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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL II CONGRESO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA MORAL


Sábado 12 de noviembre de 1988

 

1. Con vivo gozo os dirijo mi saludo, ilustres profesores, y todos los que habéis participado en el Congreso internacional de teología moral, que ahora concluye. Mi saludo se extiende al señor cardenal Hans Hermann Groër, arzobispo de Viena, y a los representantes de los Caballeros de Colón, que con su ayuda generosa han hecho posible la celebración del Congreso. Una palabra de complacencia también para el Instituto de Estudios sobre matrimonio y familia de la Pontificia Universidad Lateranense y al Centro Académico Romano de la Santa Cruz, que lo han promovido y realizado.

El tema del que habéis hablado en estos días, queridos hermanos, estimulando vuestra profunda reflexión, ha sido la Encíclica Humanae vitae, con la compleja red de problemas que están relacionados con ella.

Como sabéis, en los días pasados se ha realizado una asamblea organizada por el Pontificio Consejo para la Familia, en el que han participado, representando a las Conferencias Episcopales de todo el mundo: los obispos responsables de la pastoral familiar en las respectivas naciones. Esta coincidencia, no casual, me ofrece de inmediato la oportunidad de subrayar la importancia de la colaboración entre los Pastores y los teólogos y, más en general, entre los Pastores y el mundo de la ciencia, con el fin de asegurar un apoyo eficaz y adecuado para los esposos comprometidos en la realización dentro de su vida, del proyecto divino sobre el matrimonio.

Todos conocéis la explícita invitación que se hace en la Encíclica, Humanae vitae a todos los hombres de ciencia, y de modo especial a los científicos católicos, para que, mediante sus estudios, contribuyan a aclarar cada vez mas a fondo las diversas condiciones que favorecen una honesta regulación de la procreación humana (cf. n. 24). También yo he renovado esta invitación en diversas circunstancias, pues estoy convencido de que el trabajo interdisciplinar es indispensable para una adecuada aproximación a la compleja problemática referente a este delicado sector.

2. La segunda oportunidad que se me ofrece es la de testificar los alentadores resultados ya alcanzados por los muchos estudiosos que, en el curso de estos años, han hecho progresar la investigación en esta materia. Gracias también a su aportación ha sido posible sacar a la luz la riqueza de verdad, y más aún, el valor iluminador y casi profético de la Encíclica paulina, hacia la que dirigen su atención, con creciente interés, personas de los más diversos estratos culturales.

Incluso es posible constatar indicios de replanteamiento en los sectores del mundo católico, que inicialmente fueron un poco críticos respecto a este importante documento. En efecto, el progreso en la reflexión bíblica y antropológica ha permitido aclarar mejor las premisas y significados de la Humanae vitae.

Hay que recordar, en particular, el testimonio que ofrecieron los obispos en el Sínodo de 1980: ellos, «en la unidad de la fe con el Sucesor de Pedro», escribían que hay que mantener firmemente «lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 50) y después de la Encíclica Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida (Humanae vitae, 11 y cf. 9 y 12)» (Propositio, 22).

Este testimonio lo recogí, posteriormente, en la Exhortación post-sinodal Familiaris consortio, volviendo a proponer, en el contexto más amplio de la vocación y de la misión de la familia. La perspectiva antropológica y moral de la Humanae vitae, así como la consiguiente norma ética que se debe deducir para la vida de los esposos.

3. No se trata, efectivamente, de una doctrina inventada por el hombre: ha sido inscrita por la mano creadora de Dios en la misma naturaleza de la persona humana y ha sido confirmada por Él en la Revelación. Ponerla en discusión, por tanto, equivale a refutar a Dios mismo la obediencia de nuestra inteligencia. Equivale a preferir el resplandor de nuestra razón a la luz de la Sabiduría Divina, cayendo, así, en la oscuridad del error y acabando por hacer mella en otros puntos fundamentales de la doctrina cristiana.

Es necesario recordar, al respecto, que el conjunto de las verdades, confiadas al ministerio de la predicación de la Iglesia, constituye un todo unitario, casi una especie de sinfonía, en la que cada verdad se integra armoniosamente con las demás. Los veinte años transcurridos han demostrado, al contrario, esta íntima consonancia: la vacilación o la duda respecto la norma moral, enseñada en la Humanae vitae, ha afectado también a otras verdades fundamentales de razón y de fe. Sé que este hecho ha sido objeto de atenta consideración durante vuestro Congreso, y sobre él quisiera ahora atraer vuestra atención.

