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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES
EN VISITA «AD LIMINA»


Martes 30 de septiembre de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gusto os recibo hoy, pastores de la Iglesia de Dios en España, venidos desde las sedes metropolitanas de Santiago, Burgos, Zaragoza y Pamplona, y de las diócesis sufragáneas. Son Iglesias de antigua y rica tradición espiritual y misionera, santificadas por la sangre de muchos mártires y enriquecidas con las sólidas virtudes de numerosas familias cristianas, y que han dado abundantes vocaciones sacerdotales y religiosas. Venís a Roma para realizar esta visita ad limina, venerable institución que contribuye a mantener vivos los estrechos vínculos de comunión que unen a cada obispo con el Sucesor de Pedro. Vuestra presencia aquí me hace sentir también cercanos a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de las Iglesias particulares que presidís, algunas de las cuales he tenido la dicha de visitar en mis viajes pastorales a vuestro país.

Doy las gracias a mons. Elías Yanes Álvarez, arzobispo de Zaragoza y presidente de la Conferencia episcopal española, por las amables palabras que, en nombre de todos vosotros, me ha dirigido para renovar las expresiones de afecto y estima, haciéndome al mismo tiempo partícipe de vuestras inquietudes y proyectos pastorales. A todo ello correspondo pidiendo al Señor que en vuestras diócesis y en España entera progresen siempre la fe, la esperanza, la caridad y el valiente testimonio de todos los cristianos, en conformidad con la herencia recibida desde los tiempos de los Apóstoles.

2. Alentados por las promesas del Señor y la fuerza que nos proporciona su Espíritu, como sucesores de los Apóstoles estáis llamados a ser los primeros en llevar a cabo la misión que él ha confiado a su Iglesia, aunque para ello haya que afrontar y aceptar el peso de la cruz que, en una sociedad como la contemporánea, puede manifestarse de múltiples formas.

Tanto individual como colegialmente, por medio de la Conferencia episcopal o de otras instituciones eclesiales, vosotros participáis en el análisis de las expectativas y logros de la sociedad española actual, tratando de interpretarlos a la luz del Evangelio y orientar a la misma sociedad desde la fe. De este modo, ante la transformación social y cultural que se está dando; ante la paradoja de un mundo que siente la urgencia de la solidaridad, pero al mismo tiempo sufre presiones y divisiones de orden político, económico, racial e ideológico (cf. Gaudium et spes, 4), vosotros, en vuestro ministerio pastoral tratáis de promover un nuevo orden social, fundado cada vez más sobre los valores éticos y vivificado por el mensaje cristiano.

Escuchando lo que «el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7), sentís también el deber de hacer un sereno discernimiento, abierto y comprensivo, de las diversas circunstancias y acontecimientos, iniciativas y proyectos, sin descuidar tampoco los graves problemas y las aspiraciones más profundas de la sociedad entera.

Vuestro ministerio pastoral se dirige a los hombres de nuestro tiempo, tanto a los fieles que participan activamente en la vida de la comunidad diocesana como a quienes se dicen no practicantes o indiferentes, así como a cuantos, aun llamándose católicos, no son coherentes en su comportamiento moral. Por eso os aliento a proseguir incansablemente y sin desaliento en el oficio de enseñar y anunciar a los hombres el evangelio de Cristo (cf. Christus Dominus, 11). Al proponer las enseñanzas cristianas para iluminar la conciencia de los fieles, el obispo ha de hacerlo con el lenguaje y los medios adecuados (cf. ib., 13) para que se comprenda el sentido de las Escrituras, como hizo el Señor con los discípulos de Emaús, y así el magisterio no quede estéril o sea una voz desatendida ante la sociedad actual, que da muestras tan visibles de secularismo. Por lo cual no se debe caer en el desánimo ni dejar de elaborar y llevar a la práctica los oportunos proyectos pastorales. Aunque vuestras responsabilidades son muy grandes, tened presente que el Espíritu del Señor os da las fuerzas necesarias.

Puestos como guías de las Iglesias particulares, sois padres y pastores para cada uno de los fieles, procurando estar especialmente al lado de los más necesitados y marginados. La visita pastoral, prescrita en la disciplina eclesiástica (cf. Código de derecho canónico, cánones 396-398), os ayudará a estar presentes, cercanos y misericordiosos entre vuestros fieles, para proclamar constantemente y en todas partes la verdad que hace libres (cf. Jn 8, 32), y fomentar el incremento de la vida cristiana. Esa cercanía a todos debe manifestarse de una forma visible y concreta, estando asequibles a quienes con confianza y amor os buscan porque sienten necesidad de orientación, ayuda y consuelo, siguiendo en ello la indicación de san Pablo a Tito, de que el obispo sea «hospitalario, amigo de bien, sensato, justo, piadoso, dueño de sí» (Tt 1, 8).

