Index   Back Top Print

[ DE  - EN  - ES  - IT  - PT ]

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA COMUNIDAD BENEDICTINA CON MOTIVO
DEL BICENTENARIO DE LA ELECCIÓN DE PÍO VII

 

A los reverendos padres
dom ISIDORO CATANESI
presidente de la Congregación Benedictina Cassinense
y
dom INNOCENZO NEGRATO
visitador de la provincia italiana de la Congregación
Benedictina Sublacense

1. He sabido con viva satisfacción que la Congregación Benedictina Cassinense y el Centro histórico benedictino italiano quieren conmemorar, con adecuadas iniciativas, el bicentenario de la elección a la cátedra de san Pedro de mi venerado predecesor el Papa Pío VII. Para esa feliz circunstancia, me alegra enviar a toda la comunidad benedictina, así como a los organizadores del Congreso histórico internacional y a cuantos participen en las celebraciones jubilares, mi cordial saludo y mis mejores deseos, complacido de que se recuerden oportunamente la figura y la obra de tan ilustre Pontífice e hijo fiel de san Benito.

Luigi Barnaba Chiaramonti, último de los seis hijos del conde Scipione y de la marquesa Giovanna Coronata Ghini, nació en Cesena el 14 de agosto de 1742, víspera de la fiesta de la Asunción de la Virgen, a la que está dedicado el monasterio en el que recibiría su formación:  en esa misma solemnidad mariana, tan querida para el pueblo de Cesena, fue bautizado en la catedral de San Juan Bautista. Por tanto, la fecha misma de su nacimiento parece unirlo a la abadía benedictina de Santa María del Monte, situada cerca de Cesena, que tuve la alegría de visitar en 1986.

A la edad de once años entró como alumno monástico en esa abadía, donde tuvo como maestro de novicios a dom Gregorio Calderara, quien, antes de morir, pudo ver a su antiguo novicio convertido en Sumo Pontífice. Después de la solemne profesión de los votos monásticos en 1758, Gregorio Chiaramonti fue enviado a Padua, a la abadía de Santa Justina, cuna de la antigua congregación benedictina, para completar los estudios filosóficos y teológicos, en los que se distinguió por la agudeza de su ingenio. Luego se trasladó a Roma para perfeccionarse en el Colegio pontificio de San Anselmo, anexo a la residencia urbana de la abadía de San Pablo extramuros, es decir, en San Calixto en el Trastévere, reservado a los estudiantes más capacitados de la Congregación Benedictina Cassinense.

La disciplina monástica y las riquezas espirituales y culturales adquiridas con tenaz esfuerzo durante sus años de formación fueron la mejor preparación para el elevado ministerio universal que desempeñaría en un tiempo muy difícil para la Iglesia y para Europa.

2. Dom Gregorio, ordenado sacerdote en 1765, fue enviado a Parma como profesor de filosofía en el monasterio de San Juan Evangelista, donde, al cumplir 30 años, en 1772, le otorgaron el grado académico de "lector", con el que su congregación lo habilitó para la enseñanza de la teología y del derecho canónico. A este respecto, conviene recordar que los nueve años transcurridos en Parma fueron decisivos para la formación cultural del futuro Papa, quien en aquel ambiente tuvo su primer contacto significativo con la cultura francesa y con sus impulsos de renovación, que desembocaron luego dramáticamente en la Revolución.

El joven monje Chiaramonti percibía la necesidad que tenía su congregación de una profunda renovación, sobre todo en el campo formativo. Por una parte, deseaba la vuelta a la inspiración originaria de la vida monástica y, por otra, una modernización de los programas de enseñanza, para poner a los jóvenes monjes en un contacto más directo con las problemáticas concretas y actuales, tanto en el campo religioso como en el social.

Llegó a ser, luego, profesor y bibliotecario del colegio San Anselmo de Roma y prior de la abadía de San Pablo extramuros. Pío VI, que lo había conocido personalmente mientras ejercía como cardenal el oficio de abad comendatario de Subiaco, derogando con su autoridad cuanto prescribían en esa materia las constituciones de la antigua Congregación Cassinense, lo promovió a abad titular.

