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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A VARIOS GRUPOS DE PEREGRINOS ITALIANOS

Sala Pablo VI
Sábado 21 de noviembre de 1998

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros y dirigir a cada uno de vosotros mi cordial saludo. Habéis venido para confirmar vuestra fe, y éste es, ante todo, el sentido de la peregrinación a la sede de Pedro. Al mismo tiempo, estáis aquí para dar gracias al Señor por las cosas buenas que ha realizado en vosotros y con vosotros durante todos estos años: cien años del Mensajero de San Antonio y setenta del Movimiento apostólico de ciegos. A partir de dos experiencias muy diversas de la vida de la Iglesia, podéis confirmar estas palabras de Jesús: el «grano de mostaza» ha llegado a ser verdaderamente un árbol grande, en el que pueden anidar las aves del cielo (cf. Lc 13, 19). Me alegro con vosotros, y expreso mi estima al presidente del Movimiento apostólico de ciegos, profesor Francesco Scelzo, y al director general de la revista, padre Agostino Varotto.

Os saludo también a vosotros, queridos muchachos y muchachas de la escuela primaria «Don Pozzetto», de Novara; de la escuela secundaria «D'Annunzio », de Motta Sant.Anastasia (Catania); y del instituto de bachillerato «Stellini », de Udine. Habéis venido a Roma para recibir el premio «Livio Tempesta», que se concede a alumnos que se han distinguido durante el año por actos singulares de bondad. Me congratulo con vosotros y me alegra acoger a un grupo de muchachos minusválidos del instituto «Santa María dei colli», de Fraelacco (Udine), a quienes algunos de vosotros estáis unidos por vínculos de amistad y solidaridad. A todos os expreso mi afecto y mi aliento.

2. Vosotros, queridos amigos del Movimiento apostólico de ciegos, durante este año civil recordáis los orígenes de vuestra singular comunidad eclesial, que se remonta al año 1928, cuando María Motta comenzó en Italia una unión espiritual entre invidentes, según el modelo del Apostolado de la oración. De esa pequeña semilla se desarrolló una asociación, que se ha difundido por todo el territorio nacional y que fue aprobada por mi venerado predecesor Juan XXIII. En 1968, cuando el siervo de Dios Pablo VI publicó la histórica encíclica Populorum progressio, el Movimiento apostólico de ciegos respondió activamente, y vosotros recordáis hoy también los treinta años de cooperación con los países pobres del sur del mundo, donde los ciegos son más numerosos y viven en condiciones muy difíciles.

El camino de estos decenios ha permitido al Movimiento apostólico de ciegos comprender cada vez mejor cuál es el carisma específico que se le ha confiado en la Iglesia, un carisma que se compone de dos elementos. El primero es la comunión entre ciegos y videntes, como fruto maduro de la solidaridad en la reciprocidad. El segundo es la opción por los pobres, opción que, de diversas maneras y formas, es propia de toda la Iglesia, y que vosotros contribuís a realizar sobre todo en la promoción humana de personas a las que ese defecto amenaza con perjudicar y marginar.

Sobre todo después del concilio Vaticano II, vuestro movimiento se ha abierto generosamente al esfuerzo de promoción humana, tanto en Italia como en los países más pobres. Precisamente el así llamado tercer mundo fue el primer sector de actividad en consolidarse dentro de la asociación, y me complace la labor que habéis realizado durante estos treinta años de cooperación con centenares de misioneros y agentes pastorales en los campos de la sanidad, la instrucción y la integración social. La atención a los últimos, a los más alejados, ha estimulado y aumentado el trabajo en el territorio nacional, en favor de los ancianos invidentes, de las personas con diversos defectos físicos, de los alumnos ciegos, de los padres y los hijos que viven el problema de la ceguera. Todo esto difunde la cultura de la acogida, ayudando a muchas personas y familias.

Queridos hermanos, proseguid con constante confianza vuestro camino, conscientes de que el futuro de la humanidad está en la comunión. ¡Gracias por vuestro testimonio!

3. Me dirijo ahora a vosotros, que formáis la familia de «El Mensajero de San Antonio» y celebráis el centenario de la fundación de vuestra revista, difundida en todo el mundo, y de la cual fue colaborador sabio e ingenioso mi venerado predecesor Juan Pablo I.

Ya desde su comienzo, en el lejano 1898, ha querido proclamar siempre las maravillas del Señor, a imitación de san Antonio que, siguiendo las huellas del seráfico padre san Francisco de Asís, supo transmitir las palabras del Evangelio, haciendo de toda su vida una buena nueva.

La referencia a san Antonio ha marcado también el estilo de su mensaje. En efecto, era necesario presentarlo con un lenguaje ameno y, a la vez, con el testimonio de una caridad activa. Se comprende entonces por qué en torno a la revista surgió inmediatamente y se ha desarrollado cada vez con mayor generosidad una cadena de solidaridad y de ayuda fraterna a los más pobres y necesitados, que, como decía el santo de Padua, prefieren la acción a la palabra, el testimonio a la explicación (cf. Sermones II, 100).

Éste es el origen de la obra tan valiosa denominada «El pan de los pobres», iniciativa que no se suspendió ni siquiera durante los años más difíciles, marcados por la miseria y la pobreza, como los de las dos guerras mundiales. Con el paso del tiempo, se ha ampliado cada vez más, hasta transformarse en la actual Cáritas antoniana, que actúa eficazmente en todos los continentes, haciendo sentir a los menos favorecidos el bálsamo de la solicitud fraterna.

El hecho de encontraros aquí expresa vuestra voluntad de renovar el compromiso asumido al comienzo de vuestra obra, ya desde el primer editorial: defender los intereses de la Iglesia. Pero ¿qué significa esto, sino .como diría el apóstol Pablo. ser capaces de proponer de modo persuasivo la sana doctrina del Evangelio? Esto es lo que ha pretendido ser «El Mensajero de San Antonio» a lo largo de su rica historia, sostenido por el espíritu franciscano de los Frailes Menores Conventuales, que han querido que fuera un instrumento de evangelización, de caridad y de coordinación entre los devotos del santo de Padua. Lo testimonian las ocho lenguas en que se imprime y los ciento sesenta países del mundo en que se distribuye. Ahora bien, este compromiso adquiere una urgencia nueva. En el moderno areópago de los medios de comunicación social, estáis llamados a «dar razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Defender los intereses de la Iglesia significa, hoy más que nunca, defender al hombre.

En continuidad ideal con el ministerio que los hijos del Poverello de Asís desempeñan generosamente en la basílica del Santo en Padua, proseguid por el camino de cuantos os han precedido en la proclamación del evangelio de la vida con la revista y con los libros. Al hombre que, a veces, ya no es capaz de responder adecuadamente a la «pregunta sobre el sentido de la vida» ofrecedle una palabra iluminadora, llena de esperanza; promoved un discernimiento que lleve sabiduría a la vida diaria e impulse a elegir el bien y a rechazar el mal. Que la gracia del Señor os ayude y os sostenga en esta labor.

4. Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido a encontraros conmigo, os renuevo a todos mi gratitud más cordial.

Que os acompañe y proteja la Virgen María, a la que hoy contemplamos en el misterio de su presentación en el templo.

Os bendigo de todo corazón a vosotros y a vuestros seres queridos, vuestras actividades y los proyectos de bien, que realizáis generosamente al servicio de la Iglesia y de los pobres.  



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