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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE AUSTRIA EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 20 de noviembre de 1998

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado:

1. La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos y cada uno de vosotros. Me alegra poderos recibir con ocasión de vuestra visita ad limina. La peregrinación a las tumbas de los príncipes de los Apóstoles es un momento significativo en la vida de cada pastor, pues le brinda la posibilidad de manifestar su comunión con el Sucesor de Pedro y compartir con él las solicitudes y las esperanzas vinculadas al ministerio episcopal.

El affectus collegialis nos reúne en la oración, en la celebración eucarística y en la reflexión fraterna sobre los problemas pastorales más urgentes, impulsados todos por el deseo de escuchar la voz del Señor en medio de la multiplicidad de voces y opiniones humanas, a fin de responder cada vez con más eficacia a sus expectativas. El Sucesor de Pedro tiene la misión de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32) y de ser, en la Iglesia, «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18), de la que también todos los obispos, juntamente con él, son responsables a su manera.

2. Hace pocos meses esta solicitud pastoral me impulsó a haceros una tercera visita a los pastores y a los fieles encomendados a vosotros en Austria. En esa ocasión llamé vuestra atención sobre un tema particularmente urgente en la Iglesia de vuestro amado país: el auténtico sentido del diálogo en el interior de la Iglesia. Entonces, al exponeros algunos criterios que definen el diálogo como experiencia espiritual, puse de manifiesto algunos peligros que pueden hacerlo ineficaz. En particular, quise animaros a promover dentro de la Iglesia un diálogo de salvación: «Para todos los interlocutores se sitúa siempre a la luz de la palabra de Dios. Por tanto, supone un mínimo de acuerdo y unión de base. La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes» (Discurso a los obispos austriacos en Viena, 21 de junio de 1998, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de julio de 1998, p. 8).

3. Me alegra que, en las Iglesias particulares encomendadas a vosotros, un verdadero diálogo en todos los niveles se haya convertido en el compromiso más urgente de vuestra solicitud pastoral y que hayáis tratado de implicar en él a todos los fieles.

Precisamente esto me da pie para nuestra reflexión de hoy: quisiera hablar con vosotros sobre la comunión, que es el presupuesto del diálogo. Por eso, en el discurso que acabo de citar, aludí a la necesidad de un «mínimo acuerdo y unión de base» para poder entablar un diálogo constructivo. Al mismo tiempo, la comunión también es fruto del diálogo: si la confrontación es sincera y abierta, y si los interlocutores tienen una plataforma de convicciones comunes, el coloquio puede llevar fácilmente a una profundización del entendimiento recíproco. El diálogo de salvación debe desarrollarse en la comunión de la Iglesia. Sin esta convicción fundamental, se corre el peligro de que ese diálogo se reduzca a una experiencia superficial de convivencia sin compromiso.

4. En este contexto, conviene considerar a la luz del concilio Vaticano II la índole y la misión de la Iglesia. Releyendo los numerosos documentos conciliares que ilustran los diversos aspectos de la Iglesia, encontramos en ellos una perspectiva que merece especial relieve. Precisamente en el tema de la comunión, al inicio los textos conciliares no tratan las cuestiones relativas a la organización de la Iglesia: las estructuras, las competencias y los métodos. Más bien tratan sobre la realidad de la que nace la Iglesia y por la que vive. Los textos hablan de la Iglesia como misterio. Redescubrir este misterio de la Iglesia y traducirlo a la vida eclesial es la actualización —el «aggiornamento»— a menudo reafirmada por el Concilio. Esa actualización no tiene nada que ver ni con la adaptación de la verdad salvífica a la moda del momento ni con una espiritualización ingenua de la Iglesia en la evanescencia de un misterio inefable.

Recuerdo la impresión que en numerosos padres conciliares suscitó el título «De Ecclesiae mysterio» en el primer capítulo de la Lumen gentium. Para muchos esa expresión les resultó entonces tan desconocida como lo es hoy de nuevo para algunos. Este misterio significa una realidad salvífica trascendente que se manifiesta de manera visible en la historia. Para el Concilio el misterio de la Iglesia consiste en el hecho de que por Cristo tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu para participar así en la misma naturaleza divina (cf. Lumen gentium, 3-4; Dei Verbum, 1). Por consiguiente, la comunión de la Iglesia es modelada, realizada y sostenida por la comunión de Dios uno y trino. En cierto sentido, la Iglesia es el icono de la comunión trinitaria del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

