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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE PERÚ
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 13 de mayo de 1989

 

Señor Cardenal,
Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Me complace saludaros cordialmente después de la Santa Misa que ayer hemos concelebrado y de los diálogos personales que hemos tenido sobre la presente situación de las comunidades eclesiales confiadas a vuestra solicitud pastoral.

Agradezco vivamente al Señor Cardenal Juan Landázuri Ricketts, Arzobispo de Lima, las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme en nombre de todos, haciéndose también portavoz de vuestros colaboradores diocesanos y de vuestros fieles.

El veros fraternalmente reunidos aquí, trae a mi memoria la presencia fervorosa de las inmensas multitudes congregadas en la ciudad de Lima con ocasión del V Congreso Eucarístico y Mariano de los Países Bolivarianos. Con emoción contenida, recuerdo aún el profundo silencio en torno al Santísimo Sacramento del Altar, a que aludí al finalizar mi alocución a los jóvenes reunidos en gran número ante la Nunciatura Apostólica. La reverencia ante Jesús Eucaristía es elocuente expresión de la fe viva y de la piedad de vuestro pueblo, que consecuente con su identidad cristiana, ha sabido resistir a los embates del secularismo.

Con ocasión de la visita ad limina Apostolorum, habéis venido para expresar vuestra unión y comunión con esta Sede Apostólica, que sirve a la Iglesia universal, “que en este mundo es azotada por las lluvias, por las riadas y por las tormentas de sus diversas pruebas, pero que a pesar de todo no cae, porque está fundada sobre piedra, de donde viene el nombre de Pedro” (S. Agustín, Tract. in Evang. S. Io., 124). 

2. Vosotros, como sucesores de los Apóstoles, os reunís, como ellos en torno a Pedro, con el Obispo de Roma, su Sucesor, Así queda expresada la colegialidad universal para edificación de cuantos en la unidad de la Iglesia ven un signo de luz para un mundo que corre el peligro de quedar a oscuras. En la propia diócesis, el Obispo, como Pastor de todos los fieles, debe ser ante todo, Maestro de la verdad que viene de Dios –como recordaba en mi primera visita a América Latina, hace ya diez años– (Discurso a la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, I, 28 de enero de 1979, Puebla); educador de todos en la fe auténtica, tarea permanente pero que adquiere un énfasis singular ante la renovada acción evangelizadora que la Iglesia en Perú y en toda América Latina debe acometer de cara a la conmemoración del V Centenario de la Evangelización de esas tierras.

Debe ser también voz y signo que hace patente la unidad del Pueblo de Dios confiado a su cuidado, al que ha de guiar siempre hacia una intensa vida cristiana mediante el infatigable anuncio de la Buena Nueva. Inspirado por la caridad habrá de denunciar, cuando fuere preciso, todo aquello que se aparta de ella, en particular las doctrinas o ideologías erróneas, así como las desviaciones o riesgos de desviación que ponen en peligro la fe  (Cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Nuntius, Introd.). Es parte de su misión vigilar para que el pluralismo legítimo no lleve a manifestaciones o actitudes que de hecho se alejan de las enseñanzas de la Iglesia. Por todo ello, el Obispo está llamado siempre a anunciar a Cristo con su palabra y su testimonio, diciendo con San Pablo “para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21) ; como Pastor debe dar respuesta a todo aquel que le pida razón de su esperanza (cf. 1P 3, 15 b.)  y, con su propio ejemplo, invitar al seguimiento del Señor, mostrando los caminos evangélicos y señalando con toda claridad los peligros que pueden obstaculizar la respuesta al llamado de Jesús a seguirle. En el desarrollo de una evangelización renovada, el Pastor prestará una atención preferencial a la acción santificadora que abarque todas las facetas de la vida humana.

