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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE SENEGAL ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 19 de junio de 1986

 

1. Constituye para mí una alegría recibir al nuevo Representante de Senegal y agradezco a Su Excelencia las palabras profundas y elevadas con las que ha querido inaugurar su misión como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede.

Sois aquí el intérprete de los sentimientos de Su Excelencia el Señor Abdou Diouf, Presidente de la República, cuyo saludo acojo agradecido y al que presento, a través de usted, mis mejores votos por su persona y por el País cuyos destinos preside.

2. Es cierto que las relaciones diplomáticas de Senegal con la Santa Sede tienen ya una larga tradición y están llenas de significado y de utilidad.

Por una parte, se trata de ayudar a la comunidad católica a encontrar o a mantener el modus vivendi adecuado a su fe, con los medios que aseguren la formación religiosa de los fieles, el culto que dan a Dios y el testimonio original de sus convicciones, en el respeto a las otras comunidades religiosas. Me apresuro a añadir que el Estado senegalés se honra por el cuidado que manifiesta para que esta fe sea respetada. Los católicos constituyen, ciertamente, una minoría; pero usted mismo, Señor Embajador, ha subrayado su participación activa y desinteresada en el desarrollo cultural y social de su País mediante sus escuelas, sus centros de formación femenina, sus obras de asistencia y de cuidados sanitarios. Puesto que se trata de un servicio que beneficia de forma tan amplia al pueblo senegalés, la Iglesia desea poder contar siempre no sólo con la benevolencia, sino también con la ayuda sistemática del Gobierno.

Por otra parte, las relaciones diplomáticas entre 1a Santa Sede y la República de Senegal pretenden, también, contribuir a la afirmación y a la puesta en práctica de los ideales de paz y de progreso que animan a los responsables políticos de la Nación, tanto en lo referente al bien común que desean asegurar en el interior a todas las poblaciones del País, aún más, en las relaciones internacionales donde Senegal desempeña un papel muy activo.

3. Por lo que respecta a la vida en sociedad del pueblo senegalés, la Santa Sede, respetando plenamente las competencias de la autoridad civil a la que incumben los negocios temporales y el desarrollo cultural de la Nación, ve con interés la preocupación del Estado por mantener el espíritu de tolerancia, armonía y cooperación entre los diferentes elementos que componen la Nación en el plan étnico y religioso. Espera que, de forma especial en un terreno tan importante como la educación, se mantenga siempre la preocupación por asegurar una formación humana que respete el pluralismo de las convicciones religiosas. Conoce asimismo, y aprecia vivamente la importancia que concede el Gobierno a la democracia, la expresión de las propias opiniones, la libertad, la participación de todos los ciudadanos. La Santa Sede, con la Iglesia en Senegal, está dispuesta, en fin, a alentar esta participación responsable, favoreciendo sobre todo la adquisición de competencia cultural y técnica por parte de los ciudadanos, la educación en el sentido de la lealtad y el espíritu de servir, la búsqueda del desarrollo y de la justicia para todos, con el fin de que se asegure y promueva el bien común para el progreso humano y espiritual de todos los ciudadanos, con una atención especial para los grupos más desamparados.

4. Por otra parte, Su Excelencia ha subrayado el papel internacional de la Santa Sede, que responde perfectamente a su misión universal. En este sentido, las palabras dignidad, libertad, justicia, fraternidad, paz, son tanto para la Santa Sede como para Senegal, no sólo ideales valiosos, sino exigencias de acción que hay que afrontar diariamente.

La Iglesia fundamenta su actividad sobre todo en la dignidad inviolable que posee toda persona ante Dios y ante sus hermanos, con los correspondientes derechos y deberes, así como en la dignidad de los pueblos y naciones que tienen el derecho de vivir con fidelidad a su historia y a su cultura, con una apertura razonable a los demás y a todo lo universal y, por último, en la solidaridad que une a toda la familia humana y que impide asistir indiferentes a la destrucción de ciertos pueblos por la guerra o el hambre. La Fundación Juan Pablo II para el Sahel, destinada a reparar o a prevenir los males de la sequía, es un ejemplo de esta solidaridad.

