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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE PARAGUAY ANTE LA SANTA SEDE*


Lunes 11 de noviembre de 1991

 

Señor Embajador:

Las amables palabras que Usted me ha dirigido en esta ceremonia de presentación de sus Cartas Credenciales, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República del Paraguay ante la Santa Sede, me son particularmente gratas, ya que me han hecho evocar las diversas etapas del viaje apostólico a lo largo y ancho de la geografía de su País. Vuelven a mi mente aquellas inolvidables jornadas en las que los católicos paraguayos expresaron su fe y esperanza en entrañables celebraciones y encuentros, en los que manifestaron también su adhesión y cercanía al Sucesor de Pedro.

Ante todo le agradezco el deferente saludo de parte del Señor Presidente de la República, así como las delicadas expresiones que ha tenido para con esta Sede Apostólica, las cuales testimonian también los sinceros sentimientos del pueblo paraguayo.

Durante los tres años transcurridos desde mi visita pastoral al Paraguay, se han producido en su País importantes cambios que están dando lugar a un proceso de transformación en sus instituciones y estructuras sociopolíticas. A este respecto, la Santa Sede sigue con particular atención esa evolución y no puedo por menos de alentar y felicitar al pueblo paraguayo por su madurez cívica hacia la consolidación del proceso democrático.

En dicho proceso cabe destacar la Convención Nacional Constituyente, ya en gestación, a la que tantas personas de buena voluntad de su País están entregadas con dedicación y esfuerzo. Hago votos para que cuantos participan en la elaboración de la nueva Carta Magna de la Nación sepan dar una adecuada expresión a las legítimas aspiraciones del querido pueblo paraguayo. De esta manera se crearán sólidos fundamentos para la edificación de una sociedad basada en los principios de la justicia social y de la libertad, así como en el pleno respeto de los derechos humanos.

Para conseguir tales objetivos es necesario lograr la armonización de los legítimos derechos de todos los ciudadanos en un proyecto común de convivencia pacífica y solidaria. Expresión de tales deseos son las palabras de los Obispos del Paraguay en un reciente documento colectivo: “Todos queremos lograr y aportar algo para que sea realidad el nuevo Paraguay, con justicia, libertad, fuentes de trabajo, igualdad ante la ley y solidaridad entre todos” (Instrucción pastoral sobre el matrimonio y la familia, n. 3, 8 de septiembre de 1991). Pero para construir una sociedad más justa, fraterna y solidaria es preciso que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia continúen siendo los valores esenciales que inspiren a aquellas personas y grupos que trabajan por el bien de la Nación. De esta manera, se podrá responder adecuadamente a las necesidades y aspiraciones de los hombres colaborando a la vez con los verdaderos designios de Dios.

El Gobierno que Usted tiene la honra de representar, Señor Embajador, ha manifestado su propósito de empeñarse en el perfeccionamiento del Estado de Derecho, en la instauración de la democracia participativa, tanto a nivel político como económico. Ello comporta la necesidad de conciliar la actividad política con los valores éticos, pues según la sana tradición de los principios basados en la ética cristiana, el mantenimiento y el ejercicio del poder público no puede concebirse como el resultado de intereses egoístas contrapuestos, sino que ha de estar movido por una sincera y efectiva vocación de servicio al bien común. Por ello se hace necesario defender y tutelar siempre aquellos valores fundamentales de la convivencia social, como son el respeto de la verdad y la justicia, el empeño por la paz y la libertad.

Los desafíos del futuro son, en efecto, numerosos y representan obstáculos no siempre fáciles de superar. Mas ello no ha de ser motivo de desánimo, pues el Paraguay cuenta también con la mayor riqueza que puede tener un pueblo: la fe de sus gentes. Como tuve ocasión de señalar durante mi viaje apostólico a su País, “las raíces cristianas de vuestro pueblo, hacia las cuales convergen esperanzadoras reservas humanas y espirituales, deben estimular en la voluntad de todos la solidaridad, la generosa entrega, el respeto mutuo, el diálogo permanente para que el Paraguay avance más y más en sus objetivos de progreso por caminos de paz, de concordia e igualdad de todos los ciudadanos, sin distinción de origen ni condición social” (Encuentro con los constructores de la sociedad en Asunción, n. 7, 17 de mayo de 1988).

Por eso deseo reiterarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Iglesia en el Paraguay a colaborar —en el marco de su propia misión religiosa y moral— con las Autoridades y las diversas instituciones del País, en promover todo aquello que redunde en el mayor bien de la persona humana y de los grupos sociales, en especial los menos favorecidos. Puedo asegurarle también que los Pastores, sacerdotes y comunidades religiosas, movidos por un deseo de testimonio evangélico, ajeno a intereses transitorios y de parte, continuarán prestando su valiosa contribución en campos tan importantes como son la educación, la salud, el servicio a los indígenas, a los campesinos y a los más necesitados. Así lo ha querido poner de manifiesto el Episcopado paraguayo en su Carta Pastoral (Una constitución para nuestro pueblo, 18 de septiembre de 1991).

En este momento, ya cercano a la solemne conmemoración del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo, deseo recordar también con emoción y gratitud el esfuerzo evangelizador que los misioneros de la primera hora realizaron en tierras del Paraguay. La experiencia de las Reducciones Jesuíticas, que han inmortalizado a su País, continúa siendo un luminoso testimonio para todos aquellos que desean construir una sociedad más justa y solidaria en la que se privilegie la suerte de los menos favorecidos.

El ejemplo de abnegación de San Roque González y sus compañeros mártires, a quienes tuve el gozo de canonizar durante el magno encuentro en el Campo Ñú Guazú, pueden ser estímulo valioso para los cristianos de su País, que aspiran ardientemente a vivir en una Nación reconciliada y fraterna.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores augurios para que la misión que hoy inicia sea fecunda para bien del Paraguay. Le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanza ante su Gobierno y demás instancias de su País, mientras, por mediación de la Virgen de Caacupé, invoco la bendición de Dios sobre Usted, sobre su familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación paraguaya, tan cercana siempre al corazón del Papa.


*AAS 84 (1992), p.966-969.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIV, 2 pp. 1125-1128.

L'Attività della Santa Sede 1991 pp. 943-945.

L’Osservatore Romano 12.11.1991 p.4.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n.46 p.5 (p.633).



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