La unidad entre todos vosotros, amados Hermanos, en la verdad, en la fe y en la caridad, será una respuesta elocuente al deseo expresado por el Señor en su plegaria al Padre: “Que todos sean uno” (Jn 17, 21); ello favorecerá también la unidad entre todos los miembros de vuestras Iglesias particulares, pues Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunión de amor, invita a los hombres a asumir el dinamismo del amor, construyendo un mundo que exprese ese misterio y que, al mismo tiempo, se oriente hacia Cristo Jesús y encuentre en El su recapitulación (cf. Apostolicam actuositatem, 2). 

3. En el desempeño de vuestro ministerio episcopal, contáis con la insustituible colaboración de los presbíteros, que aseguran el fortalecimiento y la vivificación de las comunidades cristianas, mediante la Palabra y los Sacramentos. Para ello es necesario que los sacerdotes puedan cultivar intensamente su propia vida espiritual para poder así comunicar a los fieles las riquezas que ellos mismos han recibido.

En el Decreto del Concilio Vaticano II sobre el ministerio y vida de los presbíteros, se indican dos caminos para la santificación personal y la espiritualidad del sacerdote. El primero es la intimidad profunda con Cristo. Es la espiritualidad que el sacerdote cultiva en los momentos de silencio, de adoración, en la lectura de la Palabra de Dios, en la liturgia de las horas, en la meditación personal. El segundo camino –inseparable del primero– es el propio ministerio sacerdotal ejercido con generosa entrega como continuación lógica de su intimidad con el Señor (cf. Presbyterorum ordinis, 14). Por todo ello, los presbíteros, “como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4, 1)) han de estar imbuidos de un gran espíritu de servicio y obediencia, gran celo por la salvación de las almas, dispuestos al sacrificio, asiduos en la oración, enamorados de su ministerio, y que hagan de la Eucaristía el centro y fuente de todos sus anhelos pastorales.

En correspondencia con lo anterior, la búsqueda diligente de candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, su adecuada preparación doctrinal y humana, y su seguimiento solícito para que perseveren, deben ser también objeto de vuestras preocupaciones prioritarias por su trascendencia para el futuro de la Iglesia en vuestro país. Por tanto, en los Seminarios y Casas de formación –como señalan insistentemente los documentos emanados de la Sede Apostólica– ha de reinar un ambiente de seriedad, de piedad litúrgica y personal, de estudio, de disciplina, de convivencia fraterna y de iniciación pastoral, que sean garantía y base sólida para una idónea preparación al servicio ministerial.

En este sentido, la piedad ha de ser una nota esencial en la vida de los Seminarios. Al mismo tiempo, el futuro sacerdote ha de contar con un recia formación en las virtudes humanas, tales como la sinceridad y la lealtad, la templanza y la humildad, la fortaleza, la alegría etc. En efecto, sobre el fundamento de estas virtudes se podrá construir sólidamente el edificio espiritual del futuro pastor de almas.

No menos importante es la formación doctrinal, que no puede limitarse a una mera transmisión de nociones y conocimientos, como si la ciencia filosófica y teológica pudieran reducirse a un simple sociologismo o a un moralismo antropológico, sin más horizonte que la ética de los valores. El hablar “de Dios” debe llevar a hablar “con Dios”, haciendo así del estudio alimento del espíritu y fuente para la vida de fe. De esta manera se podrá responder adecuadamente a las necesidades de los fieles, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, maestros en la verdadera fe y que testimonien en sus vidas el mensaje salvador que anuncian.

4. Mas, como os decía en nuestro último encuentro de Lima, “no podemos conformarnos con las mesas ya alcanzadas” (Alocución a la Conferencia episcopal peruana, Lima, 15 de mayo de 1988),  pues los retos que se presentan a las comunidades eclesiales del Perú exigen una vigorosa renovación de la vida cristiana para suscitar cada vez más en los fieles la apertura a la gracia en lo profundo del corazón.

