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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA OFICIAL DEL SEÑOR CARLOS SAÚL MENEM
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ARGENTINA
*


Jueves 16 de diciembre de 1993

 

Señor Presidente:

Es para mí motivo de viva satisfacción recibir esta mañana al Supremo Mandatario de la Nación Argentina, acompañado de Ministros de Estado y de altos funcionarios de su Gobierno. Al expresarles profunda gratitud por esta visita, me complazco en dirigirles un deferente saludo, junto con mi más cordial bienvenida.

Su presencia evoca en mí, de modo particular, las inolvidables visitas pastorales a su País durante las cuales pude apreciar los valores más genuinos, humanos y cristianos, del alma noble de Argentina, de cuyas gentes recibí tantas muestras de adhesión y cariño. Por todo ello deseo reiterar nuevamente mi vivo agradecimiento y el afecto que siento por todos los hijos de aquella amada Nación.

Durante los años transcurridos desde mi segunda visita en 1987, que quiso ser también una peregrinación de acción de gracias a Dios por la feliz culminación del Tratado de Paz y Amistad entre dos Países hermanos, Argentina y Chile, cuyas relaciones se habían visto seriamente en peligro a causa del diferendo austral, se han producido importantes cambios en la vida de la Nación. Seguimos con particular interés, Señor Presidente, los esfuerzos que se están realizando por hallar vías de solución a los problemas que aquejan a su País, con vistas a la instauración de un orden social más justo y participativo. Para ello, como lo ha expresado Vuestra Excelencia en diversas circunstancias, es necesario que la sociedad renovada que se quiere construir lleve el sello de los valores morales y transcendentes, los cuales representan el más fuerte factor de cohesión social. Es preciso, pues, que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia continúen siendo los valores esenciales que inspiren a todas las personas y grupos que trabajan por el bien de la Nación.

Como he señalado en la reciente Encíclica “Veritatis Splendor”, existe el riesgo de un “relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándolo más radicalmente del reconocimiento de la verdad” (Veritatis Splendor, 101). Se hace, por tanto, imprescindible tutelar y potenciar una recta concepción del hombre y de su destino, pues la libertad humana y su ejercicio en el campo de la vida individual, familiar y social, al igual que la legislación que sirve de marco a la convivencia en la comunidad política, encuentran su punto de referencia y su justa medida en la verdad sobre Dios y sobre el hombre. En efecto, el mismo curso de la historia muestra que los sistemas teóricos y prácticos que se cierran a la transcendencia terminan por exacerbar las divisiones entre los individuos y grupos, y se incapacitan para conseguir las metas de progreso que desean alcanzar.

Por otra parte, la verdad, como categoría de pensamiento, ha de traducirse en una actitud de autenticidad por parte de todas las personas que integran el cuerpo social. En efecto, la veracidad es una virtud que, junto con el espíritu de servicio y la competencia y eficacia, lleva como fruto la justicia y el espíritu solidario en una Nación. Por ello, en la Encíclica más arriba citada, hacía un llamado a “la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados, a la transparencia en la administración pública, a la imparcialidad en el servicio de la cosa pública” (Veritatis Splendor, 101), como fundamento de garantía para un progreso integral a todos los niveles.

La Iglesia, Señor Presidente, propone incansablemente estos principios morales en su doctrina social, la cual constituye también un instrumento para la formación de las conciencias, a la vez que indica los medios aptos para fortalecer las bases espirituales y cívicas de la sociedad, de modo que toda la actividad humana refleje la dignidad y la nobleza del hombre y se despliegue en obediencia al orden querido por Dios. Movido por mi solicitud pastoral, propuse en la Encíclica Centesimus Annus el modelo de “una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación”, distante del sistema socialista y de su planificación centralizada de la economía, pero también capaz de superar las innegables carencias del capitalismo (cf. Centesimus Annus, 35).

Desde la perspectiva de la doctrina social, cobra especial relieve la virtud humana y cristiana de la solidaridad, que es “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, 38). El ejercicio de la solidaridad dentro de la realidad social habilita a las personas y a los grupos intermedios para asumir la interdependencia –realidad insoslayable en el mundo actual– y poder así orientar un esfuerzo común que sea signo y realización efectiva del amor a la Patria.

En contraste con lo anterior, se detecta en no pocos Países, incluso de arraigada tradición cristiana, el afianzarse de una visión de la vida basada sólo en el bienestar material y en una libertad egoísta que se autoconsidera ilimitada. A este propósito, la enseñanza de la Iglesia recuerda la necesidad de que la movilización de recursos y posibilidades esté regida siempre por un objetivo moral (cf. ib. 28). En consecuencia, postula un desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres; por lo cual, ha de procurarse que las iniciativas orientadas a estimular el desarrollo económico respeten siempre los principios de equidad en la justa distribución de esfuerzos y sacrificios por parte de los diversos grupos sociales. Por otra parte, compete a los poderes públicos velar para que los sectores más desprotegidos sean convenientemente tutelados y puedan acceder a los bienes que les son debidos. Hago votos para que los elementos positivos que a este respecto están surgiendo, se desarrollen y consoliden ulteriormente con el esfuerzo solidario de todos los componentes sociales.

En el contexto de las nuevas situaciones y nuevos retos con que hoy nos enfrentamos, es necesario, pues, promover una conciencia solidaria que aúne voluntades y esfuerzos en orden a erradicar la pobreza y el hambre, la ignorancia y el desempleo. Como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y las familias, así como a los grupos intermedios y asociativos, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de bienestar y progreso. Para ello es necesario el rescate de los valores fundamentales en la convivencia social, tales como el respeto a la verdad y a la justicia, el decidido empeño por la paz y la libertad, el robustecimiento de los lazos de solidaridad; todo esto, en un marco de honestidad individual y colectiva, que en la Argentina abra nuevos caminos a la esperanza y al desarrollo económico y social, para que pueda ocupar el puesto que le corresponde en el concierto de las Naciones.

Señor Presidente, son muchos y muy profundos los vínculos que, desde sus mismos orígenes como Nación, han unido a la Argentina con la Sede Apostólica. En esta circunstancia, deseo manifestarle la decidida voluntad de la Iglesia en seguir promoviendo y alentando todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social. El carácter religioso de su misión le permite llevar a cabo este servicio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte, pues, como enseña el Concilio Vaticano II, “la Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter transcendente de la persona” (Gaudium et spes, 76). Estoy seguro de que en esta singladura de vida democrática, la acción de la Iglesia en la Argentina seguirá haciéndose presente con renovada vocación de servicio a todos los niveles, especialmente en favor de los más necesitados, contribuyendo así a la elevación y progreso del conjunto social.

Antes de concluir este encuentro, deseo reiterarle, Señor Presidente, mi vivo agradecimiento por esta amable visita, a la vez que en su persona rindo homenaje a toda la Nación Argentina. Y mientras pido fervientemente al Todopoderoso que, por intercesión de Nuestra Señora de Luján, derrame abundantes dones sobre todos los amadísimos hijos de su noble País, imparto complacido la Bendición Apostólica.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVI, 2 pp. 1478-1482.

L’Attività della Santa Sede 1993 pp. 1044-1046.

L'Osservatore Romano 17.12.1993 pp.1, 5.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.52 pp. 8, 9.



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