No sólo hay que hacer todo lo posible para que los países arreglen sus diferencias a través de tentativas de negociaciones, de acuerdos leales y justos, y no por el recurso a conflictos armados, sino que se trata de crear condiciones que permitan que cada pueblo se desarrolle, haga frente a las necesidades primordiales de subsistencia alimenticia y de higiene. Para ello, es preciso establecer una solidaridad efectiva entre el Norte y el Sur, así como eliminar lo más posible los males de todo tipo que impiden una vida digna y el progreso. En mi discurso ante los diplomáticos en Yaundé, el 12 de agosto del  año pasado, enumeré algunos de los males que sufre el continente africano.

5. Ahora bien, todo el mundo sabe que Senegal siente estas preocupaciones por el servicio de los países de África. En su condición de Presidente de la Organización para la Unidad Africana, el Excelentísimo Señor Abdou Diouf ha vuelto a dar testimonio de ello recientemente en Nueva York en el curso de la sesión extraordinaria consagrada a la economía africana. La Santa Sede sigue también con atención la solución del problema del endeudamiento de los países africanos, que desean justamente una moratoria, la escasez de la producción agrícola y, en general, de los recursos que serían de primera necesidad para los africanos, la urgencia de apostar por el desarrollo y no por la búsqueda de una superproducción inútil y peligrosa de armamentos, en una palabra, la voluntad de reorientación económica del continente que debería hacerse realidad en los próximos años.

Cada cual debe medir lealmente sus responsabilidades en este terreno: los países favorecidos de los otros continentes, que sin duda no se preocupan lo suficiente por la equidad de los intercambios; y también los países africanos, que deben saber unirse mejor, evitar agotarse en los conflictos o guerrillas fratricidas, hacer frente al problema de tantos refugiados, eliminar los atentados a los Derechos humanos, superar la discriminación racial a la que vuestro País es justamente muy sensible, comprender que las soluciones violentas, alimentadas por el odio o por el miedo, son fatales, y en definitiva indignas del hombre. Sin embargo, sigo estando persuadido de que el alma africana, a la que son familiares el sentido religioso y cierto sentido de la solidaridad, tendrá recursos de sabiduría humana, moral y espiritual para superar estas dificultades. Es preciso que cada país, a pesar de sus debilidades y dificultades, sea alentado a hacerlo, con confianza y firmeza al mismo tiempo, a fin de que asuma o vuelva a asumir con honor el papel que les corresponde en la mesa de la solidaridad: ¡Bienaventurados los países que se dedican a esta obra de paz!

6. Como ha subrayado Su Excelencia, la paz es un don de Dios. La Iglesia católica, los cristianos en general, y me atrevo a decir que todos los creyentes auténticos, todos los que buscan sincera y humildemente la voluntad de Dios, hacen lo posible por encontrar la solución mejor, la más provechosa, la más humana, la más duradera a sus difíciles problemas, aunque parezcan insolubles. El padre Daniel Brottier, que amó tanto a vuestro País, y que no pudo continuar desempeñando allí su ministerio, a pesar de que lo habría deseado, decía: «El valor propio del hombre es el espiritual. Nuestra situación económica, social, puede cambiar; nuestro valor personal, intelectual y moral permanece y permanecerá». Dios merece ser adorado y amado en primer lugar por ser Él quien es; es Él quien garantiza nuestros Derechos humanos, quien sensibiliza nuestra conciencia hacia todos sus deberes, quien le da el gusto y la fuerza para el bien. No se puede invocar a Dios sin sentirse transportado a respetar y amar al prójimo, sin que uno intente ver en los demás a hermanos, sin respetar y promover el puesto que ocupa cada cual en el plan de Dios.

La Iglesia desea contribuir, por su parte, a esta elevación espiritual de las conciencias. La actividad de la Santa Sede se inspira en ella. Sé que también usted, Señor Embajador, es muy sensible a ella. Deseo que, con usted, las relaciones entre la Santa Sede y Senegal, se revelen lo más fecundas posibles. Usted encontrará aquí todo el apoyo que pueda desear para esta misión de paz. Por mi parte, pido al Altísimo que colme de bendiciones a vuestra persona, a los dirigentes de vuestro País y a todo el pueblo senegalés.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 32, p.8.



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