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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II
CON SACERDOTES, RELIGIOSOS, DIÁCONOS Y SEMINARISTAS

Catedral de Lima 
Sábado 14 de mayo de 1988

 

Amadísimos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas:

“Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús Señor nuestro” (2Tm 1, 2). 

1. En tiempos pasados, los Pastores de almas de la provincia eclesiástica de Lima extendían su actividad ministerial desde territorios centroamericanos hasta una parte septentrional de las actuales Argentina y Chile, anunciando el mensaje salvador del Señor, Jesús, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 4).  Hoy, siglos después, con ocasión del V Congreso Eucarístico y Mariano, hermanos venidos de los seis países bolivarianos, os encontráis fraternalmente unidos, en esta catedral, sede de eximios Pastores, como Santo Toribio de Mogrovejo, para dar público testimonio de vuestra fe cristiana que os une por encima de las fronteras y para proclamar vuestra secular devoción a Jesús-Eucaristía, así como vuestro amor filial a María Santísima.

Esta devoción y este amor son realidades efectivas que impulsan y animan la preparación del V centenario de la evangelización de América, esto es, de la llegada venturosa de “la Buena Nueva” (Mc 16, 15) a este nuevo continente.

2. “Nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús” (2Tm 1, 9). Así escribe el Apóstol Pablo a su querido discípulo y hermano Timoteo, recordándole el origen divino de su vocación. Con estas mismas palabras quiero dirigirme hoy, en primer lugar, a vosotros amadísimos hermanos en el sacerdocio, invitándoos a dar gracias y a profundizar en el alcance, exigencias y permanente actualidad de nuestra vocación sacerdotal.

El sacerdote –como bien sabéis– “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1).  A esto se añade, amadísimos hermanos, el deber insoslayable de hacer fructificar en nuestra vida “el carisma de Dios” (2Tm 1,6)  recibido en virtud de “aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza” (Presbyterorum Ordinis, 2). 

Nuestra vocación sacerdotal es siempre joven, siempre actual porque se alimenta sin cesar en la siempre nueva savia de la gracia de Dios; de ahí que nuestra respuesta haya de rejuvenecerse constantemente a lo largo de nuestra vida. Por este motivo, os exhortaba en mi anterior visita a “renovar vuestra entrega a Cristo” (Alocución a los sacerdotes, religiosos y laicos peruanos, 1 de febrero de 1985), y hoy os invito a seguir el consejo que daba San Pablo a su discípulo Timoteo: “Por eso te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tm 1,6). 

3. La misión sacerdotal tiene como núcleo distintivo la celebración de la Eucaristía donde, los sacerdotes, “obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1Co 11, 26), el único sacrificio del Nuevo Testamento”(Lumen gentium, 28). 

En consecuencia la misión de todo sacerdote alcanza su plenitud de sentido en la celebración de la Santa Misa y así todo vuestro trabajo conduce a ella, pues la Eucaristía “aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica” (Presbyterorum Ordinis, 5). 

Esta misma intimidad personal con Jesucristo se acrecienta también acudiendo a El con frecuencia en el Sacramento de la reconciliación, del que todos necesitamos. No somos sólo administradores y pregoneros del sacramento del perdón, sino a la vez, penitentes y receptores de esta gracia sacramental que cura las heridas de nuestros propios pecados y robustece nuestra unión con Dios. El hecho de vuestro propio ejemplo en la frecuencia de la confesión, será estímulo para que muchas almas se acerquen a la misericordia de Dios, hecha visible en la penitencia.

“No te avergüences, pues, del testimonio que has de dar de nuestro Señor” (2Tm 1, 8), continúa exhortando San Pablo a Timoteo. La identificación con Cristo, que culmina en la Eucaristía, debe prolongarse y desplegarse a lo largo de cada jornada hasta conseguir que toda la vida del sacerdote sea una fiel imagen del Señor. Todo en vosotros –la mirada, los gestos, la actitud servicial y siempre caritativa, la práctica de la virtud cristiana de la pobreza, el uso del signo externo que os distingue ante los fieles– ha de evocar a Cristo y ha de ser edificante para las almas que os han sido confiadas.

4. “Doy gracias a Dios, a quien... rindo culto... continuamente, noche y día... en mis oraciones” (2Tm 1, 3). 

Para ir asumiendo conciencia, cada día más gozosa y ilusionada, los sacerdotes han de imitar también el diálogo continuo, que el mismo Jesús mantenía con su Padre Dios.

