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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS FRANCESES DE LA REGIÓN APOSTÓLICA DEL CENTRO-ESTE
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 12 de abril de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Al terminar la serie de visitas ad limina de los obispos de Francia, me alegra recibiros a vosotros, que sois los pastores de la Iglesia en la región centro-este. Habéis venido ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo para encontrar la fuente del dinamismo evangélico que ha estimulado a tantas figuras ilustres de vuestras Iglesias particulares, como Ireneo, Francisco de Sales, Margarita María, Juan María Vianney, Paulina Jaricot, Antonio Chevrier o los iniciadores del catolicismo social. Aún hoy este dinamismo vivifica a los discípulos de Cristo que os han sido encomendados y cuyo testimonio en medio de la sociedad alentáis y guiáis.

Quisiera recordar aquí al cardenal Albert Decourtray, que fue pastor celoso de la archidiócesis de Lyon y servidor generoso de la Iglesia en Francia. Agradezco a monseñor Claude Feidt, arzobispo de Chambéry, vuestro presidente, su lúcida presentación de la vida de vuestras diócesis. He podido apreciar el sentido apostólico de los sacerdotes y constatar el lugar importante que, desde hace tiempo, ocupan entre vosotros los laicos en la misión de la Iglesia. El reconocimiento de su vocación particular y su colaboración confiada con los sacerdotes permiten dar mayor vigor a la vida eclesial. Sé, asimismo, que en vuestra región el ecumenismo, uno de cuyos grandes inspiradores ha sido el abad Couturier, es una orientación pastoral constante. ¡Ojalá que en medio de las satisfacciones y dificultades de cada día vuestras comunidades sigan siendo para todos un signo de esperanza para el futuro!

2. Durante mi reciente visita a Francia, la peregrinación que realicé a la tumba de san Martín de Tours me brindó la ocasión de encontrarme con una asamblea significativa de «heridos de la vida». Habéis querido convertir esa celebración en el símbolo del compromiso decidido de la Iglesia en favor de los que sufren, de los rechazados por la sociedad y de los abandonados a su suerte en los caminos de la vida. Hoy quisiera abordar con vosotros precisamente este aspecto esencial de la misión de la Iglesia.

Los informes quinquenales de las diócesis de vuestro país ponen de manifiesto los graves problemas humanos que afronta la sociedad. Así, la crisis económica lleva a una parte de la población a vivir situaciones de pobreza y precariedad, que afectan cada vez más duramente a las jóvenes generaciones. El desconcierto frente a las difíciles condiciones de la vida, las desigualdades sociales y el desempleo, cuyas causas se interpretan a veces de manera simplista, debilitan las relaciones entre los diversos grupos humanos dentro de la comunidad nacional. Las incertidumbres de la existencia también pueden tener como consecuencia el aislamiento en sí mismos, que impide prestar atención tanto a las demandas de los más necesitados de su entorno como a las de los pueblos menos favorecidos.

Durante este período de cambios profundos, conviene que en muchos se desarrolle una clara toma de conciencia de la interdependencia entre los hombres y entre las naciones, y de la necesidad de poner en práctica una verdadera solidaridad entendida como «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos » (Sollicitudo rei socialis, 38). Los valores de libertad, igualdad y fraternidad, en los que el pueblo francés ha elegido fundar su vida colectiva, expresan en cierto modo las condiciones de la solidaridad, sin la cual el hombre no puede vivir plenamente en medio de sus hermanos. La grandeza de una sociedad se juzga por el lugar que otorga a la persona humana y, ante todo, a la más débil, que no puede valorarse únicamente en función de lo que posee o de lo que puede aportar mediante su actividad.

3. Vuestra Conferencia episcopal ha intervenido muchas veces sobre las cuestiones sociales, principalmente con ocasión de sus asambleas plenarias o por medio de su comisión social. Recientemente, habéis exhortado a no considerar como una fatalidad «la brecha social», cada vez más profunda en vuestro país. Muchos de vosotros habéis intervenido también para recordar la tradición evangélica de defender a los más débiles. En efecto, es importante que la palabra de la Iglesia se manifieste de modo vigoroso en la opinión pública, para promover la dignidad del hombre dondequiera que esté amenazada, y proponer los principios evangélicos que dan sentido y valor a toda vida humana. La Iglesia, enviada al corazón del mundo para anunciar en él el evangelio de la vida, se preocupa del bienestar de toda la sociedad, respetando las convicciones de cada persona y de cada grupo.

