porque la vida de Jesús —Hijo de Dios— podemos tenerla también todos nosotros! Desde entonces, el espíritu de unidad y solidaridad, tan propio de vuestros pueblos, recibió más hondura y más fuerza.

Este espíritu de unión solidaria se manifiesta aún en muchas formas: en la alegría y el entusiasmo de vuestras mingas, en vuestras bellas fiestas, en la generosidad con que recibís a los forasteros, en el amor con que acompañáis a vuestros vecinos en sus penas. Así cumplís aquello que Dios nos pide en su Palabra diciendo: «Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran» (Rom. 12, 15). Esta unidad se muestra con gran riqueza en vuestras familias, unidas por la sangre o por el parentesco espiritual, y también en vuestras organizaciones, como las «comunas».

2. Desde antes de la evangelización había en vuestros pueblos semillas de Cristo: Estáis convencidos de estar unidos más allá de la muerte. Vuestros pueblos identifican el mal con la muerte y el bien con la vida; y Jesús es la Vida. Vuestros pueblos tienen un vivo sentido de justicia; y Jesús proclama bienaventurados a los sedientos de justicia (Cfr. Matth. 5, 6). Vuestros pueblos dan gran valor a la palabra; y Jesús es la Palabra del Padre. Vuestros pueblos son abiertos ala interrelación; diría que vivís para relacionares; y Cristo es el camino para la relación entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Todo esto son semillas de Cristo, que la evangelización encontró y debió luego purificar, profundizar y completar.

Desde el principio, sin daros cuenta, habíais adivinado también en vuestro corazón el gran deseo de Dios de que los hombres de todas las razas y culturas nos fuéramos uniendo en una sola comunidad de amor, en una inmensa familia, cuya cabeza es Jesús, cuyo Padre es el Padre de Jesucristo, cuya alma es el Espíritu Santo, Espíritu de Jesús y del Padre. Esa familia es la Iglesia, que tiene por Madre a la Virgen María.

3. Vuestros Obispos señalaron en Puebla (Cfr. Puebla, 409) que América Latina y, en ella, Ecuador tiene su origen en el mestizaje racial y cultural de España y de vuestros pueblos. Tal mestizaje es testimonio de grandeza espiritual, cuando es fuente de respeto mutuo entre los descendientes de ambas comunidades.

Los valores profundos de vuestras gentes no son realidades meramente folklóricas; son realidades vigentes (Cfr. ibid. 398), que habéis mantenido, no sin graves dificultades, a lo largo de siglos.

Esas realidades tan positivas, signo de robustez interior, hablan con más elocuencia que la de los vestigios de vuestras culturas encontrados en lugares como la Tolita, Manta, Pachusala, Angamarca e Ingapirca.

II. PROBLEMAS

1. Conozco las dificultades y sufrimientos que en vuestra historia pasada y presente habéis encontrado, y que a veces os ha hecho dudar de vosotros mismos y de vuestra identidad.

Sé también que numerosos misioneros, entre ellos Fray Bartolomé de las Casas, el Padre Vieira, el obispo Pedro de la Peña y otros, así como los miembros de diversos Concilios, lucharon en defensa de los derechos del indígena. Ellos hicieron oír su grito de denuncia ante las autoridades europeas; con tal energía que hombres de gran talento y corazón, como los Padres Vitoria y Suárez, se hicieron eco de estos reclamos, proclamando que los derechos humanos de vuestros pueblos estaban antes que cualquier otro derecho establecido por leyes humanas. Desde entonces el «derecho de gentes» es la medida de las cambiantes leyes positivas y el que urge la rectitud y eficacia de las mismas.

Vuestra comunidad se ha esforzado durante siglos por conservar sus valores y cultura. No se trata de oponerse a una justa integración y convivencia a nivel más amplío, que permita a vuestras colectividades el desarrollo de la propia cultura y la haga capaz de asimilar de modo propio los hallazgos científicos y técnicos. Pero es perfectamente legítimo buscar la preservación del propio espíritu en sus varías expresiones culturales. Así lo han interpretado vuestros Obispos en su documento sobre «Opciones pastorales».