En la oración, a la vez que meditamos detenidamente los misterios de Cristo Jesús, hemos de buscar sin subterfugios la voluntad de Dios para reflejarla en las tareas pastorales, poniendo en manos del Altísimo los frutos del trabajo. Asimismo hemos de pedir insistentemente la ayuda divina para aquellos que han sido confiados a nuestra solicitud de Pastores, dando gracias por los beneficios recibidos y expiando también por nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres.

A través de la oración, se va profundizando gradualmente esa especial amistad a la que, en un cierto sentido, tenemos derecho, en consideración del misterio del Cenáculo (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988).  Una amistad que compromete; una amistad que “deberá infundir un santo temor, un mayor sentido de responsabilidad, una mayor disponibilidad para –con la ayuda de Dios– dar de sí todo lo que se pueda” (Ibíd.).  Una amistad que desterrará de vuestras almas toda posible tentación de soledad, toda ocasión de abandonar vuestra vocación específica para emprender caminos que no son los vuestros.

5. Ese clima de amistad os ayudará a valorar el celibato, en su genuino significado, como un don de Dios que “no todos son capaces de entender..., sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido” (Mt 19, 11). Al ser un don excelso, “la continencia por el reino de los cielos lleva sobre todo la impronta de la semejanza a Cristo que, en la obra de la Redención, ha hecho El mismo esta elección por el reino de los cielos” (Audiencia general, n. 1, 24 de marzo de 1982).  Don que, libremente aceptado y fielmente vivido, configura al sacerdote con la vida de Cristo Redentor.

Por el celibato, en efecto, “los presbíteros se consagran a Cristo por una nueva y eximia razón” (Presbyterorum Ordinis, 16), y pueden dedicarse más libremente –con un corazón indiviso– al servicio de Dios y de los hombres (cf. Ibíd.). La perfecta continencia por el reino de los cielos hace posible la “paternidad en el espíritu..., característica de nuestra personalidad sacerdotal, que expresa precisamente la madurez apostólica y la fecundidad espiritual” (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988). 

En este Año Mariano, nuestra opción sacerdotal, consciente y decidida, por el celibato para toda la vida, la vamos a dejar depositada amadísimos hermanos, en el Corazón de María. “Debemos recurrir a esta Madre-Virgen cuando encontremos dificultades en el camino elegido. Debemos buscar, con su ayuda, una comprensión siempre más profunda de este camino, la afirmación siempre más completa de él en nuestros corazones” (Ibíd.). 

6. “Nuestro Salvador Cristo Jesús... ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio” (2Tm 1, 10). Y vosotros habéis sido hechos copartícipes de esta irradiación de la luz de vida. La vocación sacerdotal es, sobre todo, una vocación de servicio abnegado a los demás, que busca solamente la gloria de Dios.

El primer servicio que habéis de prestar es precisamente a vuestros hermanos en el sacerdocio. Los sacerdotes no somos personas confirmadas en gracia, orientadas indefectiblemente al bien y incapaces de obrar el mal. El sacerdote necesita, igual que los demás cristianos, los auxilios espirituales: los sacramentos, la oración, el ejemplo, el consuelo, el aliento y la ayuda, tanto espiritual como material.

La fraternidad sacerdotal es vuestro deber primordial y compromiso. “Los presbíteros –exhorta el Concilio Vaticano II– estén unidos con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración, y de una cooperación que abrace y comprenda todo” (Presbyterorum Ordinis, 8). El genuino espíritu fraterno os llevará felizmente a atender con solicitud ejemplar a vuestros hermanos sacerdotes cuando estén afligidos por la enfermedad, por la pobreza extrema o por la soledad, cargados con las labores excesivas o cuando el peso de los años haga más fatigoso el trabajo apostólico.

Vuestros solícitos cuidados han de encaminarse sobre todo a buscar su bien espiritual. La oración y la entrega sin limites a las almas serán, como siempre, los medios que se deben emplear: rogando a Dios sin cesar unos por otros y ofreciéndoos mutuamente el testimonio de una vida sacerdotal a todas luces edificante. Particular atención os deben merecer las situaciones de un cierto desfallecimiento de los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerden íntegramente con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Es entonces el momento de brindar, junto con el calor de la fraternidad, la actitud firme del hermano que ayuda a su hermano a sostenerse en pie.