No es extraño constatar, por otra parte, que al ser mayores las dificultades que, por motivos diversos, encuentra la persona para realizarse según su dignidad y vocación, sea también mayor la tentación de aquellos que “esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente sus deseos” (Gaudium et spes, 10; cf. Redemptor hominis, 15).  En unas estructuras que no respetan suficientemente las exigencias objetivas del orden moral, y en donde el hambre de pan interpela con insistencia a los responsables de la cosa pública, se corre el peligro de caer en todo género de reduccionismos que afectan a la concepción de la persona en cuanto creatura redimida por Cristo, y que oscurecen la importancia del hambre de Dios, de la “nostalgia de infinito” que cada uno percibe en lo más profundo de su ser (Saludo a los jóvenes desde el balcón de la Nunciatura de Lima, 15 de mayo de 1988, n. 3).  Una recta visión antropológica, inspirada en la auténtica grandeza del hombre como nos ha sido revelado en Cristo (Gaudium et spes, 22),  no puede ser soslayada en el anuncio de la Nueva de salvación al mundo de hoy. Hay que tener siempre presente que “solamente acudiendo a las capacidades morales y espirituales de la persona, se obtienen cambios culturales, económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre, pues, el pecado, que se encuentra en la raíz de las situaciones injustas, es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de cada persona” (Discurso al mundo de la cultura y de la empresa, n.4, Lima, 15 de mayo de 1988). 

Los materialismos de diverso cuño, el afán consumista, las concepciones equívocas sobre el hombre y su destino, de que se ocuparon con acierto los Obispos reunidos en Puebla hace poco más de diez años (cfr. Puebla, 305-315), no han de llevar a los cristianos a perder de vista lo que la Iglesia, experta en humanidad, les enseña.

Por todo ello, es necesario que prestéis una diligente atención a la actividad catequética en todas sus formas y dimensiones. En efecto, para poder transmitir la fe a las nuevas generaciones en preciso llevar a cabo una renovada acción evangelizadora. Dicha renovación –como se señala en el Directorium Catechisticum Generale– “debe ayudar al nacimiento y al progreso de esa vida de fe a lo largo de toda la existencia, hasta la plena explicación de la verdad revelada y su aplicación a la vida” (Directorium Catechisticum Generale, 30). 

Las manifestaciones de fervor popular, que pude apreciar con ocasión del Congreso Eucarístico Bolivariano en Lima, son una invitación a los Pastores a ahondar más y más en la ardua tarea de la instrucción religiosa. En aquellas fervorosas expresiones de religiosidad en torno a la Eucaristía, se hacía presente la fe de un pueblo que dio la primera flor de santidad de América Latina, Santa Rosa de Lima. Es en esos momentos cuando se hacen más patentes los motivos de esperanza y los inagotables recursos que, bien encaminados, pueden transformar la fisonomía del Perú en realizaciones concretas y eficaces, que hagan posible la civilización del amor entre los peruanos.

5. No podemos silenciar, sin embargo, la presencia de factores que obstaculizan realización de una mayor fraternidad, justicia y solidaridad en la sociedad peruana. La innegable presencia del pecado, con su inevitable secuela de sufrimientos, que repercuten especialmente en los más débiles y desprotegidos, ha de interpelar a todos, según la propia responsabilidad, a fin de suscitar un empeño común para que la vida individual y social se conformen más al designio divino.