El Consejo nacional de la solidaridad, que habéis creado hace algunos años, es un lugar importante de concertación y reflexión, para un compromiso y una coordinación más eficaces de los organismos de ayuda. Os aliento vivamente a suscitar, en el ámbito de las diócesis, iniciativas adaptadas a las nuevas necesidades que se presentan tanto en las ciudades y en sus alrededores, como en las zonas rurales, a veces olvidadas. Las nuevas formas de pobreza requieren nuevas respuestas. Los cristianos están llamados cada vez más a la conversión del corazón, para desarrollar, personal y colectivamente, estilos nuevos de vida, que inviten de manera profética a sus compatriotas a modificar su comportamiento, a fin de que se superen las crisis y cada uno tenga su justa participación en la riqueza nacional. Dando prueba de libertad con respecto a sus propios bienes y moderando sus deseos, harán posible una comunión efectiva con los necesitados. ¡Ojalá que todos tengan inventiva en la búsqueda de caminos nuevos! Así se edificará un mundo renovado, donde la vida sea más fuerte que la muerte y el amor reine sobre las fuerzas del egoísmo.

La caridad debe adquirir hoy nuevos rasgos. No puede reducirse a una simple asistencia pasajera. Requiere «la fuerza para afrontar el riesgo y el cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para ayudar a otro hombre» (Centesimus annus, 58). Las personas afectadas por la marginación o cualquier otra forma de pobreza deben poder llevar una vida familiar digna y proveer a sus necesidades, desarrollando plenamente sus potencialidades. Así, no quedarán marginadas de las redes sociales; gracias a sus hermanos los hombres, tendrán una esperanza y un futuro. Es preciso recordar que la atención a los más pobres no debe limitarse a los aspectos materiales de la vida; también debe tomar en consideración el desarrollo espiritual de cada uno y favorecer el acceso a la formación y a la cultura. La liberación que Cristo trae transforma a la persona en todo su ser.

4. Hoy es más urgente que nunca asegurar la animación y la educación de todos los miembros de la comunidad cristiana en sus responsabilidades con respecto a los «heridos de la vida». «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Los discípulos de Cristo están invitados a seguir a su Maestro por los caminos que él mismo recorrió, entregando su vida por la humanidad necesitada y herida. Así pues, situándose en la lógica misma del amor vivido según Cristo, la Iglesia debe ser completamente solidaria con los más humildes. No se trata de una tarea facultativa, sino de un deber imprescriptible de fidelidad al Evangelio, de su acogida y de su anuncio. Esta fidelidad pasa por el cuidado de los miembros más débiles del Cuerpo de Cristo, al igual que de toda persona humana. ¡Ojalá que los bautizados se pongan a la escucha de los más pobres y de sus aspiraciones, para ser en medio de ellos verdaderos testigos de la salvación que Cristo trae a todo hombre, y que adquieran un verdadero sentido de la comunión, expresión de su amor al prójimo! La caridad «es el amor a los pobres, la ternura y la compasión por nuestro prójimo. ¡Nada honra más a Dios que la misericordia!» (san Gregorio Nacianceno, Del amor a los pobres, 27).

En los «heridos de la vida» se manifiesta el rostro mismo del Señor. Es necesario que testimoniemos incesantemente que «toda persona herida en su cuerpo o en su espíritu, toda persona privada de sus derechos más fundamentales, es una imagen viva de Cristo» (Encuentro con los «heridos de la vida» en Tours, 21 de septiembre de 1996, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de octubre de 1996, p. 6). Por tanto, el encuentro con el Señor nos lleva naturalmente a ponernos al servicio de nuestros hermanos más pequeños. La actitud de respeto, comunión y compasión con los necesitados es un reflejo de nuestra fidelidad a Cristo. Todo cristiano que, a pesar de su debilidad, tiende la mano a su hermano, le ayuda a ponerse en pie y reanudar su camino, comportándose así como el Señor. «La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Tiene en Dios su fuente y su meta» (Tertio millennio adveniente, 50).