4. Como enseña el Concilio Vaticano II, "in imo conscientiae legem homo detegit, quam ipse sibi non dat, sed cui oboedire debet... Nam homo legem in corde suo a Deo inscriptam habet, cui parere ipsa dignitas eius est et secundum quam ipse iudicabitur" ("En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer... Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente") (Gaudium et spes, 16).

Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el "lugar" en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría misma del Verbo, en la que todo ha sido creado. "Conscientia" —escribe también admirablemente el Vaticano II— "est nucleus secretissimus atque sacrarium hominis, in quo solus est cum Deo, cuius vox resonat in intimo eius" ("La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella.") (Gaudium et spes, 16)

De aquí se derivan algunas consecuencias, que conviene subrayar.

Ya que el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia, apelar a esta conciencia precisamente para contestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica del Magisterio y de la conciencia moral. Hablar de la inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones, conlleva el riesgo de graves errores. De hecho, es muy diversa la situación de la persona que, después de haber puesto en acto todos los medios a su disposición en la búsqueda de la verdad, incurre en un error, de aquella que, en cambio, o por mera aquiescencia a la opinión pública mayoritaria, a menudo creada intencionadamente por los poderes del mundo o por negligencia, se preocupa poco por descubrir la verdad. El Vaticano II nos lo recuerda con su clara enseñanza, "Non raro tamen evebit ex ignorantia invincibili conscientiam errare, quin inde suam dignitatem amittat. Quod autem dici nequit cum homo de vero et bono inquirendo parum curat, et conscientia ex peccati consuetudine paulatim fere obcaecatur. ("No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado".) (Gaudium et spes, 16).

Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto para evitar este peligro de error, se encuentra el Magisterio de la Iglesia: en su nombre, posee una verdadera y propia autoridad de enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha realizado una diligente búsqueda de la verdad, si no tiene en cuenta lo que el Magisterio enseña: si, equiparándolo a cualquier otra fuente de conocimiento, él se constituye en su juez: si, en la duda, sigue más bien su propia opinión o la de los teólogos, prefiriéndola a la enseñanza cierta del Magisterio.

Así, pues, al hablar en esta situación, de dignidad de la conciencia sin añadir nada más, no responde a cuanto enseña el Vaticano II y toda la Tradición de la Iglesia.

5. Estrechamente unido al tema de la conciencia moral, se encuentra el tema de la fuerza vinculante propia de la norma moral, que enseña la Humanae vitae.

Pablo VI, calificando el hecho de la contracepción como intrínsecamente ilícito, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá, convertir un acto así en un acto ordenado de por sí. La existencia de normas particulares con relación al actuar intra-mundano del hombre, dotado de una fuerza tal que obligan a excluir, siempre y sea como fuere, la posibilidad de excepciones, es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión.

Aquí tocamos un punto central de la doctrina cristiana referente a Dios y el hombre. Mirándolo bien, lo que se pone en cuestión, al rechazar esta enseñanza, es la idea misma de la santidad de Dios. Él, al predestinarnos a ser santos e inmaculados ante Él, nos ha creado "in Christo Iesu in operibus bonis, quae preparavit..., ut in illis ambulemus" ("en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos".) (Ef 2, 10): estas normas morales son, simplemente, la exigencia, de la que ninguna circunstancia histórica puede dispensar, de la santidad de Dios en la que participa en concreto, no ya en abstracto, cada persona humana.

Además, esta negación hace vana la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1, 17). El Verbo, al encarnarse ha entrada plenamente en nuestra existencia cotidiana, que se articula en actos humanos concretos, muriendo por nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana.

Y aún más: esa negación implica, como consecuencia lógica, que no existe ninguna verdad del hombre que se sustraiga al flujo del devenir histórico. La desvirtualización del misterio de Dios, como siempre, acaba en la desvirtualización del misterio del hombre, y el no reconocer los derechos de Dios, como siempre, acaba en la negación de la dignidad del hombre.

