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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL COLOMBIANA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 25 de mayo de 1996

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me es grato recibiros en este encuentro colectivo que culmina vuestra visita ad limina, y saludaron con afecto después de haber compartido con cada uno de vosotros las alegrías y las preocupaciones experimentadas en el ejercicio de vuestro ministerio como Pastores de las Provincias eclesiásticas de Popayán, Medellín, Manizales, Cali y Santa Fe de Antioquia.

La cercanía de la solemnidad de Pentecostés en que se conmemora y actualiza la venida del Espíritu sobre la comunidad apostólica constituye un providencial marco de vuestra visita y un especial motivo para revivir y fortalecer el ministerio apostólico. En efecto —nos recuerda San Ireneo— «todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones» (San Ireneo, Adversus haereses, 2, 17, 2)

También vosotros, al peregrinar a la tumba de Pedro, habéis querido reavivar el ardor que el Espíritu infundió en los Apóstoles para predicar el Evangelio abiertamente (cf Hch 4, 13), gozosos de seguir la misma suerte del Maestro (cf. Ibíd., 5, 41; Mt 10, 17-20) sufriendo por cumplir la misión encomendada con inquebrantable fidelidad al Evangelio recibido. A su vez, al estrechar los lazos de unidad con el sucesor de Pedro y ser confirmados en la fe (cf Lc 22, 32), hacéis brillar en la Iglesia la acción del Espíritu Santo, que «la une en la comunión y el servicio, la construye y la dirige con diversos dones» (Lumen gentium, 4).

Agradeciendo las bondadosas palabras que, en nombre de todos y como gesto elocuente de adhesión a la Sede de Pedro, me ha dirigido Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo, deseo referirme a algunos aspectos de la realidad en que vive el pueblo colombiano, objeto siempre de mi afecto y de mi oración.

2. Hay motivos que permiten esperar en un proceso de progresiva toma de conciencia de solidaridad social en vuestra Patria, con nuevos mecanismos de participación democrática y una mayor cobertura asistencial, tan necesaria para los más desfavorecidos, y una más sentida exigencia de honradez y de justicia en la administración pública, para que ésta busque totalmente la promoción del bien común. Sin embargo, subsisten otras realidades que preocupan aún vuestra conciencia de Pastores.

Quisiera referirme particularmente a la situación de violencia que lamentablemente perdura desde hace décadas y que, al sembrar dolor y terror, impide la paz social y frena un desarrollo equilibrado en la Nación. Una violencia que se manifiesta en muy diversas formas: el abominable crimen del aborto y los malos tratos en la familia, el enfrentamiento entre las guerrillas y las Fuerzas Armadas Regulares, la actuación de los grupos paramilitares, la delincuencia común y el bandidaje, así como los asesinatos relacionados con el tráfico ele drogas.

Cuando el número de víctimas de la violencia alcanza ya cifras altísimas y aumenta el clima general de zozobra; cuando se atenta contra la vida incluso de los obreros de la paz, como ha sido el caso de sacerdotes y religiosas, ha de alzarse también con renovada energía la voz de quienes proclaman el Evangelio de la vida y de la paz, y deben multiplicarse los esfuerzos en favor de una convivencia serena basada en la justicia, la reconciliación y el amor, por parte de quienes han recibido y son portadores del saludo del Señor Resucitado: «La paz con vosotros» (Lc 24, 36; Jn 20, 19-20). En este sentido os habéis comprometido en diversas iniciativas, como la Comisión de Conciliación Nacional, que desea ofrecer sus buenos oficios para un diálogo entre las diversas partes, en espera de que se llegue pronto a la paz completa y estable en vuestro país.

La misión que incumbe a la Iglesia de proclamar y contribuir a construir la paz, don inestimable del Espíritu, proviene de su fe inquebrantable en Dios, Padre Providente, y de su firme adhesión a Cristo, único Reconciliador de todas las cosas (cf. Col 1, 20) y vencedor de todo poder que pudiera esgrimirse contra la dignidad ele la persona humana y sus posibilidades de plena realización.

