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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
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Sábado 28 de noviembre de 1992

 

Señor Embajador:

Es para mí motivo de particular complacencia recibir las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España ante la Santa Sede.

Agradezco vivamente las amables palabras que me ha dirigido y, en particular, el deferente saludo de su Majestad el Rey, así como el del Presidente del Gobierno, a quienes le ruego trasmita mis mejores deseos de paz y bienestar, junto con mis votos por la prosperidad y bien espiritual de la querida nación española.

Sus palabras, Señor Embajador, me son particularmente gratas y me han hecho recordar las visitas pastorales realizadas a su País, durante las cuales pude apreciar los más genuinos valores del alma hispana: su acendrada religiosidad, el calor humano, la hospitalidad, el tesón ante las dificultades, las aspiraciones a una mayor justicia y fraternidad que brotan de un pueblo forjado al amparo de la cruz de Cristo y en el seno de la Iglesia Católica.

Y ¿cómo no recordar con admiración y gratitud, en este año del V Centenario, la ingente obra evangelizadora llevada a cabo por tantos hijos e hijas de España, que con generosidad sin límites implantaron la Iglesia en América? La conmemoración de esta gloriosa efemérides ha sido el objetivo principal de mi reciente viaje pastoral a la República Dominicana, donde también he tenido el gozo de inaugurar la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, durante la cual quise dar fervientes “gracias a Dios por la pléyade de evangelizadores que dejaron su patria y dieron su vida para sembrar en el Nuevo Mundo la vida nueva de la fe, la esperanza y el amor” (Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado latinoamericano, n. 3, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992).

Aquellos abnegados misioneros, al mismo tiempo, fueron decididos defensores de los indios y les legaron, además del precioso don de la fe, inestimables tesoros de cultura y de arte, cuyas huellas siguen aún vivas en los pueblos de América. Por medio de estos evangelizadores España aportó al Nuevo Mundo los principios del Derecho de Gentes formulados por la célebre Escuela de Salamanca y puso en vigor un conjunto de leyes con las que la Corona trató de responder al sincero deseo de la reina doña Isabel de Castilla de que “sus hijos” los indios –como ella los llamaba–, fueran reconocidos y tratados como seres humanos, con la dignidad de hijos de Dios y hombres libres, en paridad con los demás ciudadanos de sus Reinos.

He podido apreciar con viva complacencia que las celebraciones de este año 1992 están contribuyendo en modo relevante a reforzar los lazos de España y Portugal con los países hermanos de América; además, entre las mismas Iglesias de una y otra orilla han nacido nuevas y más estrechas relaciones de afecto y conocimiento mutuo.

El reconocimiento de esta Sede Apostólica por la obra evangelizadora que España realizó en América desde 1492, quisimos ponerlo también de manifiesto mediante la presencia de la Santa Sede en la Exposición Universal de Sevilla, en cuyo Pabellón se ofreció a las numerosísimas personas que lo visitaron un conjunto de documentos y obras artísticas que mostraban lo que con razón pudiera llamarse “mestizaje espiritual”, por la íntima compenetración de formas culturales indígenas con los contenidos de la fe cristiana.

También en este marco del V Centenario, hay que mencionar los Congresos Internacionales Mariano y Mariológico celebrados el pasado mes de septiembre en Huelva, lugar de donde partieron las tres carabelas del descubrimiento. En ellos se quiso poner particularmente de relieve el puesto primordial que la devoción mariana ocupó en toda la obra evangelizadora. Por otra parte, y con la ayuda de Dios, yo mismo, a comienzos del próximo verano, espero poder clausurar solemnemente el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla, ciudad que tan decisivo papel jugó en toda la empresa americana.