5. A primera vista, estas definiciones podrían parecer lejanas de las preocupaciones pastorales de quien está en contacto con los problemas concretos del pueblo de Dios. Estoy seguro de que vosotros estáis de acuerdo conmigo en que esa impresión es infundada. Quien se toma en serio la Iglesia como realidad salvífica se da cuenta de que no es tal por virtud propia. Una Iglesia concebida exclusivamente como comunidad humana no sería capaz de encontrar respuestas adecuadas al anhelo humano de una comunión que pueda sostener y dar sentido a la vida. Sus palabras y acciones no podrían resistir frente a la gravedad de los problemas que gravan sobre los corazones humanos. En efecto, el ser humano anhela algo que lo trascienda, que supere todas las teorías humanas, desenmascarándolas en su insatisfactoria finitud. La Iglesia como misterio nos consuela y nos alienta al mismo tiempo. Nos trasciende y, como tal, puede convertirse en embajadora de Dios. En la Iglesia la autocomunicación de Dios se ofrece al deseo del hombre de encontrar su plena realización.

6. Aquí se plantea la cuestión de Dios, tal vez el problema más serio que vosotros, los pastores en Austria, debéis afrontar. La cuestión de Dios, aunque no se proponga claramente en público, mueve los corazones humanos. Por desgracia, a menudo hoy se responde a ella con el ateísmo disfrazado o con la indiferencia descarada. Tras estas actitudes se oculta el deseo de construir la serenidad y la comunión humana incluso sin Dios. Pero esos intentos no dan, y no pueden dar, resultados satisfactorios. ¡Ay de la Iglesia si estuviera demasiado implicada en las cuestiones temporales y no le quedara tiempo para ocuparse de los temas que atañen a lo eterno!

Urge hoy promover la renovación de la dimensión espiritual de la Iglesia. Las cuestiones que conciernen a la estructura de la Iglesia pasan automáticamente a un segundo plano cuando la cuestión decisiva de Dios se pone en el centro del debate eclesial. Esa cuestión se ha de tratar con paciencia, en un sincero diálogo de salvación con los hombres y mujeres dentro y fuera de la Iglesia. En la Iglesia-misterio se encuentra también la clave de nuestra misión de obispos al servicio del pueblo de Dios. La primera pregunta que nos pueden plantear a los pastores no es: «¿Qué tenéis programado?», sino: «¿A quién habéis llevado a la comunión con Dios uno y trino?».

7. Esta reflexión ilumina a la Iglesia como misterio, poniéndola en relación con la participación en los dones salvíficos de Dios. Y aquí la Eucaristía asume un significado particular. No es casualidad que la participación en la mesa eucarística sea llamada «comunión». A este propósito san Agustín definió la Eucaristía como «signo de unidad y vínculo de caridad» (In Ioannis Evangelium Tractatus, XXVI, VI, 13). A eso se referían los padres conciliares cuando afirmaron que la comunión eclesial se funda en la comunión eucarística: «En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros» (Lumen gentium, 7).

8. En este momento no puedo por menos de exponeros dos graves preocupaciones que brotan de algunos datos negativos: los referidos a la participación en la celebración eucarística y a la falta de vocaciones. A la vez que expreso mi aprecio por todo lo que hacéis en defensa del domingo en la vida social y económica, siento el deber de exhortaros a impulsar de forma incansable y firme a los fieles encomendados a vosotros a cumplir el precepto dominical, tal como han hecho los pastores desde los primeros siglos hasta hoy: «Dejad todo en el día del Señor y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?» (Didascalia de los Apóstoles II, 59, 2-3).

Referid a vuestros sacerdotes que el Papa conoce las dificultades que experimentan muchos pastores de almas para afrontar el exceso de trabajo y de preocupaciones de todo tipo, vinculadas a su ministerio. El Papa conoce la solicitud pastoral de los numerosos sacerdotes diocesanos y religiosos, cuyo trabajo a veces los lleva hasta el agotamiento. La dificultad se agrava aún más en las comunidades parroquiales de diócesis como las vuestras, donde también las características del territorio exigen mucho esfuerzo y muchos sacrificios.

Al tiempo que expreso mi aprecio por los sacerdotes, siento el deber de impulsar también a los laicos a un diálogo benévolo y respetuoso con sus pastores, sin considerarlos un «modelo pasado de moda» de una estructura eclesial que, en opinión de alguno, podría incluso prescindir del ministerio sacerdotal.

