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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LOS ESTADOS UNIDOS
*

Jueves 2 de septiembre de 1993

 

Señor Embajador:

1. Me complace darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de los Estados Unidos de América. Recuerdo con gran placer mi reciente visita a su país con ocasión de la celebración de la VIII Jornada mundial de la juventud. En Denver pude escuchar las esperanzas y las preocupaciones de los jóvenes norteamericanos, y descubrí en su vitalidad y en su idealismo un valioso recurso para el futuro de su nación. El hecho de ver a tantos jóvenes que habían acudido procedentes de todo el mundo me recordó vivamente también la grave responsabilidad que tienen los lideres internacionales de asegurar que la próxima generación goce de todas las oportunidades, a fin de contribuir con sus dones a la construcción de relaciones cada vez más justas y armoniosas entre todos los miembros de la familia humana.

2. Señor Embajador, en su discurso se ha referido a muchas de las cuestiones urgentes, todavía no resueltas, que la comunidad internacional debe afrontar hoy. Muchos de estos problemas han llegado a ser cada vez más apremiantes como resultado de los cambios dramáticos que se han producido en el escenario mundial durante estos últimos años. Trágicamente, el derrumbe de los muros que dividían el Este del Oeste en dos campos ha hecho ver con mayor evidencia los muros escandalosos de pobreza, violencia y opresión política que siguen dividiendo a amplios sectores de la humanidad. La nueva era que se está abriendo ahora ante nosotros requiere un nuevo sentido de responsabilidad moral colectiva en la obra de promover el desarrollo humano integral, salvaguardar los derechos humanos y la libertad, alentar formas de gobierno con mayor participación y establecer estructuras eficaces para la solución justa de los desacuerdos entre naciones y entre diferentes grupos étnicos y sociales.

3. Estos desafíos tienen una dimensión moral fundamental, y exigen una respuesta que vaya más allá del egoísmo personal o de los meros cálculos estratégicos. Como afirmé en la encíclica Centesimus annus, «el mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los graves problemas nacionales e internacionales no es sólo cuestión de producción económica o de organización jurídica o social, sino que requiere precisos valores ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y de estructuras» (n. 60). Son esenciales nuevas formas de solidaridad y cooperación practica entre las naciones para hallar medios eficaces a fin de acabar con situaciones de injusticia y actos de violencia que amenazan la dignidad humana y violan los derechos humanos. Gracias a su gran influencia en la comunidad internacional, los Estados Unidos han de desempeñar un papel significativo en este proceso. Confío en que sus compatriotas se esfuercen por responder a los desafíos de la hora actual con la firme determinación que los ha distinguido con tanta frecuencia en el pasado.

4. A este respecto, reviste especial importancia el ejercicio responsable de la libertad por parte de pueblos que acaban de liberarse de diversas formas de opresión política. Gracias a su larga tradición de respeto a la libertad y a su deseo de defenderla aún a costa de grandes sacrificios, los Estados Unidos de América han impulsado los esfuerzos de muchos países en vías de desarrollo que querían construir una vida democrática estable. Sin embargo, la libertad auténtica exige siempre un vinculo honrado con la verdad (cf. Redemptor hominis, 12). Solo si acepta la verdad, se alcanza plenamente la libertad (cf. Jn 8, 32). La búsqueda de la libertad no puede separarse nunca del respeto a la verdad acerca del hombre y de su verdadera identidad porque, de lo contrario, el ideal de libertad se convertiría fácilmente en algo vacío y superficial, y podría servir incluso de pretexto para formas de autoafirmación, opresión y violencia. En efecto, «si no existe una verdad última, que guíe y oriente la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Centesimus annus, 46).

5. La fuerza moral de toda democracia dependerá de su habilidad para proteger la libertad y proporcionarle, al mismo tiempo, los fundamentos éticos necesarios. Precisamente en esta importante tarea de discernimiento de las exigencias morales de un orden social justo, los cristianos se sienten obligados a prestar su contribución a la vida nacional, junto con todos los hombres de buena voluntad. La preocupación por el bien común ha sido la fuerza motriz del notable compromiso de los católicos de los Estados Unidos en la vida de su nación. Esa preocupación ha encontrado una expresión concreta en la red de escuelas, hospitales y servicios sociales con que la Iglesia ha procurado formar siempre ciudadanos responsables y asistir a los pobres y necesitados. Como en el pasado, también hoy los católicos esperan, con razón, que se escuche su voz en los debates sobre las cuestiones que debe afrontar la sociedad norteamericana. Comprenden que las decisiones sobre esas cuestiones no deben tomarse simplemente según el equilibrio de intereses particulares basados en el poder político de grupos opuestos, sino más bien en la valoración y la integración de dichos intereses en el marco de una visión coherente del bien común, inspirada por criterios de justicia y moralidad.

En Denver puse de relieve la necesidad de esa visión moral responsable, cuando exprese mi convicción de que «el pueblo norteamericano posee la inteligencia y la voluntad necesarias para hacer frente al desafío de volver a dedicarse con nuevo vigor a promover las verdades en las que se fundo este país y por las que creció» (Discurso durante la ceremonia de bienvenida en Denver, 12 de agosto de 1993; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de agosto de 1993, p. 9). Una de esas verdades fundamentales es el respeto del derecho a la vida, el primero de los derechos inalienables que el Creador nos ha dado a todos.

6. Señor embajador, en su presencia repito hoy con gusto las palabras que dirigí a sus compatriotas en Denver: «La generosidad y la providencia de Dios han atribuido una gran responsabilidad al pueblo y al Gobierno de los Estados Unidos. Pero ese peso representa también la oportunidad de una verdadera grandeza. Junto con millones de personas en todo el mundo comparto la profunda esperanza de que en la actual situación internacional los Estados Unidos no ahorren esfuerzos para fomentar la libertad auténtica y favorecer los derechos humanos y la solidaridad» (ib.). Me complace asegurarle mis oraciones por el pueblo norteamericano y mi confianza en que Dios todopoderoso guíe su nación por los caminos de la paz auténtica, con libertad y justicia para todos. En este momento en que empieza su misión, le expreso mis mejores deseos y le aseguro la pronta colaboración de las oficinas de la Santa Sede. Invoco cordialmente las abundantes bendiciones de Dios sobre usted y su familia.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n.40 p.11 (p.539).



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