En vuestros recientes documentos colectivos, en especial en el “Mensaje de los Obispos del Perú ante la situación actual”, del pasado mes de octubre, hacíais un urgente llamado a un esfuerzo solidario para construir una sociedad verdaderamente cristiana, que ponga el ideal de servicio por encima del ideal de dominio y de explotación, que tan graves consecuencias conlleva. “La sociedad peruana actual –os decía en nuestro último encuentro en Lima–, que justamente aspira a conseguir objetivos de progreso capaces de elevar el horizonte material y espiritual de todo ciudadano, se siente a veces como minada desde dentro por un inexcusable eclipse del respeto debido a la dignidad humana, por ideologías materialistas que niegan la trascendencia, por una violencia ciega e insensible a las reiteradas llamadas a la reconciliación. A todo esto se añade la pobreza creciente y aun extrema en que llegan a vivir tantas familias, los vicios sociales acarreados o generados por el narcotráfico, la profusión de las sectas y la persistencia obstinada de planteamientos doctrinales y metodológicos que siembran confusión entre los fieles y atentan a la unidad de la Iglesia” (Alocución a la Conferencia episcopal peruana, n.3, Lima, 15 de mayo de 1988). 

Estas circunstancias, que describíamos hace algunos meses, continúan siendo retos que debéis afrontar desde el Evangelio, para que su acción salvadora penetre y renueve todos los aspectos de la vida personal y social. En vuestro servicio pastoral, no dejéis de insistir en que el poder del mal puede vencerse con la fuerza del bien; exhortación paulina que los jóvenes acogieron con entusiasmo durante mi entrañable encuentro con ellos en Lima. La opción por un mundo más humano no es ajena a la misión de la Iglesia, que ve cómo la presente crisis de valores puede favorecer la suplantación de la verdad por el error y el menosprecio de la dignidad del ser humano. La proclamación de los principios de la moral cristiana como vía para la conversión personal, y el ordenamiento de todo hacia Cristo – superando los antagonismos, los enfrentamientos y en definitiva el pecado– han de ser imperativos para la renovada evangelización que vuestro querido país necesita.

6. En vuestra realidad concreta os esforzáis por servir a los hombres predicándoles “la Palabra de salvación” y “de reconciliación” (Hch 13, 26; 2 Co 5, 19),  invitándoles a la conversión del corazón, alentándoles a ponerse bajo la guía y protección de Santa María, y exhortándoles a superar las tensiones sociales, que son fuente de división y de conflictos. Es ésta una tarea que – como lo constatáis a diario– se presenta con características de urgencia inaplazable, pues son muchos los peruanos que sufren en su propia carne la falta de solidaridad de quienes pudiendo ayudar no lo hacen.

Al ser maestros de la fe, debéis ser también, e irrenunciablemente, defensores y promotores de la dignidad humana (Discurso a la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, I y III, 28 de enero de 1979, Puebla). En ese sentido debéis proclamar, con vuestra palabra y vuestro testimonio, la enseñanza social de la Iglesia en esta materia.

El V Congreso Eucarístico y Mariano, que tuve el gozo de clausurar en Lima, fue también ocasión privilegiada para renovar y fortalecer el amor y la devoción del Pueblo de Dios a la Santísima Virgen. Conozco el afecto filial de los peruanos a la Madre de Dios. Por ello, en las circunstancias no fáciles por las que atraviesa vuestro amado país, María debe alentar la esperanza de todos. Ella nos enseña que Dios es siempre rico en misericordia (cf. Lc 1, 54)  y fiel a sus promesas. Mas esto exige una actitud de fe como la de la Virgen, que fue llamada bienaventurada por haber “creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor” (Ibíd., 1, 45). 

Queridos Hermanos, pido al Señor que esta visita “ad limina Apostolorum” confirme y consolide aún más la unión entre vosotros y con la Iglesia Universal. Con ello, vuestro ministerio ganará en intensidad y eficacia, lo cual ciertamente redundará en bien de las comunidades eclesiales del Perú.

No quiero terminar sin rogaros que llevéis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles el saludo y la bendición del Papa, que ora por todos con gran afecto y viva esperanza.

A la Madre de Jesús encomiando vuestras personas, vuestras inquietudes y vuestros anhelos pastorales, para que respondáis generosamente al reto de un tiempo que reclama una evangelización audaz y plenamente fiel al Señor Jesús.

Con estos vivos deseos os acompaña mi Bendición Apostólica.



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