9. Precisamente esta convicción, difundida incluso entre hombres y mujeres creyentes, de seguro que no es ajena al fenómeno de la disminución de las vocaciones en vuestras Iglesias. Conozco los esfuerzos que estáis haciendo para ayudar a los jóvenes a llegar a encontrarse con Cristo y a descubrir la llamada que dirige a cada uno para desempeñar un papel determinado en la Iglesia. Por lo demás, sabemos muy bien que los hombres no pueden «producir» las vocaciones; hay que pedirlas a Dios con oración constante. La vocación, al inicio, es como un brote delicado y vulnerable, que exige mucho cuidado y atención. Debe entablarse una relación viva entre los que ya son sacerdotes y los jóvenes que tal vez sienten una llamada inicial a este camino. Es muy importante que esos jóvenes encuentren sacerdotes serenos y creíbles, profundamente convencidos de la opción realizada y unidos por una cordial amistad con los demás presbíteros y con su obispo. Con este fin es necesario que los que comparten con el obispo el servicio de los fieles no lo consideren como un «ministro » lejano o un «jefe» autoritario, sino como un padre y un amigo.

Una cultura de auténtica comunión entre los sacerdotes y el obispo, así como su gozosa cooperación para el bien de la Iglesia, representan la tierra más fértil para que florezcan las vocaciones. Esto ya lo reafirmó el Concilio: los obispos «han de ser servidores en medio de los suyos: buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres» (Christus Dominus, 16).

10. Venerados hermanos, a pesar de todo, una certeza sostiene nuestra esperanza: los signos de la aurora de la salvaci ón son más numerosos que los datos que resultan de las tendencias negativas. Lo testimonian las dos mesas que el Señor en su bondad nos prepara continuamente: la de la Palabra divina y la de la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium, 51; Dei Verbum, 21). Precisamente a vosotros, los pastores, corresponde el gran honor, que es a la vez un sagrado deber, de hacer in persona Christi los «honores de casa», permitiendo a los fieles alimentarse abundantemente en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía.

11. En los documentos conciliares la Iglesia es presentada como «creatura Verbi», puesto que «es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (Dei Verbum, 21; cf. Lumen gentium, 2). Esta convicción ha despertado en el pueblo de Dios un gran interés por la sagrada Escritura, con indudables beneficios para el camino de fe de cada uno.

Por desgracia, no han faltado malentendidos e interpretaciones erróneas: se han insinuado algunas concepciones de la Iglesia que no corresponden ni a los datos bíblicos ni a la tradición de la Iglesia apostólica. La expresión bíblica «pueblo de Dios» (laos tou theou) se ha entendido en el sentido de un pueblo estructurado políticamente (demos) según las normas válidas para cualquier otra sociedad. Y dado que la forma de régimen más adecuada a la sensibilidad actual es la democrática, se ha difundido en un cierto número de fieles la exigencia de una democratización de la Iglesia. Voces de este tipo se han multiplicado también en vuestro país, al igual que más allá de sus fronteras. Al mismo tiempo, a veces la interpretación auténtica de la palabra divina y el anuncio de la doctrina de la Iglesia han dejado su lugar a un pluralismo mal entendido, en virtud del cual se ha pensado que se podía descubrir la verdad revelada por medio de la demoscopia y de manera democrática.

¡Cómo no sentir profunda tristeza al constatar estos conceptos erróneos en materia de fe y de moral que, junto con ciertos temas de la disciplina de la Iglesia, han arraigado en la mente de tantos miembros del laicado! Sobre la verdad revelada ninguna «base» puede decidir. La verdad no es producto de una «Iglesia de abajo», sino un don que viene «de lo alto», es decir, de Dios. La verdad no es creación humana, sino don del cielo. El Señor mismo nos la ha encomendado a nosotros, los sucesores de los Apóstoles, revestidos de «un carisma cierto de verdad» (Dei Verbum, 8), para que la transmitamos con integridad, la conservemos celosamente y la expongamos con fidelidad (cf. Lumen gentium, 25).

