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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE*


Jueves 30 de noviembre de 1989

 

Señor Embajador:

Me es grato darle mi cordial bienvenida en este día en que presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Argentina ante la Santa Sede. Es ésta una feliz circunstancia, que me ofrece la oportunidad de comprobar una vez más los sentimientos de cercanía que los hijos de su noble país profesan al Sucesor de Pedro, y, a la vez, me permite reiterar el sincero afecto que siento por todos los argentinos.

Agradezco vivamente sus amables palabras y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente, Dr. Carlos Saúl Menem, ha querido hacerme llegar mediante sus buenos oficios. Le ruego tenga a bien transmitir el mío, junto con mis mejores deseos de Paz y bienestar.

Se ha referido Usted, Señor Embajador, a los estrechos lazos que han existido y siguen existiendo entre la Santa Sede y la República Argentina, a mis dos visitas pastorales a su país y a la obra de mediación que, junto con mis colaboradores –en primer lugar el recordado Cardenal Antonio Samoré– hizo posible, merced a un diálogo abierto y constructivo, la solución del diferendo austral entre dos Naciones hermanas, Argentina y Chile. Por la feliz conclusión de aquel Tratado de Paz y Amistad, doy fervientes gracias al Príncipe de la Paz (cf. Is 9, 5) y a su Santísima Madre, Reina de la Paz, tan filialmente venerada en una y otra parte de los Andes.

En sus deferentes palabras ha mencionado Usted, igualmente, la contribución de esta Sede Apostólica en favor de un mejor entendimiento entre los pueblos, para lograr su integración en una comunidad internacional donde reine la justicia y la equidad, y en la que los derechos humanos de todos los ciudadanos sean respetados. Es este un objetivo que reafirmamos con propósito de continuidad, para que la familia humana participe cada vez más de aquellos principios que hagan más fecundas, solidarias y fraternas las relaciones entre las Naciones y eleven la dignidad de la persona, abierta siempre a los valores trascendentes.

En efecto, sólo podrá lograrse un orden temporal más perfecto si al desarrollo material le acompaña un mejoramiento de los espíritus (cf. Gaudium et spes, 4). Es por ello que, mirando al panorama del continente latinoamericano y, en particular, a la Argentina, hago fervientes votos para que esta Nación, fiel a sus propios valores y con la colaboración de todos los estamentos sociales, logre superar las dificultades de la hora presente.

Es cierto que para alcanzar determinadas metas de progreso y desarrollo es necesaria una actitud solidaria, tanto interna como internacional, como he señalado en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis; en efecto, la interdependencia que hoy caracteriza y condiciona la vida de los individuos y de los pueblos debe ser un presupuesto moral que lleve a “la determinación firme y perseverante por el bien común” (Sollicitudo Rei Socialis, 38), evitando siempre la tentación del predominio sobre los más débiles. Mirando al plano económico, es necesario suscitar a este propósito iniciativas a nivel regional e internacional que –siguiendo criterios de justicia, equidad y solidaridad– vayan encaminadas a la gradual solución del problema de la deuda externa, que tanto dificulta las legitimas aspiraciones al desarrollo de muchos países, también en América Latina.

Para consolidar los esfuerzos encaminados a superar una época de no pequeñas dificultades económicas y sociales, y alcanzar así un mayor progreso, la Argentina, además de los abundantes recursos de su suelo y de sus gentes, cuenta con unos grandes valores: los principios cristianos que han venido a ser elemento connatural de su idiosincrasia, inspiradores de sus virtudes e informadores de sus mismas instituciones. Esto representa un fundado motivo de esperanza y, a la vez, debe ser estímulo para acometer con decisión y amplitud de miras un renovado empeño en favor del bien común, dejando de lado el egoísmo y sobreponiéndose a los antagonismos y a las heridas del pasado, que dificultan la cohesión social y el logro de un futuro mejor para todos los argentinos.

Deseo asegurarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Iglesia en Argentina a colaborar, dentro de la misión que le es propia y con el debido respeto del pluralismo, en la promoción de todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, como ciudadano y como hijo de Dios. La Santa Sede, por su parte, no ahorrará esfuerzos en la tarea de favorecer un mejor entendimiento entre los pueblos, en especial, los países latinoamericanos –unidos por fuertes lazos históricos, culturales y religiosos– potenciando aquellos valores morales y espirituales que refuercen la solidaridad efectiva y eliminen aquellas barreras que tanto dificultan la comprensión y el diálogo, a nivel de comunidad internacional.

Antes de concluir este encuentro quiero expresarle, Señor Embajador, las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores deseos de que la importante misión que hoy inicia sea fecunda en frutos y éxitos.

Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante su Gobierno y demás instancias de su País, mientras invoco sobre Usted, sus familiares, colaboradores y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación Argentina las bendiciones del Altísimo.


*AAS 82 (1990), p.688-690.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XII, 2 pp. 1401-1403.

L'Attività della Santa Sede 1989 pp.924-926.

L’Osservatore Romano 1.12.1989 p.4.

L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.50, p.8. 



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