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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A SU SANTIDAD BARTOLOMÉ I, PATRIARCA ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA,
CON MOTIVO DE LA FIESTA DE SAN ANDRÉS

 

A Su Santidad
BARTOLOMÉ I
Arzobispo de Constantinopla
Patriarca ecuménico

«Que en vosotros abunden la gracia y la paz por el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesucristo» (2 P 1, 2).

Con estas palabras, en las que se expresa la esperanza de la salvación, san Pedro se dirige a los cristianos del Ponto, de Galacia, de Capadocia y de Asia menor, «a los que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo han recibido una fe tan preciosa como la nuestra» (2 P 1, 1).

Con este mismo saludo me dirijo a usted, Santidad, y a los miembros del Santo Sínodo y del Patriarcado ecuménico, en esta feliz circunstancia de la fiesta de san Andrés, el primer llamado, el hermano de san Pedro, el protocorifeo, como canta la liturgia. La delegación guiada por mi estimado hermano el cardenal Edward Idris Cassidy, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a quien he encargado representarme ante usted con ocasión de esta celebración, le expresará los sentimientos fraternos del Obispo de Roma y de la Iglesia católica.

La veneración común a los santos Apóstoles y la oración que elevamos a Cristo por su intercesión nos recuerdan la gracia que se nos ha concedido de estar arraigados en la única sucesión apostólica y en la única misión de transmitir a las generaciones futuras y al mundo la salvación realizada por el único Mediador, Cristo Jesús. Como el apóstol san Andrés, cuando encontró a Jesús por primera vez, queremos proclamar juntos:  «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41).

Esta misión común nos exige abrazar la causa del restablecimiento de la plena unidad de fe y de vida. En efecto, como señalé en la encíclica Ut unum sint, «es evidente que la división de los cristianos está en contradicción con la verdad que tienen la misión de difundir y, por tanto, perjudica gravemente su testimonio» (n. 98). Ya el Papa Pablo VI señalaba hace exactamente veinticinco años que «la división de los cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo» (Evangelii nuntiandi, 77).

Este Año jubilar, durante el cual celebramos el bimilenario de la encarnación del Verbo de Dios, nos ha permitido dar un testimonio común de nuestra fe. Doy las gracias a Su Santidad por haber enviado a Roma a sus delegados, que se han unido a nosotros y a los delegados de las demás Iglesias y comunidades eclesiales para proclamar que Cristo es nuestro único Señor y Salvador.

En este año 2000, después de una larga suspensión de sus trabajos, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, pudo reunirse en Baltimore para celebrar su octava sesión plenaria. Un encuentro de esa naturaleza es en sí mismo un acontecimiento importante, y fue una ocasión para subrayar la complejidad de las cuestiones estudiadas; sin embargo, debemos constatar, con gran pena, que no nos ha permitido realizar un progreso real en nuestro diálogo. Por eso, la comisión puso oportunamente de relieve la necesidad de proseguir el diálogo y buscar los caminos más adecuados para precisar y profundizar cada vez más las cuestiones debatidas.

Por lo que concierne a la Iglesia católica, puedo asegurar a Su Santidad que estoy decidido a continuar el diálogo de la verdad y de la caridad. Por este motivo hago un llamamiento a los fieles católicos y ortodoxos, para que, en los lugares donde viven, intensifiquen y consoliden sin cesar sus relaciones fraternas, animados por el respeto y la confianza mutuos. Este es el único camino que permite, con la gracia de Dios, sanar las almas de eventuales reticencias y ensanchar los corazones, para corresponder plenamente a la voluntad divina de unidad, eliminando las dificultades reales que aún subsisten o las que puedan surgir en el ámbito de las Iglesias locales. Este deseo y esta orientación han sido comunicadas a las Iglesias católicas particulares para que se comprometan firmemente en este sentido. Debemos promover una colaboración estrecha y desinteresada entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, evitando acciones o gestos que puedan constituir formas de presión o que puedan simplemente dar esa impresión, y siendo, según la  exhortación del apóstol san Pablo a los Corintios, «ministros de Dios (...), con paciencia, bondad, en el Espíritu Santo y en caridad sincera» (2 Co 6, 4. 6), tratando de ser constructores de paz y reconciliación.

Así pues, con corazón puro y libre, para obedecer a la voluntad del único Señor, debemos continuar nuestra búsqueda sincera, fraterna y afectuosa de la comunión plena. Desde esta perspectiva, me alegra haber podido poner a disposición del Patriarcado ecuménico la antigua y hermosa iglesia de San Teodoro en la colina del Palatino, en Roma, para que sea destinada al culto y a las actividades pastorales de la comunidad greco-ortodoxa de la ciudad, que así tendrá la asistencia espiritual necesaria para su crecimiento y para el diálogo con todos los cristianos que viven en Roma.

Al término de este mensaje, deseo asegurarle, querido y venerado hermano, que yo mismo, personalmente, y toda la Iglesia, pedimos fielmente al Señor que nos otorgue su luz y su fuerza para comprender a fondo su oración:  «Que todos sean uno para que el mundo crea» (Jn 17, 21), a fin de dar nuestra contribución a su realización plena.

En este momento en que la Iglesia de Constantinopla celebra a su santo patrono, ruego al apóstol san Andrés que nos ayude a avanzar por el camino de la unidad y a proseguir nuestras relaciones impregnadas de delicadeza y perdón, para que proclamemos juntos que Cristo es nuestro Salvador y el Salvador del género humano. Con estos sentimientos, le aseguro a usted, Santidad, a los obispos y a los fieles de su Patriarcado, mi profunda caridad fraterna.

Vaticano, 25 de noviembre de 2000

JUAN PABLO II



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