3. En diciembre de 1782 fue nombrado obispo de Tívoli y en 1785 fue trasladado a la sede episcopal de Ímola y, al mismo tiempo, creado cardenal. El 14 de marzo de 1800, al término del Cónclave que tuvo lugar en Venecia, el Señor lo llamó a guiar la Iglesia de Roma y a todo el pueblo cristiano como Sucesor del apóstol san Pedro. La elección tuvo lugar en un momento de graves preocupaciones y ansias por el futuro de la comunidad cristiana. Como es sabido, en 1800 ni siquiera pudo celebrarse el Año santo. Después, superada la difícil situación caracterizada por formas de opresión con respecto a los creyentes, se comenzó a vislumbrar un tiempo de relativa tolerancia hacia la fe cristiana, aunque siempre marginada de la sociedad europea.

En ese clima se desarrolló su pontificado, durante el cual pudo hacer fructificar, amplia y eficazmente, los grandes talentos de naturaleza y de gracia de que Dios lo había dotado:  un espíritu de sencillez y mansedumbre, un notable sentido de la justicia, una indudable capacidad de conjugar prudencia y firmeza, y un singular celo por la salvación de las almas. El pontificado de Pío VII dejó una huella significativa en la historia de la Iglesia, también gracias al eficaz instrumento jurídico del Concordato, que resultó después muy útil para regular las relaciones con los Estados.

4. Pío VII tenía plena conciencia del clima social y político, marcado por la fuerte confrontación con la personalidad de Napoleón Bonaparte y la aparición de las corrientes restauradoras en Italia y en Europa. Así pues, no le faltaron pruebas y contrastes:  en 1809 fue arrestado por orden del emperador y llevado prisionero, primero a Francia y después a Savona. Liberado en 1814, al año siguiente, a causa de la invasión de Roma y de los Estados pontificios, se vio obligado una vez más a emprender el triste camino del exilio, refugiándose en Génova. En aquellas circunstancias, mostró gran constancia en la defensa de la Iglesia y valentía tenaz para soportar afrentas y sufrimientos.

Sostenido por la fe, no cedió frente a los abusos y la violencia, dando testimonio de un amor tan grande a su misión y al servicio de la Iglesia y del mundo, que sigue siendo motivo de constante admiración.

En efecto, ya desde su elección, Pío VII fue consciente de las dificultades que debería afrontar. En su primera encíclica, dirigida al mundo católico desde el monasterio veneciano de San Jorge, recordando los tristes avatares de su inmediato predecesor el Papa Pío VI y repasando la historia de la Iglesia, ilustró cómo la persecución y la incomprensión no constituían una novedad para los Vicarios de Cristo. Al mismo tiempo, exhortó a los cristianos a perseverar con valentía en medio de las adversidades, confiando en Dios y manteniéndose firmes en el testimonio evangélico. Sabía muy bien cuál era la misión del Sucesor de Pedro, es decir, confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32).

5. En el ejercicio de su ministerio, Pío VII fue sostenido siempre por una inquebrantable confianza en el Señor y por un amor filial a la celestial Madre de Dios. A este respecto, me agrada subrayar su devoción a la santísima Virgen, que recibió, casi con la leche materna, en su familia y después cultivó siempre a lo largo de los años. Elevado al Solio pontificio, manifestó continuos signos de ella. Basta recordar que quiso coronar personalmente muchas imágenes marianas. Durante su primer viaje a Roma, al pasar por Spoleto, el 30 de junio de 1800, coronó el sagrado icono de la Virgen de San Lucas, venerado en la catedral de esa ciudad. Liberado de la prisión napoleónica el 22 de enero de 1814, antes de volver a Roma, no sólo quiso coronar personalmente la venerada imagen de la Virgen del Monte de Cesena, el 1 de mayo de 1814, sino que también, en ese mismo mes de mayo, repitió el mismo acto de exquisita devoción a la Virgen de la Piedad, llamada popularmente del Agua, que se venera en la catedral de Rímini y a la Virgen, Reina de todos los santos, de la catedral de Ancona. Asimismo, el 10 de mayo de 1815, volvió a Savona para coronar solemnemente la imagen de la Virgen de la Misericordia, cumpliendo un voto que había hecho durante los tres años que duró su exilio en esa ciudad.

