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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS CAPITULARES DEL INSTITUTO DE LA CARIDAD (ROSMINIANOS)


Castelgandolfo, sábado 26 de septiembre de 1998

 

Querido padre general;
queridos hermanos en Cristo:

«Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento. (...) Así, ya no os falta ningún don de gracia» (1 Co 1, 4-7). Con estas palabras del Apóstol os doy la bienvenida a vosotros, los hijos de Antonio Rosmini, quien abundó tan admirablemente en los dones espirituales que Dios sigue dando a la Iglesia a través del Instituto de la Caridad. El capítulo general debe ser para todos los rosminianos un tiempo de profunda renovación personal y comunitaria en el carisma que os ha transmitido vuestro fundador.

Antonio Rosmini vivió en un período turbulento, no sólo desde el punto de vista político, sino también intelectual y religioso. Fue una época en la que se reivindicaba la liberación y la cuestión de la libertad predominaba sobre todas las demás. A menudo eso se entendió como un rechazo de la Iglesia y un abandono de la fe cristiana, que implicaba liberarse incluso de Jesucristo. En medio de ese desorden, Antonio Rosmini comprendió que no podría haber liberación de Cristo, sino únicamente liberación por Cristo y para Cristo; y esta idea inspiró toda su vida y su obra, y se halla en el centro de sus numerosos escritos, que tratan al mismo tiempo temas científicos y religiosos, filosóficos y místicos.

Vuestro fundador se sitúa con firmeza en la gran tradición intelectual del cristianismo, que sabe que no hay oposición entre fe y razón, sino que una exige la otra. Durante su época, el largo proceso de separación entre la fe y la razón alcanzó su máxima expresión, y ambas llegaron a parecer enemigos mortales. Sin embargo, Rosmini insistió, con san Agustín, en que «los creyentes también son pensadores: creyendo piensan y pensando creen (...). Si la fe no piensa, no es nada» (De praedestinatione sanctorum, 2, 5). Sabía que la fe sin la razón acaba en el mito y en la superstición; por eso, no sólo puso sus inmensos dones intelectuales al servicio de la teología y la espiritualidad, sino también de campos tan diversos como la filosofía, la política, el derecho, la educación, la ciencia, la psicología y el arte, viendo en ellos no una amenaza para la fe, sino aliados necesarios. A veces, Rosmini parece un hombre contradictorio. Sin embargo, encontramos en él una profunda y misteriosa coherencia; y fue precisamente esta coherencia la que hizo que Rosmini, a pesar de ser un hombre del siglo XIX, trascendiera su tiempo y su espacio para convertirse en un testigo universal, cuya enseñanza sigue siendo importante y actual.

Aunque su energía intelectual fue asombrosa, Rosmini puso en el centro de su vida cristiana lo que llamó «el principio de pasividad». Renunció, consciente y coherentemente, a su propia voluntad en la búsqueda de lo único realmente importante: la voluntad de Dios. Para un hombre tan activo por naturaleza, esto requirió una kénosis difícil y permanente. Su «principio de pasividad » se basaba firmemente en la fe en las obras de la providencia de Dios, de modo que esa «pasividad» era una atención constante a los signos de la voluntad de Dios y una absoluta disponibilidad a actuar según ellos en cuanto se manifiesten. Lo que era auténtico en su vida, debía serlo también en el Instituto que fundó. Su confianza en la bondad de la Providencia lo llevó a escribir en vuestras Constituciones: «Este Instituto se basa en un único fundamento: la providencia de Dios, Padre todopoderoso; y quien intente reemplazarlo con otro, trata de destruir el Instituto» (n. 462). Incluso en tiempos de grandes sufrimientos, vuestro fundador no perdió nunca la fe en el amor de Dios, por eso, tampoco perdió la paz de su alma o la comprensión de lo que quiere decir san Pablo cuando exhorta a una alegría continua (cf. Flp 4, 4).

Esta experiencia paradójica del sufrimiento y de la alegría llevó a Rosmini a venerar cada vez más profundamente el misterio de la cruz, puesto que en la figura de Cristo crucificado encontró al único que conoce tanto la absoluta alegría de la visión beatífica como la medida plena del sufrimiento humano. La cruz ocupó un lugar central para Rosmini ya desde el principio; y no fue una casualidad que el Instituto de la Caridad se haya fundado en el Monte Calvario, en Domodóssola. En efecto, sólo en el misterio de la cruz las aparentes contradicciones de Rosmini llegan a un punto de gran convergencia, y así podemos percibir toda la fuerza de lo que quería decir cuando hablaba de «caridad». Para él, la cruz prevenía a la razón contra el peligro de una autosuficiencia arrogante y, así mismo, prevenía a la fe contra la decadencia que es de esperar si se abandona la razón. La cruz le enseñó la verdad de la providencia de Dios y lo que significa ser «pasivo» ante sus obras. La cruz transformaba su caridad en un fuego ardiente de compasión y abnegación. Por eso, refiriéndose al Instituto de la Caridad, escribió: «La cruz de Jesús es nuestro tesoro, nuestro conocimiento, nuestro todo» (Cartas).

Mientras la Iglesia se prepara para entrar en el tercer milenio cristiano, la evangelización de la cultura es una parte crucial de lo que he llamado «la nueva evangelización» y, precisamente en este ámbito, la Iglesia espera mucho de los hijos de Antonio Rosmini. La cultura dominante en la actualidad exalta la libertad y la autonomía, que a menudo siguen falsos caminos que llevan a nuevas formas de esclavitud. Nuestra cultura oscila entre el racionalismo y el fideísmo de diversas formas, y parece incapaz de encontrar la armonía entre la fe y la razón. Los cristianos sienten a veces la tentación de prescindir de la kénosis de la cruz de Jesucristo, prefiriendo más bien las sendas del orgullo, el poder y el dominio. En este ámbito, el Instituto de la Caridad tiene la misión específica de mostrar el camino de la libertad, de la sabiduría y de la verdad, que es siempre el camino de la caridad y de la cruz. Ésta es vuestra vocación religiosa y cultural, del mismo modo que fue la vocación de vuestro clarividente fundador.

Su misticismo de la cruz llevó a Rosmini a una profunda devoción a la mujer que está al pie de la cruz, la Virgen de los Dolores. En María vio a la mujer herida por el dolor, pero también por su amor; a la mujer que podía llorar y también alegrarse con su Hijo, y que enseñaría a la Iglesia a hacer lo mismo. Rosmini aprendió de María el significado de las misteriosas palabras que pronunció en su lecho de muerte: «Adora, calla y alégrate». Ella, que es la Madre de los dolores y Madre de todas nuestras alegrías, guíe a los hijos e hijas de Antonio Rosmini, ahora y siempre, al silencio de adoración, en el que reina la paz de la Pascua y en el que la mente y el corazón encuentran descanso. Invocando sobre los miembros del capítulo y todos los miembros del Instituto de la Caridad la gracia del Señor resucitado, de buen grado os imparto mi bendición apostólica.



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