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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PEREGRINOS QUE PARTICIPARON EN LA CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN
DE 25 MÁRTIRES Y UNA RELIGIOSA MEXICANOS


Lunes 23 de noviembre de 1992

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

En nuestra celebración de ayer, fiesta de Cristo Rey, la Iglesia entonó un canto de júbilo y alabanza a Dios al proclamar Beatos a 25 mártires mexicanos y a la Religiosa María de Jesús Sacramentado Venegas. Para asistir a esta solemne ceremonia vosotros habéis venido a Roma, centro de la catolicidad, guiados por un nutrido grupo de Obispos, a quienes saludo con fraterno afecto, para honrar la memoria de estos eximios conciudadanos vuestros, que son como las figuras más relevantes de esa pléyade de cristianos, que en tiempos de persecución dieron testimonio de su fe hasta el derramamiento de la propia sangre.

La Iglesia en México se regocija al contar con estos intercesores en el cielo y ve en los nuevos Beatos la clave para entender la fuerza transformadora del saber darlo todo por los demás. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) nos dice Jesús en el Evangelio. Los nuevos Beatos mártires entregaron su vida por amor, mientras perdonaban a sus verdugos. La firmeza de su fe y su invicta esperanza los sostuvieron en su martirio. Es esta fe cristiana la que hoy necesita ser revitalizada en México para poder dar así una respuesta a los desafíos de nuestro tiempo.

Por ello, en esta circunstancia, deseo alentar a todos a un renovado empeño en vuestra fidelidad a Dios y a la Iglesia, que se traduzca en un generoso testimonio de vida cristiana y en un nuevo dinamismo apostólico que transforme los individuos, las familias, la sociedad entera, haciendo que en ella reine la justicia, la fraternidad, la armonía entre todos los mexicanos.

Vienen a mi mente las entrañables jornadas vividas en México durante los dos visitas pastorales que la Providencia me ha concedido llevar a cabo en aquella bendita tierra. En los numerosos encuentros que tuve con los amadísimos hijos mexicanos, desde Yucatán hasta Baja California, pude apreciar siempre el calor humano de sus gentes, su acendrada religiosidad, su devoción al Sucesor de Pedro. Y en esta ocasión, deseo reiterar los sentimientos que expresé ante el Señor Presidente de la República a mi llegada a la ciudad capital hace dos años, afirmando mi gozo al encontrarme en aquella “tierra generosa, que se distingue por su nobleza de espíritu, por su cultura y que ha dado tantas muestras de aquilatada fe y amor a Dios, de veneración filial a la Santísima Virgen y de fidelidad a la Iglesia” (Discurso durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de México, n. 2, 6 de mayo de 1990).

Durante aquel inolvidable viaje apostólico quise hacer, desde el Santuario de nuestra Señora de Guadalupe, un apremiante llamado al “laicado mexicano a comprometerse más activamente en la reevangelización de la sociedad”. La respuesta de los fieles católicos de México fue generosa y se ha dejado sentir en los diversos ámbitos de la vida eclesial y también social. A este propósito, no puedo por menos de hacer mención complacidamente del nuevo clima de mejor entendimiento y colaboración que se está instaurando entre la Iglesia y las Autoridades civiles de México. Los acuerdos alcanzados a este respecto repercutirán sin duda en beneficio de toda la sociedad al verse reforzados los lazos de armonía y diálogo, mediante una leal cooperación entre la Iglesia y el Estado desde el respeto mutuo y la libertad.

Finalmente deseo expresar viva gratitud por vuestra presencia en Roma para honrar a los nuevos Beatos. Veo con especial agrado la participacíón, entusiasta y festiva, de numerosos jóvenes, a quienes aliento a encontrar en los tres jóvenes laicos beatificados ejemplos y modelos a seguir en la fidelidad a la vocación cristiana y en la acción apostólica. Vaya también mi afectuoso saludo a los más de trescientos sacerdotes que han venido de las diversas diócesis mexicanas, así como a las Religiosas Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, Hermanas del Corazón de Jesús Sacramentado y Clarisas del Sagrado Corazón, cuyos Fundadores fueron ayer beatificados.

No quisiera terminar estas palabras sin encomendaros un encargo que estoy seguro haréis con especial agrado: llevad el saludo entrañable y la bendición del Papa a vuestros familiares y amigos en México, en especial a los niños, a los enfermos y a cuantos sufren.

A la maternal protección de Nuestra Señora de Guadalupe encomiendo a todos los aquí presentes, mientras imparto complacido la Bendición Apostólica.



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