3. Los presbíteros y los diáconos son respectivamente colaboradores estrechos en vuestra misión para que la Palabra sea anunciada en cada lugar de la propia diócesis, la divina liturgia se celebre en sus templos y capillas, la unión entre todos los miembros del pueblo de Dios sea manifiesta y la caridad sea operante y vigilante. Ellos participan de vuestra importantísima misión y, además, en la celebración de todos los sacramentos están unidos jerárquicamente con vosotros de diversas maneras. Así os hacen presentes, en cierto sentido, en cada una de las comunidades de los fieles (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

El concilio Vaticano II, siguiendo la tradición de la Iglesia, ha profundizado de modo particular en las relaciones de los obispos con su presbiterio. A los sacerdotes tenéis que dedicar vuestros mejores desvelos y energías. Por eso os aliento a estar siempre cerca de cada uno, a mantener con ellos una relación de verdadera amistad sacerdotal, al estilo del buen Pastor. Ayudadles a ser hombres de oración asidua, a gustar el silencio contemplativo frente al ruido y a la dispersión de las múltiples actividades, a la celebración devota y diaria de la Eucaristía y de la liturgia de las Horas, que la Iglesia les ha encomendado para bien de todo el Cuerpo de Cristo. La oración del sacerdote es una exigencia de su ministerio pastoral, de modo que las comunidades cristianas se enriquecen con el testimonio del sacerdote orante, que con su palabra y su vida anuncia el misterio de Dios.

Preocupaos por la situación particular de cada sacerdote, para ayudarlos a proseguir con ilusión y esperanza por el camino de la santidad sacerdotal y ofrecerles los medios oportunos en las situaciones difíciles en que se pudieran encontrar. ¡Que a ninguno de ellos le falte lo necesario para vivir dignamente su sublime vocación y ministerio!

Como tuve ocasión de recordar en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, la formación permanente del clero es de capital importancia. Me complace constatar cómo mi llamada al respecto ha sido acogida y se van programando y organizando en diferentes diócesis actividades orientadas a que el sacerdote responda con la preparación pastoral que exigen las circunstancias y el momento presente. Esta formación «es una exigencia intrínseca del don y del ministerio recibido» (ib., 70) pues con la ordenación «comienza una respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse y realizarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas respuestas enraizadas todas ellas y vivificadas por el "sí" de la ordenación» (ib.). La exhortación del apóstol Pedro «hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección» (2 P 1, 10) es una apremiante invitación a no descuidar este aspecto.

En este sentido, el documento «Sacerdotes día a día», preparado por vuestra Comisión episcopal para el clero y dedicado a la formación permanente integral, contribuirá sin duda a potenciarla en vuestro país, pues se trata de una actividad que el presbítero debe asumir por coherencia consigo mismo y que está enraizada en la caridad pastoral que ha de acompañar toda su vida. Es responsabilidad de cada sacerdote, de su obispo y de la propia comunidad eclesial a la que sirve, procurar los medios necesarios para poder dedicar parte del tiempo a la formación en los diversos campos durante toda la vida, sin que este importante deber se vea impedido por las diversas y numerosas actividades que la vida pastoral conlleva ni por los compromisos que configuran la misión sacerdotal.

4. Por otra parte, el seminario, donde se forman los futuros sacerdotes, ha de ser un centro de atención privilegiada por parte del obispo. La crisis vocacional, que en los años pasados hizo disminuir sensiblemente el número de seminaristas, parece que va superándose y hay datos esperanzadores al respecto. Damos gracias a Dios por ello, pero hay que seguir rogando con insistencia al Dueño de la mies que mande operarios a su Iglesia. En tiempos recientes, la crisis mencionada provocó también que los seminarios menores desaparecieran o sufrieran transformaciones en algunas diócesis. Donde sea posible habría que replantearse la presencia de los mismos, tan recomendados por el concilio Vaticano II (cf. Optatam totius, 3), pues ayudan al discernimiento vocacional de los adolescentes y jóvenes, proporcionándoles a la vez una formación integral y coherente, basada en la intimidad con Cristo. De este modo, los que sean llamados se disponen a responder con gozo y generosidad al don de la vocación.

Al obispo le corresponde en última instancia la responsabilidad sobre el seminario, pues un día, por la imposición de las manos, admitirá en el presbiterio diocesano a quienes allí se han formado. Cuando no hay seminario en una diócesis, es importante que el obispo y sus colaboradores mantengan relaciones frecuentes con el centro donde envían a sus candidatos, así como que se dé a conocer a los fieles, sobre todo a los jóvenes, esa institución tan vital para las diócesis.

