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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 AL CARDENAL ROGER ETCHEGARAY
CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO «HOMBRES Y RELIGIONES»

 

Al venerado hermano cardenal
ROGER ETCHEGARAY
Presidente del Consejo pontificio Justicia y paz

1. Me complace enviar, a través de usted, mi cordial saludo y la expresión de mi estima a los ilustres representantes de las Iglesias y comunidades cristianas y de las grandes religiones mundiales, reunidos con ocasión del encuentro internacional de oración que tiene por tema: «La paz es el nombre de Dios».

Han pasado doce años desde que se celebró en Asís, a fines del mes de octubre, la histórica jornada de oración por la paz. Deseé mucho ese encuentro. Frente al drama de un mundo dividido y sujeto a la terrible amenaza de la guerra, no podía menos de brotar del corazón de los creyentes una súplica unánime al Dios de la paz. Reunidos en el monte de Asís, todos oramos por un futuro mejor para toda la humanidad.

Al día siguiente de esa significativa jornada, exhorté a todos a perseverar en la difusión del mensaje de paz y en el compromiso de vivir el «espíritu de Asís», de modo que constituyera el comienzo de un camino de reconciliación cada vez más amplio y participado.

2. Me alegra constatar hoy cómo el deseo de paz, que recibió en Asís un singular impulso, ha crecido en amplitud y profundidad. Doy las gracias de corazón a la comunidad de San Egidio que, con entusiasmo y fidelidad, ha recogido el «espíritu de Asís» y lo ha seguido promoviendo en creyentes de todas las religiones y de todos los continentes, invitándolos a reflexionar y a orar por la paz. Así, se ha formado y consolidado una peregrinación de personas de buena voluntad, deseosas de mostrar a sus hermanos el nombre pacífico de Dios, que quiere salvaguardar y promover la vida de toda criatura racional.

En este año, las etapas de esta marcha simbólica de la paz serán primero Padua y luego Venecia. Me uno espiritualmente a ella y dirijo, ante todo, un afectuoso saludo al cardenal Marco Cè, patriarca de Venecia, y a monseñor Antonio Mattiazzo, arzobispo-obispo de Padua, que acogen esta iniciativa tan importante. Saludo, asimismo, a las comunidades cristianas del Véneto, que a lo largo de los siglos han desempeñado una importante función de puente entre Oriente y Occidente. La historia enseña cuán valioso y provechoso es el encuentro entre los pueblos, y cuán importante es eliminar con voluntad decidida los conflictos, las divisiones y los contrastes, para instaurar la cultura de la tolerancia, de la acogida y de la solidaridad.

Este proceso de paz se debe acelerar ahora que faltan solamente dos años para el alba del nuevo milenio. En la perspectiva de esa fecha histórica, la espera está marcada por la reflexión y la esperanza. Si consideramos los siglos pasados y, sobre todo, estos últimos cien años, es fácil vislumbrar, junto a las luces, algunas sombras. ¿Cómo no recordar las terribles tragedias que han afectado a la humanidad durante el siglo que está a punto de terminar? Está vivo aún el recuerdo de las dos guerras mundiales, con los atroces exterminios que causaron. Y todavía hoy, desgraciadamente, se producen violentas y crueles matanzas de hombres, mujeres y niños indefensos. Para el creyente, como para todo hombre de buena voluntad, todo esto es inaceptable. ¿Podemos quedar indiferentes frente a esos dramas? Constituyen para todo hombre y toda mujer de buen criterio una apremiante exhortación al compromiso de oración y de testimonio en favor de la paz.

3. Tenía bien presentes en mi corazón estas preocupantes situaciones cuando, en el mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año, escribí: «Es hora de decidirse a emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación. Las dificultades son a veces muy grandes: el origen étnico, la lengua, la cultura y el credo religioso son, con frecuencia, obstáculos. Caminar juntos, cuando se arrastran experiencias traumáticas o incluso divisiones seculares, no es fácil» (n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1996, p. 10).

Desde luego, la fe, don de Dios, no hace que los creyentes se desinteresen de las dificultades de la historia. Por el contrario, los impulsa a trabajar con todos los medios para que aumente la conciencia de la responsabilidad común en la construcción de la paz. Es más necesario que nunca abandonar la «cultura de la guerra», para desarrollar una «cultura de la paz» sólida y duradera. Los creyentes están llamados a ofrecer su contribución peculiar en esta empresa. Nunca hay que olvidar que las guerras son siempre tragedias, con secuelas de víctimas y destrucción, odios y venganzas, incluso cuando pretenden dirimir las contiendas y resolver los conflictos.

4. A este respecto, los responsables de las diferentes religiones pueden dar una contribución determinante, elevando su voz contra las guerras y afrontando valientemente los riesgos que derivan de ellas. Además, pueden rechazar los brotes de violencia que se manifiestan periódicamente, sin secundar a cuantos promueven enfrentamientos entre los seguidores de creencias diversas y tratando de extirpar las raíces amargas de la desconfianza, el odio y la enemistad. Estos son precisamente los sentimientos que están en el origen de muchos conflictos. Nacen y prosperan en el terreno de la indiferencia, y en este ámbito es preciso intervenir con decisión y valentía.

Superar las numerosas incomprensiones que separan y oponen a los hombres entre sí es la tarea urgente a la que están llamadas todas las religiones. La reconciliación sincera y duradera es el camino que hay que seguir para dar vida a una paz auténtica, fundada en el respeto y la comprensión recíproca. Ser constructores solícitos de la paz es el compromiso de todo creyente, especialmente en la fase histórica que la humanidad está viviendo, ya en el umbral del tercer milenio.

Venecia representa en estos días una singular etapa de esperanza en la obra de construcción de la paz. Que el Dios de la justicia y de la paz bendiga y proteja a cuantos se esfuerzan durante estos días por testimoniar el «espíritu de Asís» entre las queridas poblaciones del Véneto, convirtiéndose en constructores de solidaridad para un mundo más justo y fraterno.

Le ruego, señor cardenal, que exprese mi más profunda solidaridad a los ilustres representantes procedentes de las diversas partes del mundo y a todos los participantes en ese importante encuentro y le aseguro un particular recuerdo en mi oración. Saludo cordialmente a todos.

Vaticano, 1 de octubre de 1997.

JUAN PABLO II

 



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