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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE URUGUAY ANTE LA SANTA SEDE
*


Jueves 14 de noviembre de 1991

 

Señor Embajador:

Es para mí motivo de particular complacencia recibir las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede.

Agradezco vivamente las amables palabras que me ha dirigido y, en particular, el deferente saludo del Señor Presidente, Dr. Luis Alberto Lacalle de Herrera, al cual le ruego trasmita mis mejores deseos de paz y bienestar, junto con mis votos por la prosperidad y bien espiritual de la querida Nación uruguaya.

Se ha referido Usted, Señor Embajador, al bien supremo de la paz y a la labor de la Santa Sede en favor del entendimiento y armonía entre los pueblos y naciones. Son las grandes causas del hombre las que la Iglesia, sin otro poder que la autoridad moral de la misión que le ha sido confiada por su Fundador, trata de defender en todos los foros internacionales en que está presente. Por su carácter espiritual y religioso puede llevar a cabo este servicio, por encima de motivaciones terrenas o intereses particulares, pues, como señala el Concilio Vaticano II, “al no estar ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a ningún sistema político, económico o social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir su misión” (Gaudium et spes, 42).

En esta perspectiva, la Santa Sede no puede por menos de apoyar los esfuerzos que se están llevando a cabo en favor del proceso de integración latinoamericana. A este respecto, sé que su País está dando pasos positivos en la creación de estructuras económicas y sociales que abran nuevas vías de progreso y desarrollo para los pueblos del área. El fomento de la unidad, solidaridad y buen entendimiento es tarea en la que se debe colaborar generosamente para reforzar los lazos de fraternidad entre todos los hombres y, en particular, entre quienes integran la gran familia latinoamericana.

A este proceso de integración y desarrollo, la Iglesia, desde el campo que le es propio, presta decididamente su colaboración exhortando siempre a que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sigan siendo elementos esenciales que inspiren a cuantos trabajan por el bien de los individuos, de las familias, de la sociedad.

Como Vuestra Excelencia ha querido poner de relieve, la presencia y actuación de la comunidad católica en el Uruguay constituye ya de por sí una contribución importante al bien de la Nación. A este respecto, hemos de congratularnos por el clima de diálogo y buen entendimiento que se está afianzando entre la Jerarquía eclesiástica y las Autoridades civiles. Son muchos e importantes los campos en los que, desde el respeto mutuo y la libertad, puede desarrollarse una leal colaboración entre ambos, de lo cual derivarán grandes bienes para la sociedad uruguaya. En efecto, la acción evangelizadora y educativa de la Iglesia incide también benéficamente en numerosos problemas de orden social que tienen sus raíces en el terreno moral.

En muchas partes del mundo asistimos hoy a una crisis de valores que afecta a instituciones como la familia, o a amplios sectores de la población como la juventud. Por ello se hace más necesario que los católicos uruguayos tomen mayor conciencia de sus propias responsabilidades y, de cara a Dios y a sus deberes ciudadanos, se esfuercen en construir una sociedad más justa, fraterna y acogedora. Con decidida voluntad por superar las divisiones del pasado, hay que fomentar una creciente solidaridad entre todos los uruguayos, que les lleve a emprender con amplitud de miras un decidido compromiso por el bien común.

La Iglesia en el Uruguay, fiel a las exigencias del Evangelio y con el debido respeto por el pluralismo, reafirma su vocación de servicio a las grandes causas del hombre, como ciudadano y como hijo de Dios. Los mismos principios cristianos, que han informado la vida de la Nación uruguaya desde sus orígenes, tienen que infundir una sólida esperanza y un nuevo dinamismo que den renovado impulso a una sociedad donde reine la laboriosidad, la honestidad, el espíritu de participación a todos los niveles.

Quiero reiterarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Iglesia en el Uruguay a colaborar, dentro de su propia misión religiosa y moral, con las Autoridades y las diversas instituciones de su País en favor de los valores superiores y de la prosperidad espiritual y material de la Nación. Por su parte, los Pastores, sacerdotes y comunidades religiosas del Uruguay seguirán incansables en el cumplimiento de su labor misionera, asistencial y educativa. Ellos son los continuadores de una pléyade de hombres y mujeres que, desde los comienzos de la evangelización y por amor a Cristo, han dedicado sus vidas al servicio del prójimo dando testimonio de abnegada entrega, en particular hacia los más necesitados.

A las puertas ya del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo, hago fervientes votos para que el Uruguay, fiel a sus tradiciones más nobles y a sus raíces cristianas, camine por la vía de la fraternidad y el entendimiento, contribuyendo también eficazmente a fortalecer los vínculos de amistad, paz, justicia y progreso entre los miembros de la gran familia latinoamericana.

Señor Embajador, al renovarle mis mejores deseos por el éxito de la alta misión que hoy comienza, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo uruguayo, al que recuerdo siempre con particular afecto.

 


*AAS 84 (1992), p. 975-977.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIV, 2 pp. 1147-1149.

L'Attività della Santa Sede 1991 pp. 951-953.

L’Osservatore Romano 15.11.1991 p.4.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n.47 p.21 (p.661).



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