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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 8 de enero de 1987

 

Señor Embajador:

Es un gran placer para mí saludarle hoy aquí al presentar usted sus Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos de América. Usted viene para continuar y para construir sobre el trabajo que fue iniciado por su estimado predecesor. Le doy mi más cordial bienvenida y ofrezco mis oraciones y mis mejores deseos para que pueda desempeñar con éxito su misión

Un objetivo fundamental de las relaciones diplomáticas es el fomento de ese espíritu de comprensión que resulta esencial para la verdadera justicia y la auténtica paz en el mundo. Conforme a la misión de la Iglesia, la Santa Sede toma parte en este foro privilegiado de diálogo no con fines políticos, sino con miras a servir los principios y valores que constituyen la base del bien común de toda la familia humana.

En su calidad de Representante diplomático de los Estados Unidos, usted actúa como portavoz de los principios, iniciativas y programas de su Gobierno. Al mismo tiempo, representa a todo el pueblo de su País, con su rica diversidad de tradiciones culturales y étnicas. Por esto, al darle hoy la bienvenida, quiero expresar mis más cordiales saludos a sus queridos compatriotas. Agradezco a la Divina Providencia el haberme permitido realizar una visita pastoral a los fieles católicos de su País, y pienso con ilusión y alegría en la visita al Sur y al Oeste de los Estados Unidos que realizaré más adelante durante este año.

En mi mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1987, puse de relieve dos elementos claves de la paz: el desarrollo y la solidaridad. Mis reflexiones se basan en el hecho de que todos somos miembros de la misma y única familia. Esto significa que independientemente de lo que nos pueda separar o dividir, lo que nos une es mucho mayor y mucho más esencial. Somos hermanos y hermanas en una humanidad compartida por todos. La tarea que se nos presenta consiste, por tanto, en aceptar con profundo respeto y con apertura las diferencias de lengua, raza, cultura y credo de los demás. Y, al mismo tiempo, debemos recordar siempre lo que nos une: nuestra naturaleza humana. Sobre esto hemos de construir nuestro futuro.

En el fomento de una solidaridad eficaz, los Gobiernos desempeñan un papel crucial por medio de los planes de acción y de los programas que aprueban. La solidaridad auténticamente humana se basa en la igualdad fundamental de todos los hombres y mujeres. Por lo tanto, cualquier plan de acción público debe proteger la dignidad básica y los Derechos Humanos de cada persona o de cada grupo de personas, desde el niño por nacer hasta los miembros más ancianos de la sociedad. Además, los programas gubernamentales pueden contribuir de manera significativa al desarrollo de unas relaciones humanas abiertas y honestas, y al establecimiento de fuertes lazos dentro de las familias y de las comunidades. Esto no supone ignorar las auténticas diferencias raciales, lingüísticas, religiosas, sociales y culturales que existen entre los pueblos, ni tampoco minimizar las grandes dificultades que conlleva el superar las divisiones e injusticias que existen registran desde hace tiempo. Debemos tener constantemente ante nuestros ojos esos elementos que nos unen, esos auténticos valores humanos que poseemos en común.

Estoy seguro que tales preocupaciones encontrarán una pronta respuesta en su País, en relación con la solicitud pastoral mostrada por los obispos católicos de los Estados Unidos ante las necesidades de los sectores menos prósperos de la sociedad de su País, y ante las necesidades del gran número de miembros de toda la familia humana que viven en la miseria. Problemas de tanta importancia y urgencia no pueden dejar de exigir un examen de conciencia que se base en un código moral objetivo.

Sé que su País se ha comprometido siempre intensamente a ofrecer ayuda a los necesitados. Como usted ha subrayado, el pueblo americano ha acogido a numerosos refugiados llegados a sus costas, y al mismo tiempo ha tendido la mano a los pobres de otras naciones con una preocupación fraterna. Este gran historial de generosidad y comprensión merece la admiración de todos.

A la vez, es obvio que muchos emigrantes que fueron recibidos con hospitalidad en su País, hayan contribuido por su parte en gran medida al desarrollo humano, social y civil de la Nación americana. Con un notable esfuerzo moral por parte de todos, los grupos étnicos de orígenes muy diversos han forjado una sociedad unida con unos ideales comunes de tolerancia, respeto mutuo y armonía. Tal esfuerzo moral no debería disminuir nunca, sino que debería desarrollarse y crecer constantemente, inspirándose en la fe en Dios y en una solidaridad auténticamente humana.

Ciertamente el problema de los refugiados no se ha solucionado. Sigue siendo un problema fundamental de nuestro tiempo. Por esto me alegro de que la Organización de las Naciones Unidas haya señalado 1987 como Año Internacional de los que no tienen casa. Al llamar la atención sobre esta importante preocupación, las Naciones Unidas, nos han recordado también la necesidad de una renovada colaboración entre los Gobiernos de todos los países, con la asistencia de las Organizaciones Internacionales y de las Instituciones no gubernamentales.

En todos estos esfuerzos, la Diplomacia y el diálogo desempeñan un papel clave. Usted y sus colegas podrán contribuir de manera significativa a aliviar los sufrimientos de millones de personas que no tienen dónde vivir y que carecen los medios esenciales para llevar una vida humana decente. Ésta es una de las muchas formas con que la Diplomacia sirve al bien común de la Humanidad.

Señor Embajador: espero que su misión en el Vaticano sea útil y satisfactoria para usted. Que Dios le ayude en sus esfuerzos. Y yo invoco las bendiciones de paz y armonía sobre todo el querido pueblo de los Estados Unidos de América.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.11, p.22.



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