Con ocasión de vuestra última asamblea plenaria en Lourdes, habéis recordado que «mediante la diaconía de la caridad, los diáconos son testigos y ministros de la caridad de Cristo. Tienen la responsabilidad ministerial de velar para que la caridad se viva concretamente » (El diaconado: un don de Dios que hay que poner en práctica, 1996). Por tanto, los animo a dar, en su ministerio diaconal, un lugar importante a esta misión y a sensibilizar a las comunidades cristianas con respecto al servicio de la caridad. Vuestra región tiene una larga tradición de catolicismo social, que debe impulsar a los fieles a adquirir un conocimiento serio de la doctrina social de la Iglesia, considerándola un estímulo para vivir concretamente su fe. También dan una ayuda valiosa los institutos católicos de estudios superiores, especializados en cuestiones sociales, sobre todo en la investigación de las causas de las nuevas situaciones de pobreza y en el análisis de las estructuras de injusticia, que hieren al hombre, para proponer soluciones concretas.

5. En vuestros informes quinquenales habéis recordado las múltiples formas de presencia cristiana en los lugares de pobreza y sufrimiento de vuestras diócesis. Así, numerosos cristianos, con admirable entrega, asisten a los enfermos, a los minusválidos, a los ancianos, a los moribundos o a las víctimas de las nuevas enfermedades. En muchas de vuestras diócesis, se ha hecho un esfuerzo importante por crear estructuras de acogida para los enfermos y sus familias. Los cristianos que las animan, mediante su profunda comprensión de las personas y su participación en el sufrimiento de cada uno, son el rostro del amor y de la misericordia de Cristo y de su Iglesia para quienes atraviesan una prueba.

Muchos fieles están comprometidos, con gran generosidad, en el servicio a sus hermanos más pobres en diversos movimientos caritativos, como el «Secours Catholique» que ha celebrado recientemente el 50 aniversario de su fundación, o también, en vuestra región, la Asociación de los sin techo. Quisiera alentar hoy en particular a los jóvenes que, en los movimientos de apostolado o de educación, como la Juventud obrera cristiana o los scouts, comparten la condición, a veces difícil, de sus compañeros y trabajan con ellos para construir una sociedad más justa, donde cada uno encuentre su lugar y pueda vivir con dignidad. Deben recordar que la lucha por la justicia es un elemento esencial de la misión de la Iglesia. Saludo cordialmente a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, cuyo fundador, Frédéric Ozanam, será beatificado próximamente. Así, a los jóvenes de Francia les será propuesto como modelo de fraternidad universal con los pobres uno de ellos, que declaró: «Quisiera rodear el mundo entero con una red de caridad». Aliento también a todos los católicos que, de diversas maneras, animan los servicios de ayuda o de solidaridad en las parroquias, en las nuevas comunidades, o en la vida asociativa de su barrio o de su ciudad, en colaboración con sus paisanos de otras corrientes de pensamiento.

Es necesario también que los que tienen responsabilidades políticas, económicas y sociales cumplan su misión con integridad, preocupándose por dar la prioridad al bien de las personas y teniendo en cuenta el impacto humano de sus opciones. Debe animarlos una clara conciencia de la dignidad del trabajo, concebido con vistas a la realización del hombre y de su vocación. «El trabajo humano (...) es superior a los restantes elementos de la vida económica, porque éstos desempeñan sólo el papel de instrumentos» (Gaudium et spes, 67).

6. En un ambiente de crisis social no siempre es fácil reaccionar contra cierto debilitamiento de la conciencia moral ante el encuentro de personas de origen o culturas diferentes. Las fracturas culturales son, a menudo, profundas. Suscitan desconfianza y miedo. Muchas veces se señala al inmigrante ante la opinión pública como el responsable de los problemas económicos.

El concilio Vaticano II afirma que «Dios, que cuida paternalmente de todos, ha querido que todos los hombres formen una única familia y se traten entre sí con espíritu fraterno. Pues todos, creados a imagen de Dios (...) son llamados a un solo e idéntico fin, es decir, a Dios mismo» (Gaudium et spes, 24). Ningún hombre puede ser excluido de este proyecto divino. Así pues, cada uno debe estar atento a quien es extranjero en la sociedad. Habéis recordado en muchas ocasiones el deber exigente de acogida fraterna y reconocimiento mutuo, subrayando que, «ante los ojos de Dios, todos los hombres son de la misma raza y del mismo linaje» (Carta de los obispos a los católicos de Francia). La Revelación nos presenta a Cristo como el extranjero que llama a nuestra puerta (cf. Mt 25, 38; Ap 3, 20), y eso impulsa legítimamente a la comunidad cristiana a participar en la acogida y la ayuda a nuestros hermanos inmigrantes, respetando lo que son y su cultura, especialmente cuando están desamparados.

Es misión de la Iglesia recordar que en toda sociedad el forastero, como cualquier otro ciudadano, tiene derechos inalienables, como el de vivir en familia y con seguridad, que en ningún caso puede negársele. La elaboración de las leyes que decretan los deberes necesarios para la vida en común se hace para tutelar los derechos de la persona y con un espíritu que permita a los ciudadanos aprender a vivir en el pluralismo, en beneficio de todos. Sin embargo, los problemas reales que plantea la inmigración no podrán encontrar una solución duradera sin la creación de nuevas formas de solidaridad con los países de origen de los inmigrantes.

En las parroquias, la fraternidad de los fieles de origen diverso manifiesta la comunión en Cristo, según la dimensión universal de la Iglesia, cuando la palabra de cada uno puede expresarse y escucharse. De igual modo, el encuentro entre los cristianos y los creyentes de otras tradiciones religiosas debe permitir un mejor conocimiento mutuo, para participar juntos en la edificación de una familia humana más unida.

7. A veces se manifiesta en la opinión pública una relajación y una disminución del interés con respecto a los problemas, a largo plazo, del desarrollo de las naciones más pobres. Sin embargo, la paz del mundo se basa en la solidaridad. Por otra parte, se constata que la acción inmediata a menudo moviliza más a los fieles, mientras que es necesaria una toma de conciencia más lúcida de las graves cuestiones del desarrollo. Recordar la urgencia de colaborar en el progreso de los pueblos, de «todo hombre y de todo el hombre», también forma parte de la misión de la Iglesia. En Francia existe una larga tradición de práctica concreta de la solidaridad de vuestras Iglesias particulares con el tercer mundo y, particularmente, con África. Os invito a fortalecer aún más la cooperación entre las Iglesias particulares, estando cada vez más atentos a las necesidades de esas Iglesias y procurando entablar una verdadera relación fraterna.

Quisiera manifestar mi aprecio a las numerosas iniciativas que toman las congregaciones religiosas y las instituciones eclesiales, como la Delegación católica para la cooperación, y muchas otras organizaciones de inspiración cristiana. Traducen la ayuda efectiva de vuestras comunidades a los países del tercer mundo, sobre todo enviando personal religioso y laico, compartiendo recursos o, también, acogiendo y formando en Francia a sacerdotes procedentes de esos países.

Para ayudar a vuestros fieles y a todos los hombres de buena voluntad a tomar nueva conciencia de las graves cuestiones relativas a las estructuras de la economía mundial, que afectan a la vida de muchos hombres y mujeres, os invito a dar a conocer el reciente documento publicado por el Consejo pontificio «Cor unum», El hambre en el mundo. Un desafío para todos: el desarrollo solidario. En efecto, como dije, «es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad» (Discurso a la quincuagésima Asamblea general de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 13: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 9).

8. Queridos hermanos en el episcopado, para concluir los encuentros que he tenido con ocasión de las visitas ad limina de los obispos de Francia, y después de mi reciente viaje a vuestro país, quisiera expresaros nuevamente mi alegría por haber compartido las preocupaciones y las esperanzas de vuestro ministerio episcopal, así como por haber constatado la vitalidad de la Iglesia en Francia. Espero que, con ocasión de esta visita al Sucesor de Pedro, vuestra oración ante las tumbas de los Apóstoles, así como vuestros encuentros con los dicasterios de la Curia romana, sean para vosotros una fuente de dinamismo y confianza en el futuro, en comunión con la Iglesia universal. Dentro de algunos meses, nos volveremos a encontrar en París, para la Jornada mundial de la juventud. Será la ocasión para que los católicos de Francia y, más particularmente los jóvenes, acojan a sus hermanos y hermanas de todo el mundo y compartan con ellos sus convicciones evangélicas y su compromiso de construir la civilización del amor. Ahora que nos estamos preparando para el gran jubileo del año 2000, a través de vosotros invito con fuerza a todos los católicos de Francia a salir al encuentro de sus hermanos y a ponerse a su servicio. ¡Cristo los espera!

Os imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a todos vuestros diocesanos.



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