En el seminario se ha de favorecer un verdadero espíritu de familia, preámbulo de la fraternidad del presbiterio diocesano, donde cada alumno, con su sensibilidad propia, pueda madurar su vocación, asuma sus compromisos y se forme en la vida comunitaria, espiritual e intelectual peculiar del sacerdote, bajo la guía sabia y prudente de un equipo formador adecuado a esa misión. Es fundamental iniciar a los seminaristas en la intimidad con Cristo, modelo de pastores, mediante la oración y la recepción asidua de los sacramentos. Al mismo tiempo y en un contexto de formación integral, no es menos importante enseñarles a ser progresivamente responsables de los actos de su vida diaria y a adquirir el dominio de sí mismos, aspectos esenciales para la práctica de las virtudes teologales y cardinales que en el futuro habrán de proponer con el propio ejemplo al pueblo fiel.

Si bien la formación en el seminario no debe ser sólo teórica, pues los seminaristas realizan además actividades pastorales en parroquias y movimientos apostólicos, lo cual favorece su arraigo en la comunidad diocesana, la primacía en esa etapa corresponde al estudio en orden a adquirir una sólida preparación intelectual, filosófica y teológica, esencial para ser los misioneros que anuncien a sus hermanos la buena nueva del Evangelio. Si esta preparación no se adquiere en los años del seminario, la experiencia muestra que es muy difícil, si no prácticamente imposible, completarla después. Por otro lado, es necesario prever y programar una adecuada formación académica superior a los sacerdotes jóvenes que tengan aptitudes para ello, a fin de se dediquen a la investigación y así se asegure la continuidad en la docencia en el seminario o en otros centros eclesiásticos. Igualmente es conveniente preparar a algunos sacerdotes para el discernimiento de las vocaciones y la dirección espiritual, necesaria para completar la tarea formativa del seminario.

5. Muchos factores, entre los que cabe destacar el relativismo imperante y el mito del progreso materialista como valores de primer orden, como habéis señalado en el Plan de acción pastoral de la Conferencia episcopal española para el cuatrienio 1997-2000 (cf. n. 45), así como el temor de los jóvenes a asumir compromisos definitivos, han influido negativamente en el número de las vocaciones. Ante esa situación se ha de confiar ante todo en el Señor, y al mismo tiempo comprometerse seriamente en fomentar en cada comunidad eclesial un ambiente espiritual y pastoral que favorezca positivamente la manifestación de la llamada del Señor para la vida sacerdotal o consagrada en la diversidad de formas como hay en la Iglesia, animando a los jóvenes a la entrega total de sus vidas al servicio del Evangelio.

En ello tiene mucha influencia la vida espiritual y el ejemplo diario de los propios sacerdotes, así como el ambiente propicio de las familias cristianas, que así pueden contribuir a que abunden las vocaciones de consagrados en vuestras Iglesias particulares, tan ricas y fecundas espiritualmente hasta hace muy pocos años.

6. Algunas de vuestras diócesis padecen desde hace años el sufrimiento de repetidos atentados terroristas contra la vida y la libertad de las personas. Sigo con mucho dolor esos trágicos acontecimientos y con vosotros quiero expresar de nuevo la condena más rotunda y sin paliativos por estas injustificadas e injustificables agresiones. Ante ellas, enseñad la vía del perdón, de la convivencia fraterna y solidaria y de la justicia, que son los verdaderos fundamentos para la paz y la prosperidad de los pueblos. Os animo, junto con vuestros fieles, a colaborar del mejor modo posible en la extirpación total y radical de esta violencia, y a los que la ejercen, en nombre de Dios, les pido que renuncien a ella como pretexto de acción y reivindicación política.

7. «El Año jubilar compostelano, pórtico del Año santo del 2000». Con este lema la Iglesia en España invita a participar en ese acontecimiento eclesial de hondas raíces históricas que tendrá lugar en el año 1999 y que ha de ser una buena preparación para el gran jubileo del tercer milenio cristiano. El Año compostelano tiene primordialmente una finalidad religiosa, que se manifiesta en la peregrinación a lo largo del llamado «Camino de Santiago». Son conocidos los frutos espirituales de los Años jacobeos en los que tantos peregrinos de España, Europa y otras partes del mundo acuden para alcanzar la «perdonanza». Os aliento, pues, a preparar bien este acontecimiento para que sea un verdadero «año de gracia» en el que, por medio de la conversión continua y la predicación asidua de la palabra de Dios, se favorezca la fe y el testimonio de los cristianos; la oración y la caridad promuevan la santidad de los fieles, y la esperanza en los bienes futuros anime la evangelización continua de la sociedad, lo cual pueda ser el gran fruto espiritual y apostólico de ese Año jubilar en consonancia con la rica tradición precedente.

8. Queridos hermanos, una vez más os aseguro mi profunda comunión en la oración, con una firme esperanza en el futuro de vuestras diócesis, en las que se manifiesta una gran vitalidad, a pesar de las pruebas. Que el Señor Jesucristo os conceda la alegría de servirlo, guiando en su nombre a las Iglesias particulares que se os han confiado. Que la Virgen santísima y los santos patronos de cada lugar os acompañen y protejan siempre.

A vosotros, amados hermanos en el episcopado y a vuestros fieles diocesanos, imparto de corazón la bendición apostólica.

 

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