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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO EN MÉXICO*

Ciudad de México
Martes 8 de mayo de 1990

 

Excelencias,
señoras y señores:

1. Ante todo, deseo expresar mi agradecimiento por esta oportunidad, realmente privilegiada, de poder dirigirme a los dignos representantes de tantos países y Organizaciones internacionales acreditados ante esta noble nación. A todos expreso mi más cordial saludo, que hago extensivo a los Gobiernos y pueblos a los que os cabe la honra de representar.

Es ésta una feliz ocasión para manifestar una vez más el aprecio de la Santa Sede por vuestra función diplomática, a la que dedicáis vuestra vida: ese cúmulo de ilusiones y esfuerzos no exentos frecuentemente de costosos sacrificios, tanto para vosotros mismos como para vuestras familias. Mi respeto y admiración se unen, por otro lado, a los de tantos hombres y mujeres esparcidos por los cinco continentes que, en medio de circunstancias difíciles, ponen sus esperanzas en una intervención vuestra que pueda proporcionarles la ayuda o la protección que necesitan. En efecto, en no pocas ocasiones la figura del diplomático representa no sólo los legítimos intereses políticos y económicos de su país, sino que, movido por su vocación de servicio, hace posible la solución de problemas que tanto pueden significar para la vida de muchas personas. Se sitúa pues vuestro trabajo en aquel nivel más profundo sobre el que gravita el orden internacional: allá donde se fraguan las tensiones y las esperanzas de millones de seres humanos y se determinan las auténticas condiciones para la paz. En verdad, es noble y digna de toda consideración la tarea de aquellos que, como vosotros, habéis hecho de ese objetivo —la paz— vuestra vocación profesional.

2. Entre las reflexiones expuestas, hay que buscar también la razón de mi presencia aquí en medio de vosotros. La Iglesia, llamada por su Fundador a proclamar hasta los confines de la tierra la Buena Nueva del Amor de Dios por el hombre, no puede ni debe permanecer indiferente ante el destino de tantos millones de seres humanos. En ello halla siempre el impulso que la lleva a recorrer todos los caminos al encuentro del hombre. Más aún, como dije en mi primera Encíclica, es el mismo hombre “el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión” (Redemptor hominis, 14.

Lo recordaba en Roma en mi último discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede y lo quisiera señalar también en esta ocasión especialmente significativa: “Vuestra presencia manifiesta de forma clara que, para los pueblos a los que pertenecéis y para sus dirigentes, la Iglesia y la Santa Sede no son ajenas a sus realizaciones y a sus esperanzas, y menos todavía a los problemas y a las adversidades que jalonan su camino” (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, n. 4, 13 de enero de 1990). Ciertamente, una vez más hemos de reafirmar lo que declaró en su momento el Concilio Vaticano II: “La Iglesia no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76). No es esta su misión. “Ambas sin embargo prosigue el texto conciliar aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (Gaudium et spes, 76).

Un ejemplo reciente de la fidelidad de la Santa Sede a esta vocación de servicio y solicitud de la Iglesia por el bien espiritual y social de los pueblos se ha dado con este noble país, México. He acogido con gran satisfacción el gesto significativo e importante del señor Presidente de los Estados Unidos Mexicanos de designar un Enviado personal y permanente ante la Santa Sede, a cuya loable iniciativa ha correspondido el nombramiento de un Enviado especial por parte de la misma Santa Sede. Es la solicitud por los valores supremos de la paz, la solidaridad entre los pueblos y la dignidad del ser humano, lo que la induce a estar presente también en el campo de las relaciones internacionales, donde toman cuerpo constantemente tantas decisiones concernientes a aquella dignidad.

