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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ISRAEL ANTE LA SANTA SEDE
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Lunes 18 de septiembre de 2000

 

Señor embajador:

Me alegra mucho darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Estado de Israel ante la Santa Sede. En este momento mis pensamientos son de profunda y constante gratitud: gratitud a Dios, que en este año del gran jubileo guió mis pasos de peregrino hacia Tierra Santa y sus pueblos; y gratitud a las autoridades civiles y religiosas por la bienvenida y la acogida que me dispensaron durante los intensos días de mi visita del mes de marzo.

La Tierra Santa ocupará siempre un lugar central en la mente y en el corazón de judíos, cristianos y musulmanes. El año 2000, con su conmemoración del nacimiento de Jesús, no podía por menos de atraer la atención amorosa de millones de cristianos en todos los rincones de la tierra hacia los lugares donde Jesús vivió, murió y resucitó. La profunda experiencia que viví durante mi peregrinación a los Santos Lugares está grabada en mi corazón como una gracia extraordinaria de Dios y una forma de testimonio que me agradaría transmitir, especialmente a las generaciones jóvenes, como una invitación a construir una nueva era en las relaciones entre cristianos y judíos.

Sobre todo, espero que no se haya olvidado el carácter religioso de mi visita. Mi propósito fundamental fue recorrer los diversos lugares santos con espíritu de oración, consciente de que ese gesto "nos ayuda a vivir nuestra vida como un camino; también nos presenta plásticamente la idea de un Dios que nos ha anticipado y nos precede, que se ha puesto él mismo en camino por las sendas de los hombres, que no nos mira desde lo alto, sino que se ha hecho nuestro compañero de viaje" (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, 29 de junio de 1999, n. 10: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999, p. 22).

La Iglesia es plenamente consciente de que "se nutre de la raíz del buen olivo en el que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles" (Nostra aetate, 4). El patrimonio espiritual común a cristianos y judíos es tan grande y tan vital para el bien religioso y moral de la familia humana, que es preciso hacer todo lo posible para promover y ampliar nuestro diálogo, especialmente en el campo bíblico, teológico y ético. Es necesario realizar un nuevo esfuerzo mutuo y sincero en todos los niveles para ayudar a cristianos y judíos a conocer, respetar y estimar más plenamente las creencias y tradiciones de los otros. Este es el modo más seguro de superar los prejuicios del pasado y levantar una barrera contra las formas de antisemitismo, racismo y xenofobia que están resurgiendo en algunos lugares. Hoy, como siempre, lo que causa la tragedia de la discriminación y de la persecución no es la fe y la práctica religiosa auténtica, sino la falta de fe y el surgimiento de una visión egoísta y materialista, carente de verdaderos valores, o sea, una cultura del vacío. Por eso, señor embajador, sus palabras sobre la necesidad de un liderazgo moral que responda a los desafíos más apremiantes que afronta la humanidad en el nuevo milenio encuentran eco en las convicciones de la Santa Sede.

Las dificultades que se encuentran para llegar a una paz definitiva en Oriente Medio constituyen un motivo continuo de tristeza. Todos nos alegramos cada vez que se da un paso adelante en las complejas negociaciones que han llegado a ser una característica esencial de las relaciones entre Israel y sus vecinos, especialmente con la Autoridad palestina. La prosecución del diálogo y de las negociaciones representa un desarrollo significativo. Y es fundamental reconocer la importancia del progreso alcanzado hasta ahora, para que los negociadores no se desanimen ante la magnitud de la tarea que aún queda por realizar. A veces se tiene la impresión de que los obstáculos que se oponen a la paz son tan grandes y tan numerosos que parece humanamente imposible afrontarlos.

Pero lo que parecía impensable hasta hace algunos años, ahora es realidad o, por lo menos, es una cuestión de la que se discute, y esto debe convencer a todas las personas implicadas de que es posible hallar una solución. Hay que estimular a todos a proseguir con esperanza y perseverancia.

Por lo que concierne a la delicada cuestión de Jerusalén, es importante que se continúe el camino del diálogo y del acuerdo, sin recurrir ni a la fuerza ni a la imposición. La principal preocupación de la Santa Sede es que se preserve el carácter religioso único de la ciudad santa mediante un estatuto especial, garantizado internacionalmente. La historia y la realidad actual de las relaciones interreligiosas en Tierra Santa son tales, que ninguna paz justa y duradera es previsible sin alguna forma de apoyo por parte de la comunidad internacional. El objetivo de este apoyo internacional sería la conservación del patrimonio cultural y religioso de la ciudad santa, patrimonio que pertenece a judíos, cristianos y musulmanes del mundo entero, y a toda la entera comunidad internacional. De hecho, los Santos Lugares no son meros memoriales del pasado; son, y deben seguir siendo, el centro neurálgico de comunidades entusiastas, vitales y florecientes de creyentes, que puedan ejercer libremente sus derechos y deberes, y que vivan en armonía unos con otros. No sólo está en juego la preservación y el libre acceso a los Santos Lugares de las tres religiones, sino también el libre ejercicio de los derechos religiosos y civiles que competen a los miembros, a los lugares y a las actividades de las diversas comunidades. Como dije durante mi visita, el resultado final debe ser una Jerusalén y una Tierra Santa donde las diferentes comunidades religiosas puedan vivir y trabajar juntas con amistad y armonía, una Jerusalén que sea verdaderamente una ciudad de paz para todos los pueblos. Entonces, todos repetiremos las palabras del profeta: "Venid, subamos al monte del Señor (...). Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas" (Is 2, 3).

Señor embajador, mis oraciones lo acompañan en este momento en que comienza su misión como representante diplomático de Israel ante la Santa Sede, y estoy seguro de que usted hará todo lo que esté a su alcance para incrementar la comprensión y la amistad entre nosotros, según el espíritu del Acuerdo fundamental y de los demás documentos destinados a garantizar su aplicación. Del mismo modo, los diferentes dicasterios de la Curia romana colaborarán de buen grado con usted en el cumplimiento de sus altos deberes. Que la bondad y la misericordia de Dios lo acompañen todos los días de su vida (cf. Sal 22, 6).


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.39, p.6 (p.470).



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