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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio;
queridos amigos:

1. Me alegra saludaros con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura y os expreso mi satisfacción por el tema elegido para esta sesión, "Por un nuevo humanismo cristiano, en el umbral del tercer milenio", tema esencial para el futuro de la humanidad, puesto que invita a tomar conciencia del lugar central que ocupa la persona humana en los diferentes ámbitos de la sociedad. Por otra parte, la investigación antropológica es una dimensión cultural necesaria en toda pastoral y una condición indispensable para una profunda evangelización. Agradezco al cardenal Paul Poupard las amables palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete.

2. A pocas semanas de la apertura del gran jubileo del año 2000, tiempo de gracia excepcional, la misión de anunciar a Cristo es cada vez más apremiante; muchos de nuestros contemporáneos, especialmente los jóvenes, tienen grandes dificultades para percibir quiénes son en realidad, pues están sumergidos y desorientados por las múltiples concepciones del hombre, de la vida y de la muerte, del mundo y de su sentido.

Muy a menudo, las concepciones del hombre difundidas en la sociedad moderna se han convertido en verdaderos sistemas de pensamiento que tienden a apartarse de la verdad y a excluir a Dios, creyendo que así afirman el primado del hombre, en nombre de su supuesta libertad y de su plena y libre realización; obrando de este modo, esas ideologías privan al hombre de su dimensión constitutiva de persona creada a imagen y semejanza de Dios. Esta mutilación profunda se transforma hoy en una verdadera amenaza para el hombre, dado que lleva a concebirlo sin ninguna relación con la trascendencia.

La Iglesia, en su diálogo con las culturas, tiene como tarea fundamental guiar a nuestros contemporáneos al descubrimiento de una sana antropología, para que lleguen al conocimiento de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Os doy las gracias porque con vuestras reflexiones ayudáis a las Iglesias particulares a afrontar este desafío, "para renovar desde dentro y transformar, a la luz de la Revelación, las concepciones del hombre y de la sociedad que modelan las culturas", como subrayaba el documento Para una pastoral de la cultura (n. 25), publicado recientemente por el Consejo pontificio para la cultura.

Cristo resucitado es una buena nueva para todos los hombres, ya que tiene "el poder de llegar al corazón de todas las culturas para purificarlas, fecundarlas y enriquecerlas, permitiéndoles irradiarse en la medida sin medida del amor de Cristo" (ib., 3). Así pues, conviene elaborar y desarrollar una antropología cristiana para nuestro tiempo, que sea el fundamento de una cultura, como hicieron nuestros antepasados (cf. Fides et ratio, 59), una antropología que debe tener en cuenta las riquezas y los valores de las culturas de los hombres de hoy, sembrando en ellas los valores cristianos. La diversidad de las Iglesias de Oriente y Occidente, ¿no testimonia, desde los orígenes, una inculturación fecunda de la filosofía, la teología, la liturgia, las tradiciones jurídicas y las creaciones artísticas?

Del mismo modo que en los primeros siglos de la Iglesia, con san Justino, la filosofía pasó a Cristo, puesto que el cristianismo es "la única filosofía segura y provechosa" (Diálogo con Trifón, 8, 1), así debemos proponer hoy una filosofía y una antropología cristianas que preparen el camino para el descubrimiento de la grandeza y la belleza de Cristo, el Verbo de Dios. Ciertamente, la fascinación de la belleza, de la estética, llevará a nuestros contemporáneos a la ética, es decir, a vivir una vida hermosa y digna.

3. El humanismo cristiano puede proponerse a todas las culturas; revela el hombre a sí mismo en la conciencia de su valor y le permite acceder a la fuente misma de su existencia, al Padre creador, y vivir su identidad filial en el Hijo unigénito, "primogénito de toda criatura" (Col 1, 15), con un corazón dilatado por el soplo de su Espíritu de amor. "Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas" (Fides et ratio, 70). La locura de la cruz, de la que habla san Pablo (cf. 1 Co 1, 18), es una sabiduría y una fuerza que superan todos las barreras culturales, pues puede enseñarse a todas las naciones.

El humanismo cristiano es capaz de integrar las mejores conquistas de la ciencia y de la técnica para mayor bienestar del hombre. Conjura, al mismo tiempo, las amenazas contra su dignidad de persona, sujeto de derechos y deberes, y contra su misma existencia, hoy tan seriamente puesta en tela de juicio, desde su concepción hasta el término natural de su vida terrena. En efecto, si el hombre vive una vida humana gracias a la cultura, sólo existe cultura realmente humana si es del hombre, por el hombre y para el hombre, o sea, para todo el hombre y para todos los hombres. El humanismo más auténtico es el  que  nos muestra la Biblia en el designio de amor de Dios para el hombre, designio más admirable aún gracias al Redentor. "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22).

La pluralidad de los enfoques antropológicos, que constituye una riqueza para la humanidad entera, también puede engendrar escepticismo e indiferencia religiosa; se trata de un desafío que es preciso afrontar con inteligencia y valentía. La Iglesia no tiene miedo de la diversidad legítima, que manifiesta los ricos tesoros del alma humana. Por el contrario, se apoya en esta diversidad para inculturar el mensaje evangélico. He podido darme cuenta de ello durante los diversos viajes que he realizado a todos los continentes.

4. A pocas semanas de la apertura de la Puerta santa, símbolo de Cristo, cuyo corazón completamente abierto está dispuesto a acoger a los hombres y mujeres de todas las culturas en el seno de su Iglesia, deseo vivamente que el Consejo pontificio para la cultura prosiga sus esfuerzos, sus investigaciones y sus iniciativas, sobre todo sosteniendo a las Iglesias particulares y favoreciendo el descubrimiento del Señor de la historia por parte de quienes están sumergidos en el relativismo y en la indiferencia, rostros nuevos de la falta de fe. Será un modo de devolver a esas personas la esperanza que necesitan para edificar su vida personal, participar en la construcción de la sociedad y volver a Cristo, alfa y omega. En particular, os invito a apoyar a las comunidades cristianas, que no siempre disponen de medios, para que presten una renovada atención al mundo tan diversificado de los jóvenes y sus educadores, de los científicos y los investigadores, de los artistas, de los poetas, de los escritores y de todas las personas comprometidas en la vida cultural, a fin de que la Iglesia afronte los grandes desafíos de la cultura contemporánea. Esto vale tanto para Occidente como para las tierras de misión.

Os renuevo mi gratitud por el trabajo realizado, y, encomendándoos a la intercesión de la Virgen María, que supo dar a Dios un sí incondicional, y a los grandes doctores de la Iglesia, os imparto complacido a vosotros, así como a todos vuestros seres queridos, como prenda de mi confianza y mi estima, una particular bendición apostólica.

Vaticano, 19 de noviembre de 1999

JUAN PABLO II

 



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