3. Es esta misma solicitud la que me mueve hoy a llamar vuestra atención —como lo he hecho al inicio de la Cuaresma para los católicos del mundo entero— hacia uno de los dramas que diariamente afecta de modo vital a numerosísimos hermanos nuestros de diversos países: el problema de los refugiados. Estas personas “buscan acogida en otros países del mundo, nuestra casa común; sólo a pocos de ellos, sin embargo, les es concedido regresar a los países de origen a causa del cambio en la situación interna; para los demás, continúa una situación dolorosísima de éxodo, de inseguridad y de angustiosa búsqueda de la conveniente asistencia. Entre ellos se encuentran niños, mujeres, viudas, familias a menudo divididas, jóvenes frustrados en sus aspiraciones, adultos desarraigados de la propia profesión, privados de todos sus bienes materiales, de la casa, de la patria” (Mensaje para la Cuaresma de 1990, n.1). En este mismo mensaje recordaba nuestro deber hacia ellos para garantizar que los derechos inalienables que les corresponden como personas les sean suficientemente reconocidos (cf. Ibíd., n. 3). No ignoro la complejidad que supone arbitrar soluciones concretas para cada caso. Tampoco podemos olvidar que quien está afectado por esa vicisitud debe poner también todo lo que esté de su parte para la solución de los problemas implicados.

Pero la comunidad internacional no puede posponer los aspectos morales y humanitarios de estas dramáticas situaciones, ni reducir a un problema de carácter exclusiva o prevalentemente económico-político lo que es más bien una amenaza a la dignidad del ser humano, “una plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo” (Sollicitudo rei socialis, 24). Quien, por razones diversas, goza hoy del beneficio de mejores condiciones de vida tiene también mayor responsabilidad; sin olvidar que, tal vez mañana, él mismo será el beneficiario de esa solidaridad que antes fomentó. Urge pues poner en práctica los compromisos ratificados por la comunidad internacional sobre los derechos que han sido solemnemente sancionados, desde 1951 por la Convención de las Naciones Unidas, sobre el Estatuto de los refugiados, y confirmados por el Protocolo del mismo Estatuto en 1967.

4. No quisiera finalizar este encuentro sin mencionar otra cuestión que, inevitablemente, pesa sobre la estabilidad mundial: el fenómeno de la deuda externa. A este propósito, quiero recordar unas palabras de la Encíclica antes citada: el mecanismo que había de servir precisamente de ayuda para los países en desarrollo “se ha convertido en un freno, por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo” (Ibíd. 19. Ello demuestra evidentemente que no bastan las medidas técnicas para solucionar los graves problemas que amenazan el equilibrio internacional. Aun no ignorando la distinta situación de cada país, siento la obligación de poner de relieve la urgencia de que sea valorada diligentemente la dimensión ética que encierran estas crisis.

Una vez más la solidaridad entre los pueblos se revela como el punto de partida imprescindible para afrontar las grandes encrucijadas de la historia. Sólo así se podrán enfocar correctamente los conflictos de intereses y arbitrar las medidas oportunas. Sólo así se resolverán además, con garantías suficientes de eficacia y duración, las dificultades que se encuentran en el camino del desarrollo. En el marco espléndido que ofrece nuestra reunión en la ciudad de México, considero necesario subrayar de modo particular la importancia de la vocación a la unidad de toda la familia latinoamericana. En efecto, si los principios de reciprocidad, solidaridad y colaboración efectiva se revelan totalmente necesarios en el tratamiento de los grandes temas que afectan a la comunidad internacional (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 12 de enero de 1985), mucho mayor es, si cabe, ese imperativo, tratándose de este continente, ya hermanado en tantos aspectos. Las comunes raíces históricas, culturales, lingüísticas, no menos que las religiosas, favorecen e impulsan a un tiempo a la ardua empresa de la unidad. Os pido que no os detengáis ante los obstáculos, que perseveréis en la construcción de esa solidaridad, que confiéis en la capacidad de vuestros pueblos para llevarla a cabo. Os animo pues a trabajar incansablemente en favor de la unidad que os llevará a un indudable protagonismo en la escena mundial.

Excelencias, señoras y señores: Quiero aprovechar la singular ocasión que me brinda vuestra presencia aquí para aseguraros que en la Santa Sede hallaréis siempre una decidida colaboración en la causa del mejor entendimiento entre las naciones, en favor de la justicia y del respeto de los derechos humanos. Al finalizar este encuentro, mi corazón y mi plegaria se elevan a Dios todopoderoso por el feliz cumplimiento de vuestra misión en México, por la prosperidad espiritual y material de vuestros países, por vuestra dicha personal y la de vuestros seres queridos.


*Insegnamenti XIII, 1 1990 pp.1167-1171.

L'Osservatore Romano 12.5.1990 p. IX.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.20 pp.1, 2 (pp.273, 274).



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