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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE GRAN BRETAÑA ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 26 de septiembre de 1991 

 

Señor Embajador:

Me complace aceptar las Cartas Credenciales con las que Su Majestad la Reina Isabel II lo acredita como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Le ruego amablemente que transmita a Su Majestad mis saludos cordiales y mis buenos deseos. Estoy seguro de que usted seguirá robusteciendo y desarrollando los estrechos lazos entre Gran Bretaña y la Santa Sede, que hicieron posible el establecimiento de relaciones diplomáticas completas hace casi diez años.

Su Excelencia se ha referido a los extraordinarios cambios que se están produciendo en Europa y en el mundo. Ciertamente ninguno de nosotros puede permanecer indiferente frente a todo lo que está sucediendo en este continente. Nos sentimos complacidos, pero también somos testigos interesados de las profundas transformaciones que se están llevando a cabo en el campo social y político. Se trata de cambios positivos, porque se mueven en la línea de un gran respeto a la libertad y a la autodeterminación de los pueblos. Naciones que hasta hace poco estaban encadenadas mediante la fuerza a un orden mundial construido por barreras artificiales y que carecían de voz propia en la comunidad internacional, ansían afirmar ahora su soberanía en una nueva estructura económica y política. Me complace pensar que su país, Señor Embajador, está trabajando para brindar ayuda concreta en esta delicada situación.

Estas transformaciones pueden atribuirse en su mayor parte a los cambios promovidos e introducidos en la Unión Soviética durante los últimos años. Pero no habrían revestido la urgencia y el ímpetu actuales si no hubieran reflejado las aspiraciones ardientes de todo pueblo por preservar y desarrollar en libertad su herencia cultural y religiosa. En el fondo, la necesidad innata en el hombre de luchar por los grandes valores que expresan genuinamente su dignidad – valores como el ejercicio de los derechos humanos y, el primero entre ellos, el derecho a la vida y a la libertad de conciencia y de religión – no se puede sofocar. Los recientes acontecimientos han dado un impulso nuevo a una aspiración humana universal: la esperanza de que la cooperación y la solidaridad, y no la fuerza, gobiernen las relaciones entre los individuos y entre los Estados; la esperanza de que el diálogo y las negociaciones, y no el uso de las armas, lleguen a ser el único medio aceptable para resolver los conflictos.

La índole generalmente pacífica del proceso de cambio que se halla en curso demuestra la madurez alcanzada por la gente implicada y su compromiso por los objetivos democráticos que se han prefijado. Pero las tensiones, e incluso los conflictos violentos que en algunos Estados están dando vida a esos cambios, muestran cuán difícil es superar las injusticias del pasado para instituir verdaderamente la libertad y una forma fructífera de cooperación. La Santa Sede alienta los esfuerzos tendentes a poner fin a la violencia y alcanzar así una solución justa de las controversias actuales. También valora la política de la comunidad europea, que rechaza los cambios de fronteras establecidos con el recurso al uso de la fuerza. Debemos seguir esperando y orando para que la sabiduría y la solidaridad prevalezcan sobre las rivalidades étnicas y políticas.

Me he referido con frecuencia a la necesidad que existe, en las relaciones entre mayorías y minorías, de superar los prejuicios o las hostilidades heredados de la historia. Por desgracia, vemos con que obstinación estas actitudes perduran a pesar del paso del tiempo. En un discurso que pronuncié ante el Cuerpo Diplomático durante mi reciente visita a Hungría hablé ya de la necesidad de trabajar paciente y resueltamente para superar este tipo de problemas. En efecto, para los cristianos, ese trabajo constituye una prioridad: «No podrán renunciar a él sin mostrarse infieles a una verdad central: la igualad innata entre todos los seres humanos que tienen la vocación de vivir en unión fraterna, por encima de cualquier frontera. Queda aún un largo camino por recorrer para acercarnos a la meta. Lejos de desanimarnos, esto debe impulsarnos a emprender sin demora semejante camino» (Budapest, 17 de agosto de 1991; cf. L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 30 de agosto de 1991, pág. 6).

Estos mismos pensamientos y sentimientos expresan mi profunda preocupación y dolor ante la tragedia incesante que tiene lugar en Irlanda del Norte, y a la que también usted se ha referido. La Iglesia condena todos los actos de violencia e intimidación, cualquiera que sea su proveniencia. La paz no puede surgir de la injusticia y de la violencia; sólo puede construirse en el respeto a los derechos de los individuos y de los pueblos, y sobre la base de un sentido común de responsabilidad hacia el bienestar de toda la población. Espero y oro para que se realicen todos los esfuerzos que sean necesarios para dar nueva vida al proceso de diálogo, y que este diálogo proceda a afrontar rápidamente las cuestiones fundamentales relacionadas con la vida de toda la comunidad.

En el cumplimiento de su misión universal, la Iglesia recuerda constantemente a los pueblos que sólo puede existir auténtico progreso humano, si se respetan los imperativos que derivan de la dignidad de cada individuo; se trata de imperativos fundados en la verdadera naturaleza del hombre, anteriores a cualquier clase de consideración económica, cultural y política, y que determinan el único programa válido para la construcción de un mundo verdaderamente digno del hombre.

Esta solicitud hacia las exigencias éticas y morales esenciales para la vida humana caracterizan la acción de la Iglesia en todas partes, incluidos los países desarrollados, que quizá hoy más que nunca tienen una responsabilidad especial hacia los pueblos de las naciones en vías de desarrollo, porque ejercen una atracción y una influencia poderosa sobre estos últimos. No cabe duda de que en las sociedades desarrolladas los esfuerzos por organizar y legislar acerca del bien común sin ninguna referencia a valores morales objetivos ha llevado a una crisis espiritual muy extendida, crisis de los valores fundamentales, que ha debilitado el tejido de la vida civil y ha dejado a millones de personas inseguras ante el significado último de su existencia y de sus afanes. El llamamiento que, al comienzo de mi Pontificado, lancé a los pueblos y naciones a fin de que abrieran sus puertas a Cristo, no pretendía ser un llamado sólo a un compromiso religioso de índole privada. Los cimientos de la civilización europea se apoyan firmemente en el Evangelio cristiano.

Sin un contacto vital con el poder y la visión del Evangelio, las instituciones que aseguran la continuación de esa civilización carecerían de orientación y de vitalidad.

La Iglesia es plenamente consciente de que en la construcción de un mundo más humano y pacífico le corresponde desempeñar un papel de primer orden: educar las conciencias en las exigencias de la verdad y la justicia. Por tanto, espero que una mayor colaboración entre las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como entre los cristianos y los seguidores de las otras tradiciones religiosas, ayude a robustecer el interés público por defender la vida y los derechos y por el uso responsable de la creación de Dios.

Señor Embajador, he mencionado sólo algunos de los problemas más importantes acerca de los cuales usted tendrá muchas ocasiones para reflexionar en el curso de su misión ante la Santa Sede. Aprovecho esta oportunidad para formularle mis mejores deseos de éxito en el cumplimiento de su misión, a la vez que le aseguro la cooperación gustosa de los diferentes organismos de la Santa Sede. Que la guía y la bendición de Dios estén siempre con usted.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n. 43 p.17 (p.597).



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