2. Un grave problema del momento es que vuestra sociedad va perdiendo valores preciosos que podían enriquecer a otras culturas: se va debilitando el sentido religioso y se olvida a Dios; el sentido de la comunidad y de la familia, sobre todo porque os veis obligados a emigrar por falta de tierras y por la injusta relación entre agricultura, industria y comercio.

Hay otros peligros que os amenazan de muerte. Sólo mencionaré el del alcoholismo, que va destruyendo el vigor de vuestro pueblo. No se me oculta la complejidad del problema. Por eso, al invitares a una conducta moral que evite ese doloroso fenómeno, hago ala vez un llamamiento a cuantos pueden colaborar en ello, para que se combatan todas las causas que agravan o propician fenómenos de este género. Una lucha eficaz no podrá prescindir de combatir la desnutrición, el analfabetismo, la falta de vestido, de vivienda digna, de trabajo, la carencia de sanas distracciones; en una palabra, la marginación y lo que impide un horizonte de esperanza para la persona humana y el camino hacía su dignidad como tal.

III ANHELOS

Quiero ahora hacerme eco y portavoz de vuestros más profundos anhelos.

1. Ante todo, vosotros queréis con razón ser respetados como personas y como ciudadanos. La Iglesia hace suya esta aspiración, ya que vuestra dignidad no es menor que la de cualquier otra persona o raza. En efecto, todo hombre es nobilísimo, porque es imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen. 1, 26-27). Y Jesús quiso identificarse tanto con el hombre, especialmente con los pobres y marginados, que declaró que todo lο que se hace o se deja de hacer a cualquiera de estos hermanos, a El se hace o se deja de hacer. Por ello nadie puede preciarse de ser verdadero cristiano, sí menosprecia a los demás a causa de su raza o cultura. San Pablo escribía: «Todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo» (1 Cor. 12, 13). Una realidad que debe concretarse en la vida personal y social.

Los más conscientes, de vosotros anheláis que sea respetada vuestra cultura, vuestras tradiciones y costumbres, y que sea tomada en cuenta la forma de gobierno de vuestras comunidades. Es una legítima aspiración que se inscribe en el marco de la variedad expresiva del espíritu humano. Ello puede enriquecer no poco la convivencia humana, dentro del conjunto de las exigencias y equilibrio de una sociedad.

2. A este propósito, deseo alentar a los sacerdotes y religiosos a evangelizar, teniendo bien en cuenta vuestra cultura indígena; y a acoger con alegría los elementos autóctonos de los que ellos mismos participan. En esa línea hago mío el pedido que vuestros Obispos hicieron en Puebla: «Que las Iglesias particulares se esmeren en adaptarse, realizando el esfuerzo de un trasvasamiento del mensaje evangélico al lenguaje antropológico y a los símbolos de la cultura en que se inserta» (Puebla, 404).

Pero aunque la Iglesia respeta y estima las culturas de cada pueblo, y por tanto las de vuestros grupos étnicos; aunque trata de valorizar todo lo positivo que hay en ellas, no puede renunciar a su deber de esforzarse por elevar las costumbres, predicando la moral del Decálogo, la más alta expresión ética de la humanidad, revelada por Dios mismo y completada con la ley del amor enseñada por Cristo. Considera a la vez un deber tratar de desterrar las prácticas o costumbres que sean contrarías a la moral y verdad del Evangelio. Ella, en efecto, ha de ser fiel a Dios a y a su misión. «Por lo cual, no puede verse como un atropello la evangelización que invita a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre» (Ibid., 406).

3. Vosotros, como parte del mundo campesino latinoamericano al que pertenecéis, amáis la tierra y queréis permanecer en contacto con ella. Vuestra cultura está vinculada a la posesión efectiva y digna de la tierra.

Sé que desde hace años está en marcha una reforma agraria, en la que ha tomado una digna parte la Iglesia en Ecuador. Quiero alentar esa laudable iniciativa, que a la luz de la experiencia habrá de ir corrigiendo las deficiencias, para ir completándose con el debido asesoramiento técnico, con la ayuda mediante otros medíos económicos, con el respeto de la integración comunitaria tan propia de vosotros, para hacer también posible un mejor rendimiento y la posterior comercialización de los productos.

El irrenunciable respeto a vuestro medio ambiente, puede a veces entrar en conflicto con exigencias como la explotación de recursos. Es un conflicto que plantea a numerosos pueblos un verdadero desafío, y al que hay que hallar caminos de solución que respeten las necesidades de las personas, por encima de las solas razones económicas.