6. El Señor nos concede celebrar este aniversario para que cada uno se examine delante de Él, con el fin de comprometerse en adelante —según la propio responsabilidad eclesial— a defender y profundizar la verdad ética que enseña la Humanae vitae.

La responsabilidad que pesa sobre vosotros en este campo, queridos profesores de teología moral, es grande. ¿Quién puede medir el influjo que vuestra enseñanza ejerce tanto en la formación de la conciencia de los fieles como en la formación de los futuros Pastores de la Iglesia? En el curso de estos años, desgraciadamente, no han faltado, por parte de un cierto número de docentes, formas de abierto disenso respecto a cuanto ha enseñado Pablo VI en su Encíclica.

La celebración de este aniversario puede ofrecer el punto de arranque para un valeroso replanteamiento de las razones que han llevado a estos estudiosos a asumir tales posiciones. Entonces se descubrirá. Probablemente, que en la raíz de la "oposición" a la Humanae vitae hay una errónea, o al menos insuficiente, comprensión de los fundamentos mismos sobre los que se apoya la teología moral. La aceptación crítica de los postulados propios de algunas orientaciones filosóficas, y la "utilización" unilateral de los datos que ofrece la ciencia, pueden haber apartado del camino, a pesar de las buenas intenciones, a alumnos intérpretes del documento pontificio. Es necesario, por parte de todos, un esfuerzo generoso para aclarar mejor los principios fundamentales de la teología moral, teniendo cuidado —como ha recomendado el Concilio— de que "su exposición científica, nutrida con mayor intensidad de la doctrina de la Sagrada Escritura, muestre la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (Optatam totius, 16).

7. En este esfuerzo, un notable impulso puede proceder del Pontificio Instituto para los estudios sobre el matrimonio y la familia, cuyo fin es precisamente el mostrar "siempre con más claridad, utilizando un método científico, la verdad del matrimonio y de la familia", y ofrecer la posibilidad a los laicos, religiosos y sacerdotes, de "conseguir en este campo una formación científica tanto filosófico-teológica como en las ciencias humanas», que los haga idóneos para actuar con eficacia al servicio de la pastoral familiar (cf. Const. Ap. Magnum matrimonii, 3).

Además, si se quiere que la problemática moral, relacionada con la Humanae vitae y con la Familiaris consortio, encuentre su justo lugar en el importante sector del trabajo y de la misión de la Iglesia, que es la pastoral familiar, y suscite la respuesta responsable de los mismos laicos como protagonistas de una acción eclesial que les afecta tan de cerca, es necesario que institutos como éste se multipliquen en los diversos países: sólo de esta forma será posible hacer progresar la profundización doctrinal de la verdad y predisponer las iniciativas de orden pastoral en forma adecuada a las exigencias que surgen en los diversos ambientes culturales y humanos.

Es necesario, sobre todo, que la enseñanza de la teología moral, en los seminarios y en los institutos de formación, esté conforme con las directrices del Magisterio, de modo que surjan ministros de Dios, que "hablen del mismo modo" (Humanae vitae, 28), sin disminuir "en nada la saludable doctrina de Cristo" (Humanae vitae, 29). Se apela aquí al sentido de responsabilidad de los profesores, que deben ser los primeros en dar a sus alumnos el ejemplo de "un obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia" (Humanae vitae, 28).

8. Viendo tantos jóvenes estudiantes —sacerdotes y no sacerdotes— presentes en este encuentro, quiero concluir dirigiéndoles un particular saludo.

Uno de los profundos conocedores del corazón humano, San Agustín, escribió: "Haec est libertas nostra, cum isti subdimur veritati" (De libero arbitrio, 2, 13, 37). Buscad siempre la verdad: venerad la verdad descubierta, obedeced a la verdad. No existe el gozo fuera de esta búsqueda, de esta veneración, de esta obediencia.

En esta admirable aventura de vuestro espíritu, la Iglesia no es un obstáculo: al contrario es una ayuda. Alejándoos de su Magisterio, os exponéis a la vanidad del error y a la esclavitud de las opiniones: aparentemente fuertes, pero en realidad frágiles, pues sólo la Verdad del Señor permanece eternamente.

Invocando la asistencia divina sobre vuestro noble esfuerzo de buscadores y apóstoles de la verdad, imparto a todos, de corazón, mi bendición.



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