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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL
DE ESTUDIO SOBRE LA INQUISICIÓN


Sábado 31 de octubre de 1998

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
distinguidos señoras y señores:

1. Os acojo con gran alegría, con ocasión del congreso de estudio sobre la Inquisición, promovido y organizado por la Comisión histórico-teológica para la preparación del gran jubileo. A cada uno dirijo mi cordial saludo. Gracias por vuestra disponibilidad y por la contribución que habéis dado a la preparación del próximo acontecimiento jubilar, también afrontando este tema que, ciertamente, no es fácil, pero que tiene un indudable interés para nuestro tiempo.

Agradezco de manera especial al señor cardenal Roger Etchegaray las nobles palabras con que ha introducido este encuentro, presentando las finalidades del congreso. Expreso, al mismo tiempo, gran estima por el empeño que han puesto tanto los miembros de la Comisión en la preparación del congreso, como los relatores, que han animado las sesiones de estudio.

El tema que habéis abordado requiere, como es fácil intuir, atento discernimiento y notable conocimiento de la historia. La contribución indispensable de los expertos ayudará sin duda a los teólogos a dar una valoración más exacta de este fenómeno que, precisamente porque es complejo, exige un análisis sereno y escrupuloso.

2. Vuestro congreso sobre la Inquisición se celebra pocos días después de la publicación de la encíclica Fides et ratio, en la que he querido recordar a los hombres de nuestro tiempo, tentados por el escepticismo y el relativismo, la dignidad originaria de la razón y su capacidad innata de alcanzar la verdad. La Iglesia, que tiene la misión de anunciar la palabra de salvación recibida en la revelación divina, reconoce en la aspiración al conocimiento de la verdad una prerrogativa insuprimible de la persona humana, creada a imagen de Dios. Sabe que un vínculo de recíproca amistad une entre sí el conocimiento mediante la fe y el conocimiento natural, cada uno con su peculiar objeto y sus propios derechos (cf. Fides et ratio, 57).

Al comienzo de la encíclica, he querido referirme a la inscripción del templo de Delfos, que inspiró a Sócrates: conócete a ti mismo. Se trata de una verdad fundamental: conocerse a sí mismo es típico del hombre. En efecto, el hombre se distingue de los demás seres creados sobre la tierra por su capacidad de plantearse la cuestión del sentido de su propia existencia. Gracias a lo que conoce del mundo y de sí mismo, el hombre puede responder a otro imperativo que nos ha transmitido también el pensamiento griego: llega a ser lo que eres.

Por tanto, el conocimiento tiene una importancia vital en el camino que el hombre recorre hacia la realización plena de su humanidad: esto es verdad de modo singular por lo que atañe al conocimiento histórico. En efecto, las personas, como también las sociedades, llegan a ser plenamente conscientes de sí mismas cuando saben integrar su pasado.

3. En la encíclica Fides et ratio expresé, asimismo, mi preocupación frente al fenómeno de la fragmentación del saber, que contribuye a que los conocimientos pierdan su sentido y se desvíen de su verdadera finalidad. Se trata de un fenómeno debido a múltiples causas. El mismo progreso del conocimiento nos ha llevado a una especialización cada vez mayor, entre cuyas consecuencias figura la ausencia de comunicación entre las diversas disciplinas. Por eso, he invitado a los filósofos y a los hombres y mujeres de cultura a reencontrar la «dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida» (ib., 81), porque la unificación del saber y del obrar es una exigencia inscrita en nuestro espíritu.

Desde esta perspectiva, es indispensable subrayar la función de la reflexión epistemológica con vistas a la integración de los diferentes conocimientos en una unidad armónica y respetuosa de la identidad y de la autonomía de cada disciplina. Por otra parte, esto constituye una de las conquistas más valiosas del pensamiento contemporáneo (cf. ib., 21). Sólo si se atiene rigurosamente a su campo de investigación y a la metodología que lo dirige, el científico es, en lo que le compete, un servidor de la verdad.

En efecto, la imposibilidad de acceder a la totalidad de la verdad partiendo de una disciplina particular es una convicción hoy ampliamente compartida. Por consiguiente, es necesaria la colaboración entre representantes de las diversas ciencias. Además, en cuanto se afronta un asunto complejo, los investigadores sienten la necesidad de aclaraciones recíprocas, respetando obviamente las competencias de cada uno. Por este motivo, la Comisión histórico-teológica para la preparación del gran jubileo con razón ha considerado que no podía reflexionar de modo adecuado sobre el fenómeno de la Inquisición sin escuchar antes a expertos en las ciencias históricas, cuya competencia fuera reconocida universalmente.

4. Amables señoras y señores, el problema de la Inquisición pertenece a un período difícil de la historia de la Iglesia, al que ya he invitado a los cristianos a volver con corazón sincero. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente escribí textualmente: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aceptación, manifestada especialmente en algunos siglos, de métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad» (n. 35).

La cuestión, que guarda relación con el ámbito cultural y las concepciones políticas del tiempo es, en su raíz, exquisitamente teológica y supone una mirada de fe a la esencia de la Iglesia y a las exigencias evangélicas, que regulan su vida. Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede proponerse realizar un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin antes informarse exactamente sobre la situación de ese tiempo. Pero tampoco puede apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, ya que a menudo tienen una sobrecarga de emotividad pasional que impide un diagnóstico sereno y objetivo. Si no tuviera en cuenta esto, el Magisterio faltaría a su deber fundamental de respetar la verdad. Por eso, el primer paso consiste en interrogar a los historiadores, a los que no se les pide un juicio de naturaleza ética, que sobrepasaría el ámbito de sus competencias, sino que contribuyan a la reconstrucción lo más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres y de la mentalidad de entonces, a la luz del marco histórico de la época.

Sólo cuando la ciencia histórica haya podido reconstruir la verdad de los hechos, los teólogos y el mismo Magisterio de la Iglesia estarán en condiciones de dar un juicio objetivamente fundado.

En este marco, deseo agradeceros sinceramente el servicio que habéis prestado con plena libertad y os manifiesto una vez más toda la estima de la Iglesia por vuestro trabajo. Estoy convencido de que contribuye de modo eminente a la verdad y, así, también aporta una contribución indirecta a la nueva evangelización.

5. Para concluir, quisiera haceros partícipes de una reflexión, que me interesa particularmente. La petición de perdón, de la que tanto se habla en este período, atañe en primer lugar a la vida de la Iglesia, a su misión de anunciar la salvación, a su testimonio de Cristo, a su compromiso en favor de la unidad, en una palabra, a la coherencia que debe caracterizar a la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del Evangelio, del que vive la Iglesia, pueden iluminar y sostener, de modo sobreabundante, las opciones y las acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto a su autonomía. Por este motivo, la Iglesia no deja de trabajar, con los medios que le son propios, en favor de la paz y de la promoción de los derechos del hombre. En el umbral del tercer milenio, es legítimo esperar que los responsables políticos y los pueblos, sobre todo los que se hallan implicados en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y el recuerdo de heridas a menudo antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y reconciliación testimoniado por la Iglesia, y se esfuercen por resolver sus contrastes mediante un diálogo leal y abierto.

Confío este deseo mío a vuestra consideración y a vuestra oración. Y, al tiempo que invoco sobre cada uno la constante protección divina, os aseguro mi recuerdo en la oración y de buen grado os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.



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