Como Vuestra Excelencia ha querido señalar, en nuestra época estamos asistiendo a cambios profundos que suscitan en no pocos un sentimiento de incertidumbre y que está exigiendo de todos un particular esfuerzo de rearme moral. En efecto, basta mirar a nuestro alrededor para constatar la crisis de valores que, en nuestros días, se hace presente en tantos campos de la vida individual y social, y que afecta de modo particular a instituciones como la familia, o a amplios sectores de la población como la juventud. Y ¿cómo no reiterar una vez más la reprobación de prácticas que atentan al derecho a la vida del aún no nacido? Por todo ello se hace más necesario aún que los católicos españoles tomen mayor conciencia de sus propias responsabilidades y, de cara a Dios y a sus deberes ciudadanos, se esfuercen en construir una sociedad más justa, fraterna y acogedora, basada en los principios morales que han inspirado su caminar a lo largo de la historia. Con decidida voluntad por superar las divisiones del pasado, hay que fomentar una creciente solidaridad entre todos los ciudadanos, que les lleve a emprender con amplitud de miras un vigoroso compromiso por el bien común en la fraternidad y la armonía. A este propósito, no puedo por menos de reiterar mi firme reprobación del triste fenómeno del terrorismo, que viola los derechos más sagrados de las personas, atenta a la pacífica convivencia y ofende los sentimientos cristianos de vuestras gentes.

La Iglesia en España, fiel a las exigencias del Evangelio, reafirma su vocación de servicio a las grandes causas del hombre, ciudadano e hijo de Dios. Por ello, reitera su voluntad de continuar colaborando, desde el respeto mutuo y la libertad, con las Autoridades y las diversas instancias del país, para promover todo aquello que favorezca el mayor bien de la persona, humana y de los grupos sociales, en especial los menos favorecidos. A este respecto, los Acuerdos firmados entre la Iglesia y el Estado español ofrecen una válida plataforma para trabajar al servicio de todos los ciudadanos. Por nuestra parte, hacemos votos para que, conjugando el respeto formal de la letra de los Acuerdos con una actitud recíproca de cordialidad y buen entendimiento, se avance decididamente en el perfeccionamiento de las relaciones, aportando elementos de concordia en puntos tan importantes como la legislación en materia de educación y enseñanza. La Iglesia católica, que acepta sin reservas la convivencia democrática y, consiguientemente, la pluralidad de contenidos según el modelo educativo libremente escogido por los padres, considera que es inalienable el derecho de la familia para ejercer sin obstáculos legales ni cortapisas económicas ese derecho del hombre y de la sociedad, hoy reconocido en los tratados internacionales. Por otra parte, «la Conferencia Episcopal y otras instancias de la Iglesia española han expresado, en repetidas ocasiones, el deseo de que el nuevo sistema educativo sea plenamente respetuoso con los derechos de los alumnos y de sus padres en esta materia, siempre al servicio de todos los españoles y "no sujeto al vaivén de cambios políticos"» (Discurso a un grupo de obispos españoles en visita «ad limina Apostolorum», n. 8, 16 de diciembre de 1991).

El deterioro de los comportamientos éticos a que hoy asistimos, Señor Embajador, convierte en necesidad urgente el compromiso de todos para delinear y aplicar programas educativos que contrarresten la excesiva presión ambiental sobre niños y jóvenes, cultivando en sus conciencias sentimientos de honradez, solidaridad y justicia, sólidamente fundados en una visión religiosa y transcendente de la vida. A este respecto, como señalé a los Obispos españoles en su visita “ad Limina”, “no se puede olvidar que los ciudadanos, en el ejercicio de su libertad, tienen derecho a ser respetados en sus convicciones morales y religiosas también en lo que se refiere a los medios de comunicación social que están al servicio del bien común” (Discurso a un grupo de obispos españoles en visita «ad limina Apostolorum», n. 6, 11 de noviembre de 1991). Los mismos principios cristianos, que han informado la vida de la Nación española desde sus orígenes, tienen que infundir una sólida esperanza y un nuevo dinamismo que den renovado impulso a una sociedad donde reine la honestidad, la laboriosidad, el espíritu solidario y participativo a todos los niveles.

Señor Embajador, al renovarle mis mejores deseos por el éxito de la alta misión que hoy comienza, le aseguro mí plegaria al Todopoderoso para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble país, así como al amadísimo pueblo español, al que recuerdo siempre con particular afecto.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XV, 2 pp. 733-737.

L'Attività della Santa Sede 1992 pp. 803-805.

L’Osservatore Romano 29.11.1992 p.8.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n. 49 p.10 (p.698).



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