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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JEFES DE ESTADO PRESENTES EN LA CELEBRACIÓN
DEL MILENARIO DE SAN ADALBERTO

Gniezno, 3 de junio de 1997

 

Excelencias:

Vuestra presencia aquí, mientras celebramos solemnemente en Gniezno el milenario del martirio de san Adalberto, reviste un carácter muy significativo. En esta circunstancia excepcional, os saludo con deferencia y os doy las gracias por haber venido a honrar, junto con la Iglesia, la figura de este gran santo, ante su tumba.

Hace diez años, el venerado cardenal Tomasek presentaba a san Adalberto como «el símbolo de la unidad espiritual de Europa». De hecho, su recuerdo ha permanecido particularmente vivo en la Europa central. Eso demuestra que muchos pueblos de este continente son conscientes de ser los herederos de los evangelizadores que hicieron que la fe cristiana arraigara fuertemente en su tierra y que infundieron en su cultura la concepción del hombre característica del cristianismo.

Adalberto, nacido en Bohemia, poco tiempo después de que los santos Cirilo y Metodio iniciaran la evangelización de los eslavos, supo, a ejemplo de esos ilustres predecesores, unir las tradiciones espirituales de Oriente y Occidente. Después de formarse en Magdeburgo, ordenado sacerdote y luego obispo de Praga, conoció también la Roma de los Papas y Pavía. Peregrinó a Francia, fue a Maguncia y entabló amistad con el emperador Otón III, antes de cumplir su última misión en las riberas del Báltico. Espiritual y misionero, en pocos años de actividad dejó profunda huella en varios países, hasta convertirse en uno de los patronos de la nación polaca, que se alegra de conservar sus reliquias como uno de sus tesoros más valiosos.

La influencia duradera de Adalberto se debe, en gran medida, a la armonía que logró entre las diversas culturas que asimiló, a su independencia de hombre de Iglesia; así como a su incansable defensa de la dignidad del hombre, de la calidad de la vida social y del servicio a los pobres, y a la profundidad espiritual de su experiencia monástica. Por todos estos motivos, sigue siendo un inspirador inigualable para quienes hoy trabajan en la construcción de una Europa renovada, en la fidelidad a sus raíces culturales y religiosas.

Adalberto vivió en una época agitada; sufrió crueles desgracias en su familia y pusieron trabas a su ministerio. Acabó padeciendo el martirio porque no pudo renunciar al anuncio del mensaje de la salvación. A lo largo de este siglo, también agitado, los pueblos de Europa central han sufrido pruebas terribles. Actualmente se han abierto nuevos caminos. ¡Ojalá que los europeos se comprometan resueltamente en una colaboración constructiva, para consolidar la paz entre ellos y en su entorno! ¡Ojalá que no dejen a ninguna nación, ni siquiera a la más débil, fuera de la unión que están formando!

Hoy los responsables políticos tienen también inmensas tareas que realizar. La consolidación de las instituciones democráticas, el desarrollo de la economía, las diversas formas de cooperación internacional, sólo pueden alcanzar su verdadera finalidad si garantizan una suficiente prosperidad para que el hombre pueda desarrollar todas las dimensiones de su personalidad. La grandeza de la función de los responsables políticos consiste en actuar respetando siempre la dignidad de todo ser humano, crear las condiciones de una generosa solidaridad que no deja a ningún ciudadano al borde del camino, permitir que cada uno acceda a la cultura, reconocer y poner en práctica los más altos valores humanos y espirituales, profesar y compartir las propias convicciones religiosas. Si se avanza por este camino, el continente europeo fortalecerá su cohesión, se mostrará fiel a cuantos han puesto las bases de su cultura y responderá a su vocación secular en el mundo.

 Excelencias, ojalá que, ante la amplitud y las dificultades de vuestros deberes, el mensaje de san Adalberto sea para vosotros fuente de inspiración fecunda. Agradeciéndoos de nuevo vuestra presencia aquí, en este día, os expreso mis mejores deseos para el cumplimiento de vuestras nobles tareas, para vuestras personas y para todos los pueblos que representáis. Pido a Dios que os conceda los beneficios de su bendición.

 



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