En el camino de vuestra promoción, vosotros anheláis ser los gestores y agentes de vuestro propio adelanto, sin interferencias de quienes querrían lanzaros hacia reacciones de violencia o manteneros en situaciones de inaceptable injusticia. Queréis tomar parte en la marcha de vuestra nación, hombro a hombro con todos vuestros hermanos ecuatorianos y en efectiva igualdad de derechos. Es una justa e irrenunciable aspiración, cuya realización fundamentará la paz, que ha de ser fruto de la justicia. En ese proceso, recordad siempre que Jesús nos llama a la paz, que El es nuestra paz (Cfr. Eph. 2, 14). Sólo en El, con El y por El la conseguiréis de verdad.

4. Por lo que se refiere a vuestro puesto en la Iglesia, ella desea que podáis ocupar el lugar que os corresponde, en los diversos ministerios, incluso en el sacerdocio. ¡Qué feliz día aquel, en que vuestras comunidades puedan estar servidas por misioneros y misioneras, por sacerdotes y Obispos de vuestra sangre, para que junto con los hermanos de otros pueblos, podáis adorar al único y verdadero Dios, cada cual con sus propias características, pero unidos todos en la misma fe y en un mismo amor.

Me alegra profundamente que todos estos anhelos vuestros hayan sido recogidos en las Opciones Pastorales, que vuestros Obispos se trazaron, después de oír los diversos sectores del pueblo de Dios: el anhelo de comunión y participación en las relaciones con Dios, en las relaciones entre personas y en las relaciones con el mundo (Opciones Pastorales, 81).

Quiero confiar esos deseos y necesidades a María Santísima, la Madre que desde el principio de la evangelización dejó sentir su protección especial para vosotros. Ella ha sido amada bajo diversos nombres: Virgen de Las Lajas, del Cisne, del Quinche, la Dolorosa, la Virgen de Agua Santa de Baños, de Macas, del Rocío, de la Nube, de la Merced, del Carmen, de la Elevación, del Guayco, de La Paz. Tenedla siempre por Madre y recurrid a ella con amor de buenos hijos.

IV. DESPEDIDA

Queridos hijos e hijas, que habéis venido a encontrares con el Sucesor del apóstol Pedro: estoy contento de haber podido estar con vosotros. Siento no poder prolongar la alegría de este encuentro, pero os aseguro que os llevo en mi corazón.

Sé que me vais a pedir que entregue la Biblia a las comunidades cristianas de vuestros pueblos. Con la alegría de saber que la Iglesia en Ecuador ha editado 200.000 ejemplares de la Biblia en ocasión de mi visita, deseo confiar la Palabra de Dios a vuestros animadores, catequistas, misioneros y lectores acólitos, para que, unidos a sus Obispos y sacerdotes, la comuniquen a sus comunidades como fuerza de fe, de esperanza cristiana, de libertad, de amor, de justicia y de paz.

Antes de dejarles, llegue mí voz de aliento y gratitud a todos los que os sirven con amor: al Obispo de esta diócesis de Latacunga, a los otros Obispos, sacerdotes, religiosas, seglares que, con diversos nombres, entregan su vida a procurar vuestro bien.

Os reitero mi agradecimiento, porque con vuestras autoridades y vuestro Comité habéis acogido tan cordialmente a mí y a tan numerosos hermanos.

— Cuscigiámi cání cancunáuan tupariscpa,
giachími cáni mana asctáuan sciúiai
uscianíciu.

(Estoy lleno de felicidad en este encuentro,
con vosotros y siento mucho no poder
prolongarlo).

— Súmac camáric cúnamánta gnucáman
cuuasckanghícic «pai sciungúa» níní.

(Os agradezco por los hermosos
obsequios que me habéis dado).

— Tandanacúscka puringhícic chiscpiríscka
cangápac Díuspac guaguacúna scína,
Cristúpi uáuchipáni scína tucungápac.

(Caminad unidos, para ser libres
como hijos de Dios
y como hermanos en Cristo).

— Papa Santúpac sciungúpac cancanáman
uignaípac cuciugiámi tian.

(Con su corazón el Papa
siempre está cerca de vosotros).

 



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