12. Con íntima participación en las profundas preocupaciones de vuestro ministerio, os digo: venerados hermanos, ¡tened la valentía de la caridad y de la verdad! Ciertamente, no se ha de reconocer ninguna verdad que no vaya unida a la caridad. Pero también es preciso rechazar una caridad que no vaya unida a la verdad. El verdadero remedio contra el error consiste en anunciar a los hombres la verdad en la caridad. Os pido que cumpláis esta misión con todas vuestras fuerzas. A cada uno de nosotros se dirigen las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo: «Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de Cristo Jesús. (...) Procura cuidadosamente presentarte ante Dios como hombre probado, como obrero que no tiene por qué avergonzarse, como fiel distribuidor de la Palabra de la verdad. (...) Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tm 2, 3. 5; 4, 2).

13. De la misma manera que participo en vuestras preocupaciones, deseo compartir vuestra satisfacción por la labor que estáis realizando en la Iglesia y en la sociedad en favor de la cultura de la vida. Precisamente la cultura de la vida se mueve dentro de los polos de la verdad y la caridad. Perseverad con valentía en vuestro testimonio de la doctrina transmitida, permaneciendo firmes en ella.

En particular, por lo que atañe al matrimonio, aunque la experiencia humana a menudo se siente impotente frente al fracaso de tantas uniones conyugales, el matrimonio sacramental, por voluntad divina, es y seguirá siendo indisoluble. Asimismo, aunque la mayor parte de la sociedad decidiera lo contrario, la dignidad de cada ser humano sigue siendo inviolable desde su concepción en el seno materno hasta su fin natural querido por Dios. Del mismo modo, a pesar de las repetidas manifestaciones de disenso, como si se tratara sólo de una cuestión disciplinar, la Iglesia no ha recibido del Señor la autoridad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres (cf. Ordinatio sacerdotalis, 4).

14. No me detengo a tratar otros temas, aunque sean significativos. Sin embargo, no puedo por menos de subrayar un dato: mientras en el mundo se siente cada vez con mayor intensidad la unidad de hombres y pueblos, aun respetando las diversas y apreciables características culturales, a veces se tiene la impresión de que la Iglesia en vuestro país cede a la tentación de replegarse en sí misma para ocuparse de cuestiones sociológicas en vez de entusiasmarse por la gran unidad católica: la comunión universal, que es comunión de Iglesias particulares agrupadas en torno al Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 23).

Venerados hermanos, aprovechad cualquier oportunidad para invitar a vuestros fieles a elevar la mirada por encima de las torres de las iglesias austriacas. Precisamente el gran jubileo del año 2000 podría constituir la ocasión para ayudar a vuestros fieles a redescubrir con renovada pasión la Iglesia una, santa, católica y apostólica en toda su riqueza, para amarla más intensamente.

15. Queridos hermanos en el episcopado, con gran afecto os he hecho estas reflexiones sobre la Iglesia-comunión. Se podría decir y escribir mucho sobre la comunión, pero lo más importante es que nosotros, como sucesores de los Apóstoles, tratemos de vivirla de modo ejemplar. Por último, quisiera expresaros un deseo. En los años y meses pasados se han escrito muchas cosas sobre la Iglesia en Austria. ¿No sería, acaso, un buen signo que en vuestro amado país se discutiera menos sobre la Iglesia y, por el contrario, se meditara más sobre ella? Ya dije al comienzo que la Iglesia-comunión constituye el icono de la comunión que existe en el seno de la Trinidad santísima. Ante un icono, más que dedicarse a un análisis crítico, se siente la necesidad de abandonarse a la contemplación afectuosa para poder penetrar cada vez más en el misterio divino: éste es el trasfondo en el que se puede comprender de verdad a la Iglesia. María, icono de la comunión eclesial

16. Concluyo estas palabras invitándoos a contemplar ese icono de la comunión eclesial que es la santísima Virgen, tan venerada por muchos de vuestros compatriotas. Ella, «eternamente presente en el misterio de Cristo» (Redemptoris Mater, 19), se encuentra en medio de los Apóstoles en el corazón de la Iglesia primitiva y de la Iglesia de todos los tiempos: «La Iglesia se reunía en el cenáculo con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Por ello, no se puede hablar de Iglesia si no está presente también María, la madre del Señor, con sus hermanos» (Cromacio de Aquileya, Sermo 30, 1).

Que María, la Magna Mater Austriae, os acompañe con su intercesión en el esfuerzo por desempeñar vuestro ministerio, sostenidos por un sereno y valiente sentire cum Ecclesia, para ayudar a formar un anima ecclesiastica en el corazón de los fieles que os han sido encomendados. Asegurándoos mi constante recuerdo en la oración para que el Espíritu os asista en vuestro camino con la abundancia de sus dones, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los miembros de vuestras diócesis.



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