6. Precisamente para subrayar la constante relación entre este Pontífice y la Madre de Dios, el Congreso histórico conmemorativo de su elección ha elegido como fecha de inicio el 15 de septiembre, memoria litúrgica de la Virgen de los Dolores que él, el 18 de septiembre de 1814, quiso extender a toda la Iglesia, en recuerdo de los dolores que padeció la Iglesia durante la Revolución francesa y la dominación napoleónica. Además, el 15 de septiembre de 1815, para perpetuar el recuerdo de su vuelta triunfal a Roma, que tuvo lugar el 24 de mayo de 1814, decretó que cada año la diócesis de Roma celebrara el 24 de mayo la fiesta de María Auxiliadora del pueblo cristiano, fiesta que pasó después al calendario propio de numerosas diócesis y familias religiosas. En los momentos tormentosos de su pontificado, precisamente ella, la Virgen santísima, fue su apoyo en la inquebrantable certeza de que los derechos de Dios y de la Iglesia terminarían triunfando.

Otra característica del pontificado de este ilustre predecesor mío fue su gran amor, heredado de la tradición benedictina, al estudio y a la cultura, que le granjeó una gran estima por su obra de recuperación del patrimonio artístico e histórico de la Santa Sede, disperso en gran parte a causa de los saqueos napoleónicos. Se esforzó por incrementarlo, como lo atestiguan elocuentemente el museo Chiaramonti, que lleva su nombre, y los frescos de la Biblioteca vaticana, que aún hoy narran sus gestas.

7. Por tanto, muchas y significativas son las razones para hacer memoria de este digno Sucesor del apóstol san Pedro, probado duramente por adversidades e incomprensiones. El testimonio de su indómito y perseverante servicio a la Iglesia constituye una lección útil para todos. Recordar lo que tuvo que sufrir para desempeñar su ministerio apostólico nos lleva a meditar en la vocación de todo apóstol de Cristo. En efecto, los cristianos de cada época, a pesar de los contrastes y las humillaciones, los obstáculos y las persecuciones, están llamados a perseverar siempre en la fidelidad a su Señor. Saben que deben adherirse al Evangelio sin componendas y sin miedo, dispuestos cada día a tomar la cruz para seguirlo a él, el Maestro crucificado. Caminar en pos de él y abrazar con amor su Evangelio es el compromiso activo y generoso de todos los discípulos de Jesús. Esta misión conlleva inevitablemente la experiencia de la cruz, según las palabras del Señor:  "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24).

Deseo de corazón que esta celebración jubilar brinde la ocasión de conocer mejor el mensaje del Papa Chiaramonti y apreciar aún más su sabiduría y su fuerza interior. Ojalá que los hombres de nuestro tiempo, al considerar su vida y su ejemplo, obtengan valiosas indicaciones para afrontar con el mismo ardor misionero los desafíos de la época moderna. Hoy, como en el tiempo en que él vivió, hay que saber pasar a través de las dificultades de la vida, permaneciendo firmes en la escucha y en la obediencia al Evangelio.

Que el Señor, por intercesión de María, Madre de los cristianos, conceda de modo especial a los monasterios de las dos congregaciones derivadas de la única y antigua Congregación Cassinense el don de una fidelidad cada vez mayor al propio carisma. Que les otorgue, además, numerosas vocaciones para la "escuela del servicio divino", según las indicaciones de la Regla de san Benito.
Con esta finalidad, aseguro un recuerdo en mi oración y, como prenda de abundantes gracias celestiales, me complace impartir a los reverendísimos padres abades y a las comunidades benedictinas masculinas y femeninas, así como a cuantos participen en el Congreso histórico internacional, la implorada bendición apostólica.

Castelgandolfo, 14 de agosto de 2000

JUAN PABLO II



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana