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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
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Viernes 10 de enero de 1997

 

Señor embajador:

1. Me complace recibirle en este solemne acto, en el que me presenta las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Reino de España ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida, me es grato renovar la expresión de mi reconocimiento y aprecio hacia la noble nación española, tan cercana a mi corazón.

Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como los cordiales saludos de Su Majestad el Rey don Juan Carlos I y del presidente del Gobierno, quienes, interpretando los sentimientos del pueblo español, han querido reiterarme nuevamente su estima y aprecio, a lo que correspondo implorando del Señor copiosas gracias, que les ayuden en el desempeño de su misión.

2. Su nación tiene una larga y admirable historia de fidelidad y servicio a la Iglesia, que la hace depositaria de un rico patrimonio espiritual, que las generaciones actuales han recibido y están llamadas a conservar y transmitir a las futuras. Toda esa historia es digna de admiración y respeto y «debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar el futuro» (Discurso en Barajas, 31 de octubre de 1982, n. 5).

3. Una peculiaridad del momento actual en España es el fortalecimiento de las libertades, reflejando así la búsqueda universal de libertad que caracteriza a nuestro tiempo (cf. Discurso en la ONU, 5 de octubre de 1995, n. 2). Este proceso ha tenido muchos aspectos positivos con el paso de los años, aunque queden aún algunos otros por resolver. En ese sentido, la sociedad debe tomar cada vez conciencia más clara de que la libertad, si se aleja del respeto debido al ser humano y a sus derechos y deberes fundamentales, es sólo un vocablo vacío o incluso peligrosamente ambiguo. Por otro lado, se debe tener en cuenta que no se puede simplemente identificar lo establecido y autorizado por la ley en un sistema democrático de gobierno con los principios de la moral, como si fuesen prácticamente equivalentes, pues se sabe que las libertades de expresión y de elección no bastan por sí mismas —por nobles y verdaderas que sean— para conseguir una libertad verdaderamente humana. Por eso, la Iglesia, fiel a su misión, enseña que la libertad florece realmente cuando hunde sus raíces en la verdad sobre el hombre.

Esta misma verdad sobre el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, debe inspirar todas las acciones que se emprendan en la construcción de la sociedad. A ello la Iglesia se siente llamada a colaborar y por eso los obispos, guías del pueblo de Dios, ejercen su magisterio para iluminar la profunda relación de la vida social con la moral y la fe, alentando a todos a reflexionar seriamente y a actuar en consecuencia y en conciencia, para ir construyendo una sociedad cada vez más justa y humana, que esté fundamentada en los valores éticos.

4. Algunos problemas del momento presente, y que se arrastran desde hace algunos años, deben ser afrontados con decisión para evitar que se conviertan en crónicos y deterioren la pacífica convivencia y el progreso integral de los españoles. Entre ellos son motivo de preocupación el alto nivel de desempleo, que dificulta a los jóvenes el construir una familia y mirar el futuro con serenidad, y que adquiere tintes dramáticos para las familias ya constituidas; el desencanto por la gestión de la causa pública, motivado a veces por los casos de corrupción; la triste realidad de un terrorismo casi endémico, que ofende tanto a quien lo sufre como a quien lo práctica. A este propósito, no puedo ocultar mi dolor por los secuestros de personas que duran ya muchos meses y que han llenado de tristeza las recientes y entrañables fiestas navideñas en sus respectivos hogares, provocando el rechazo solidario de tantos españoles. Sé que el Gobierno de la nación está interesado en la solución de todos esos problemas, y para ello encontrará en los pastores y fieles de la Iglesia en España la cooperación necesaria, pues los católicos saben que el compromiso cristiano les lleva a promover todo lo que favorece la consecución del bien común.

5. La sociedad ha de tener entre sus principios básicos la defensa de la vida, de toda vida humana, y la promoción de la familia. Por ello no han de faltar, para que haya un verdadero progreso, estos pilares fundamentales, protegiéndolos en todo lo necesario desde los puntos de vista social, legislativo y fiscal. Ante un cierto deterioro ético de la institución familiar, quisiera recordar cuanto escribí en mi Carta a las familias: «Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad » (n. 17).

6. En el panorama internacional hay que favorecer también la ética de la solidaridad si se quiere que la participación y la justa distribución de los bienes, junto con el crecimiento económico, caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, cuando es bien entendida, es un camino adecuado, como señalé en mi discurso en la Sede de la Organización de las Naciones Unidas (cf. 5 de octubre de 1995, n. 13).

España, por su posición en Europa y por la historia que la une con América Latina, está llamada a dar su valiosa contribución a un futuro de paz tanto en Europa como en el resto de los continentes. Por eso, hago mis mejores votos para que su país, fiel a sus principios humanos, espirituales y morales, progrese, como en el pasado, en el empeño por promover relaciones fraternas entre todas las naciones, sobre todo entre aquellas con las que está unida por la historia y la tradición.

7. Son muchos los vínculos que unen a la Santa Sede con España, los cuales se ven reforzados, además, por una larga historia. En la actualidad, el marco de los Acuerdos firmados entre la Iglesia y el Estado español sigue siendo un válido instrumento para trabajar al servicio de todos los ciudadanos. Por eso, desde el respeto formal de la letra de los Acuerdos y con una actitud recíproca de cordialidad y buen entendimiento, se puede avanzar en el perfeccionamiento de las relaciones actuales, para llegar a resultados y conclusiones comunes en temas tan importantes que interesan a las dos instancias, como es, entre otros, la legislación en materia de educación y enseñanza. La Iglesia católica considera que es inalienable el derecho de la familia a poder elegir, sin obstáculos legales ni cortapisas económicas, el modelo educativo para sus hijos. Tal derecho, reconocido, además, en los tratados internacionales, exige que el sistema educativo sea plenamente respetuoso con las convicciones de cada cual, tenga en cuenta el servicio a todos los españoles y no esté sujeto al vaivén de cambios políticos. Por eso, formulo mis mejores votos para que, por el camino del diálogo, la negociación y el respeto, se avance en la mutua colaboración entre las autoridades civiles y la jerarquía eclesiástica en este y en otros campos.

8. Señor embajador, en el momento en el que se dispone a iniciar su importante misión ante esta Sede apostólica, me complace expresarle mis mejores deseos por el desempeño de su cargo. Le ruego que se haga intérprete ante Su Majestad el Rey, así como ante el Gobierno y el pueblo de España, de mis mejores augurios de paz, prosperidad espiritual y material y solidaria convivencia entre todos los españoles, sobre los que invoco con afecto, por mediación de su patrona, la Inmaculada Concepción, tan venerada en esa tierra, las bendiciones del Señor.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XX, 1 p. 41-45.

L'Osservatore Romano 11.1. 1997 p.5.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.3, p.8 (p.31).



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