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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA PRESIDENTA DE LA ALIANZA DE IGLESIAS REFORMADAS

 

A la doctora JANE DEMPSEY DOUGLASS
presidenta de la Alianza mundial de Iglesias reformadas

Me complace tener la oportunidad, que me ofrece la presencia del cardenal Edward I. Cassidy, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, en la 23ª reunión del Consejo general de la Alianza mundial de Iglesias reformadas, en Debrecen, Hungría, del 8 al 20 de agosto, de enviarle mi afectuoso saludo a usted y a los participantes en esa importante asamblea, que tiene como tema: Romper las cadenas de la injusticia.

Desde el concilio Vaticano II, la Alianza mundial de Iglesias reformadas y la Iglesia católica han participado en dos fases del diálogo internacional, orientado a resolver las diferencias doctrinales que aún nos impiden llegar a la unidad visible a la que Cristo llama a sus discípulos. Otros contactos significativos también han ayudado a incrementar la comprensión entre nosotros. La Iglesia católica está comprometida en la prosecución de este diálogo teológico, para que podamos ampliar las convergencias ya encontradas, y afrontar las cuestiones que quedan por resolver, a fin de que podamos honrar juntos al Señor Jesucristo, el único Mediador entre Dios y la humanidad (cf. 1 Tm 2, 5).

Durante los últimos años, he tenido ocasión de visitar la Europa central y oriental, donde, hace algunos siglos, se enfrentaron a menudo los católicos y los cristianos reformados. Recuerdo muy bien mi visita a Debrecen, en 1991. Participé allí en una celebración ecuménica en la Iglesia reformada, y después visité el monumento dedicado a las víctimas protestantes de las guerras de religión, que se conmemoran allí. Fue un gesto para recordar a los católicos y a los reformados que deben seguir esforzándose por sanar su memoria, como parte de su peregrinación común hacia la unidad. Todas las comunidades cristianas tienen mártires de la fe (cf. Ut unum sint, 83), y a menudo la tragedia que implica es que la caridad evangélica, que debía haber inspirado a todos, no fue suficientemente fuerte como para garantizar siempre el respeto recíproco.

Vuestro Consejo general se reúne pocos años antes del gran jubileo del año 2000, cuando los cristianos celebrarán la encarnación del Hijo de Dios, nuestra única luz y esperanza. En mi oración pido que nos acerquemos a este aniversario con espíritu de genuina gratitud, porque en estos últimos años, mediante la gracia de Dios, hemos comenzado a sanar las divisiones del pasado. Que el Señor nos ayude a seguir respondiendo juntos al desafío que lanzó en su oración por sus discípulos: «Que ellos también sean uno (...), para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

Con estos sentimientos, imploro las bendiciones de Dios sobre vuestra asamblea: «Gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo » (Rm 1, 7).

Vaticano, 30 de julio de 1997.

JUAN PABLO II



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