Si bien el Sacerdocio de Cristo es eterno (cf. Sal 110[109], 4; Hb 5, 6),  la vida del sacerdote es limitada. Cristo quiere que otros perpetúen a lo largo de los tiempos el sacerdocio ministerial por El instituido. Por esto, es preciso que mantengáis dentro de vosotros y a vuestro alrededor la inquietud por suscitar, secundando la gracia del Espíritu Santo, abundantes y selectas vocaciones sacerdotales entre los fieles. La oración confiada y perseverante, el amor a la propia vocación y una dedicada labor de dirección espiritual entre la juventud os permitirán discernir el carisma vocacional en las almas de los que son llamados por Dios.

7. San Pablo, en la lectura que hemos escuchado, dice también a Timoteo que el Señor “no nos dio a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (2Tm 1, 7). El sacerdote, sólidamente unido a Cristo, sale al encuentro de los demás hombres. Cuando recuerdo mi visita anterior a estas tierras llenas de historia, os veo en las primeras filas al servicio a la Iglesia en el corazón de las grandes selvas, en las amplias pampas y en las punas frías de las alturas, en los cálidos valles y desiertos costeños, y en las modernas y intrincadas urbes. Os veo siempre y en todo lugar como portadores de vuestra especifica vocación, dispensadores de la gracia de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Os veo como sacerdotes de Cristo, unidos a vuestros obispos, colaborando con ellos, como artífices de la comunión eclesial, para proclamar fielmente la Buena Nueva de la salvación en Cristo y para construir un “mundo mejor” (cf. Populorum progressio, 65),  una sociedad renovada de acuerdo con los auténticos valores evangélicos y humanos, según el plan Creador y Redentor de Dios, edificando así la civilización del amor.

Con un corazón imbuido de este carácter sacerdotal, debéis recordar siempre que estáis llamados a ser administradores y dispensadores de los misterios de Dios. Lo sois, de manera especial, del Pan de la Eucaristía y de la vida misma de Dios por la que somos hijos suyos en Cristo; sois artífices de paz y reconciliación por el sacramento del perdón, al que debéis consagrar tiempo y esfuerzo abundantes, como parte importante de vuestra misión; sois educadores del sentido cristiano del matrimonio; sois portadores de consuelo, serenidad espiritual y salud por el sacramento de la unción de los enfermos. En una palabra, sois ministros de “la Palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos..., y manifestado ahora a sus santos” (Col 1, 25-26);  por consiguiente, debéis procurar que ese misterio de Cristo llegue íntegra y fidelísimamente al corazón de todos los hombres.

8. Como os dije en esta misma catedral hace poco más de tres años, “sé del rechazo que sacude vuestros corazones al ver entronizada en el mundo un ansia inmoderada y cruel de tener, de poder y de placer”, que engendra a su vez, situaciones de pobreza y injusticia. Grande ha sido el esfuerzo realizado por la Iglesia en la obra evangelizadora a través de los siglos, y vosotros, conscientes de lo que queda por hacer, habéis dedicado vuestras mejores energías para continuar esa labor. Con todo, vuestros ideales de servir a los más pobres deben realizarse en todo momento de acuerdo con vuestra vocación de instrumentos de unidad. No podéis ceder a la tentación de rechazar a alguien creando diferencias y antagonismos. No podéis sustituir el Evangelio por opciones temporalistas. El Evangelio de Cristo juzga al mundo y no el mundo al Evangelio. Sabéis que existen formas erradas de la teología de la liberación, en las que los pobres son concebidos en forma reductiva, dentro de un marco exclusivamente económico, y se les propone la lucha de clases como única solución posible (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, IV, 5; VII, 8).  Se llega así a una situación de conflicto permanente, a una visión equivocada de la misión de la Iglesia, y a una falsa liberación que no es la que Cristo nos ofrece.

Vosotros, queridos sacerdotes, debéis transmitir fielmente la auténtica doctrina social de la Iglesia: esa “cuidadosa y atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad o en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a su vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana” (Sollicitudo rei socialis, 41). 

De esta forma, los fieles, fortalecidos en la fe y en la caridad, podrán distinguir las conductas y situaciones socio-económicas injustas, elegir libremente y poner en práctica soluciones adecuadas conformes al plan de Dios.

9. Quiero ahora dirigirme especialmente a vosotros, queridos religiosos, continuadores de aquellos misioneros de la primera evangelización y de eximios apóstoles en tiempos más recientes, como el padre Francisco del Castillo, ejemplo de amor a los pobres desde el Evangelio.

“Como en árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios” (Lumen gentium, 43),  así se han desarrollado y crecido en toda la Iglesia las familias religiosas e institutos de vida consagrada, impulsando, cada uno según su camino específico, la difusión del reino de Dios. También en este continente y, de un modo particular, en este país, vuestra vida entregada por entero al Señor ha dado frutos copiosos y abundantes “para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas” (Ibíd.). 

El reto evangelizador a que se enfrenta América Latina en este final de siglo y milenio, requiere vuestra insustituible colaboración. La Iglesia, en los países bolivarianos, precisa el abnegado concurso de las familias religiosas que hoy, igual que en los siglos pasados, con su oración y su vida santa, con sus obras de asistencia y educación, hagan llegar a muchos el mensaje de Cristo.

Recordad que la fidelidad al carisma fundacional de cada una de vuestras familias es un signo preclaro de adhesión a la voluntad de Dios y condición indispensable para la fecundidad apostólica. El amor de Dios que habéis manifestado al profesar los consejos evangélicos os debe llevar a rechazar cualquier tentación de desviar o desvirtuar el camino que la Providencia divina ha trazado para vosotros. Tened en gran aprecio la vida en comunidad y los signos externos que manifiestan ante los hombres vuestra consagración total a Dios, y les recuerdan la perspectiva escatológica del reino.

“Por la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico” (Lumen gentium, 45),  es preciso que estéis unidos a los obispos, secundando con vuestra oración y vuestro ministerio sus directrices pastorales. De este modo, contribuiréis a hacer, de esta tierra fecunda, un vergel floreciente de irradiación cristiana y de promoción humana a todos los niveles.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, diáconos permanentes, para deciros que la Iglesia en el Perú pone en vuestra dedicación y entrega una particular esperanza. Agradeced a Dios la grandeza de vuestra vocación y sentid en todo momento la responsabilidad de difundir el mensaje de salvación mediante una vida de servicio desinteresado a los hermanos.

10. Finalmente, no puedo olvidar a quienes en los seminarios y casas de formación estáis preparándoos para recibir las órdenes sagradas.

¡Vosotros seréis los sacerdotes del tercer milenio de la cristiandad! Todos los ideales sacerdotales sobre los que hemos reflexionado son también para vosotros, queridos seminaristas. Vuestra adhesión a Cristo, el ideal de ser sacerdotes santos, ha de ser una inquietud constante, en vuestra preparación, lo que os llevará a purificar todo aquello que no esté conforme con la llamada del Señor.

Vuestra “formación de verdaderos Pastores de almas” (Optatam totius, 4)  tiene unas características que habéis de llevar a la práctica según las orientaciones del Concilio Vaticano II. En consonancia con la adhesión radical a Cristo habéis de abordar las disciplinas filosóficas y teológicas con un gran amor por la verdad, conscientes de que vuestros estudios son camino para un mayor conocimiento de Dios y de la historia de la salvación. “Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Conserva el buen depósito” (2Tm 1, 13-14), nos insiste San Pablo. También vosotros conservaréis ese “buen depósito” a través de una fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, añadiendo al conocimiento intelectual la adhesión interna, sobrenatural, que brinda la fe.

La formación espiritual, mediante una sincera y confiada dirección, el conocimiento y la práctica de la liturgia y en general una adecuada preparación pastoral práctica, deben ocupar un lugar importante en vuestro esfuerzo personal para responder a vuestra vocación de futuros Pastores de almas.

La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y servicio ha de ser para vosotros, queridos seminaristas, el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y el cuidado del Santísimo Sacramento durante estos años de preparación os conducirán a que un día celebréis el Santo Sacrificio del Altar con unción edificante y verdadera.

11. Amadísimos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas: Pido a María Santísima, a la que en esta arquidiócesis veneráis bajo la hermosa advocación de Nuestra Señora de la Evangelización, que os confirme a todos en una fidelidad renovada a vuestra vocación y que os acompañe constantemente en vuestro camino hacia nuevas mesas de evangelización. A María “le damos gracias... por el inefable don del sacerdocio, por el cual podemos servir en la Iglesia a todos los hombres. ¡Que la gratitud despierte también nuestro celo!” (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988). Así sea.



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