Al ser la paz un signo concreto de la presencia del Reino de Dios en el mundo, que conoce situaciones cambiantes a través de la historia, debe inspirar, iluminar y apoyar los esfuerzos para construir la paz política y social. No ha de confundirse, por tanto, la paz con la pasividad o el conformismo y, mucho menos aún, con la calma que ilusoriamente se espera obtener con el solo empleo de la fuerza. Exige más bien un compromiso activo, serio y creativo por alcanzar nuevas metas de convivencia humana y de orden social, de respeto por la dignidad de los pueblos y los derechos inalienables de la persona.

3. Soy bien consciente de la profunda transformación que se produce en vuestro país y de la complejidad de sus problemas. Vosotros, como Pastores, apremiados por el amor de Cristo (cf. 2Co 5, 14), habéis de responder a la situación de violencia que quiere instaurarse con una movilización general de las conciencias que, alimentadas con una cultura de la vida y del amor (Evangelium vitae, 95), las lleve a trabajar en favor de la paz. El amor de Dios, expresado en el don de su Hijo, el cual amándonos «hasta el extremo» (Jn 13, 1) nos ha enseñado también su verdadera medida, es nuestra señal de identidad y el criterio que nos orienta. Sólo el amor puede oponerse eficazmente a la violencia y desarmarla en su misma raíz. Sólo el amor sabe encontrar las verdaderas sendas de la paz y nos ayuda a caminar por ellas.

4. La violencia muestra su lado más perverso en el desprecio de la vida (Evangelium vitae, 10) a la que amenaza de múltiples maneras. La Iglesia se enfrenta a ella poniéndose al servicio de la vida humana en todas sus etapas v anunciando la presencia del Dios de la Vida en la cultura actual, de la que tantos «signos de muerte» (Dominum et vivificantem, 57-58) intentan apoderarse. Los motivos que la alientan en esta tarea van más allá de las razones que provienen de la ciencia, la mera compasión o la simple filantropía. Sus raíces profundas se encuentran en la fe en Dios que no sólo llama a la existencia, sino que la recrea luego con la gracia, para acogerla al final en la comunión trinitaria (Evangelium vitae, 2). Por eso la vida de cada persona, aun la que pudiera parecer más inútil o marginada, tiene un valor infinito por ser hija de Dios y objeto de su inmenso amor.

La hondura de tales motivos ha de hacerse visible también en las consecuencias que conlleva el compromiso en favor de la vida. Así, el respeto por el derecho básico de la vida debe llevar a la promoción de la dignidad de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Al favorecimiento de la calidad de vida, a la que tantos y tan meritorios esfuerzos se dedican desde el campo económico, político, sanitario y cultural, no debe faltar también el de la creatividad, el encuentro consigo mismo, la interioridad y la capacidad de entrega, para hacer así a la persona un ser capaz de asumir plenamente su vocación en la tierra y abierto a su dimensión trascendente, pues la auténtica promoción humana no puede prescindir de la comunión con Dios, que es la razón más alta de la dignidad de cada persona (cf. Lumen gentium, 19)

Frente a tantas sombras que en la sociedad actual parecen empañar el amor y el respeto de la vida, es preciso ofrecer signos concretos de esperanza y promover iniciativas que disipen el abatimiento y el desánimo, devolviendo la alegría a los rostros de los hombres, especialmente de los niños y los jóvenes. Estas iniciativas han de favorecer el ambiente acogedor de las familias; han de propiciar las condiciones necesarias para un crecimiento sereno y una educación integral; han de potenciar ambientes y comunidades cristianas en las que se pueda experimentar la posibilidad real de compartir la existencia teniendo «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) y de vivir la gozosa certeza de que el futuro y la auténtica plenitud del hombre está en Dios.

5. Ante la urgencia de los desafíos del momento presente vuestra sensibilidad de Pastores no dejará de inspiraros los gestos necesarios que infundan en la cultura, con toda claridad y firmeza, una impronta cristiana. La acogida total del Espíritu os dará la audacia de los primeros Apóstoles para que, dejando toda desavenencia y egoísmo, y venciendo la tentación del fatalismo y la sensación de impotencia, estéis a la altura de la misión que hoy os corresponde afrontar.

En esta tarea es de suma importancia tener presente que nuestra seguridad nos viene de Dios (cf. Is 49, 5). La Iglesia ha recibido de su Señor el mandato de hacer lo mismo que Él hizo (cf. Jn 13, 15) y tenemos el ejemplo claro de cómo Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios: llama a los hombres a la conversión, manifiesta una solidaridad real con los más desheredados, lucha contra la injusticia, la hipocresía, la violencia, los abusos de poder, el afán desmedido de lucro y la indiferencia ante los pobres.

6. Con la certeza de la protección de Dios y la seguridad que nos brinda el ejemplo de Jesús, el Espíritu os guiará en el necesario discernimiento de lo que Dios espera de vosotros y de la Iglesia en Colombia (cf. Rm 12, 2). En efecto, el Espíritu «hace rejuvenecer a la Iglesia y la renueva constantemente» (Lumen gentium, 4), guiando sus pasos corno se hizo patente en los primeros momentos y llevándola en ocasiones a tomar posturas audaces ante realidades consideradas difíciles e incluso inéditas para la mentalidad de aquellos tiempos (cf. Hch 11, 18). En un contexto social y cultural cambiante, es preciso superar también la rémora de la inercia que se contenta con seguir los senderos trillados, para abordar con creatividad, arrojo y honestidad los retos que la Palabra de Dios presenta a nuestro mundo de hoy. En la continua revitalización de las comunidades eclesiales para que lleven una más intensa y consciente vida de fe y de compromiso cristiano, hay que tener en cuenta también a los que no frecuentan los sacramentos o no acuden regularmente a los templos, y llevar así el Evangelio a todas las personas.

El discernimiento exige de todos que, por encima de cualquier interés particular, impere un espíritu de servicio y de comunión. En efecto, no se puede tener otra motivación que la de servir a Dios y al hombre. No se puede vivir con otra actitud que no sea la de comunión, construida pacientemente con un diálogo constante, honesto y veraz. Vuestras comunidades eclesiales serán motivo de esperanza si son capaces de dar testimonio de la dulzura de la fraternidad cristiana en una sociedad caracterizada por la dispersión y el individualismo. Al mismo tiempo, en un momento en que los problemas exigen soluciones que sobrepasan con frecuencia las capacidades individuales o las intervenciones de una sola parte, la colaboración de todos permitirá «dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de los diferentes dones» (Vita consecrata, 54).

Las circunstancias actuales exigen también un proyecto orgánico y de conjunto en el que toda la Iglesia esté comprometida, superando iniciativas aisladas y esporádicas. Un proyecto en el que ningún nivel eclesial quede aislado y ninguna persona o institución permanezca indiferente y del que ninguna iniciativa pastoral quede desconectada. De este modo la Iglesia, aunando todas sus fuerzas, aprovechará mejor la ocasión de contribuir al desarrollo de una cultura troquelada por los ideales del Evangelio.

Finalmente, ante las condiciones infrahumanas en que viven tantos hijos de Dios, los programas de pastoral social, a nivel diocesano y nacional, han de ser concretos, tangibles y evaluables. Deben ser un signo claro de la real solicitud de la Iglesia por los pobres y oprimidos. Estos programas serán la mejor manera de formar la conciencia social en todos, especialmente en los responsables de las diversas instancias sociales de la comunidad nacional.

8. Os deseo que sintáis esta visita como un nuevo Pentecostés en que se renueva vuestro ardor apostólico en favor «de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28). Haced llegar a las Iglesias que presidís en la caridad mi cordial saludo y compartid con ellas, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos, la gozosa experiencia de fe y comunión que habéis vivido estos días, para que todos ellos tengan también la dicha de sentirse, en el corazón de la Iglesia, piedras vivas y colaboradores de su edificación coherente en el amor (cf. 1P 2, 5).

Como signo de fraterna caridad y de la continua solicitud del Pastor cíe la Iglesia universal, a la vez que invoco la materna intercesión de Nuestra Señora de Chiquinquirá, como aliento para el futuro y en prenda de la constante asistencia divina, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.



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