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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN SAN PEDRO Y SAN PABLO


Sábado 16 de junio de 2001

 

Queridos miembros de la Asociación San Pedro y San Pablo: 

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión del trigésimo aniversario de vuestra benemérita asociación. Saludo a vuestros familiares y a los nuevos socios, acogidos precisamente hoy. Saludo a vuestro presidente, abogado Gianluigi Marrone, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes, y al asistente espiritual, monseñor Franco Follo. Os expreso de buen grado a cada uno de vosotros mi profunda gratitud por el generoso y cualificado servicio que prestáis a la Sede apostólica y, de modo especial, al Sucesor de Pedro.

Me alegra, además, que nuestro encuentro tenga lugar poco antes de la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstoles, sobre cuyo testimonio y martirio la divina Providencia quiso edificar la Iglesia de Roma. San Agustín, en la Liturgia de las Horas del día dedicada a los apóstoles san Pedro y san Pablo, se expresa así:  "En un solo día celebramos el martirio de los dos Apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Por eso, celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los Apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina" (Sermo 295:  PL 38, 1352).

2. El día de Pentecostés la Iglesia recibió una misteriosa unidad, que no proviene del hombre y trasciende toda causa de división humana. El don del Espíritu Santo, que hace de los fieles de Cristo "un solo corazón y una sola alma" (cf. Hch 1, 14; 2, 46), se prolonga en la historia y acompaña a la Iglesia en su misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos hasta el fin de los tiempos. Este don, que llevamos "en recipientes de barro" (2 Co 4, 7), está constantemente amenazado por nuestra fragilidad humana. San Pedro fue llamado de manera muy particular a custodiar el don valioso de la unidad eclesial. Después de la triple confesión de su amor, recibió del Señor la misión de "apacentar las ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). La asistencia que Cristo aseguró a Pedro acompaña también a sus sucesores, a los que ha sido confiado el mismo oficio en bien de la Iglesia:  "Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).

3. Pedro se convierte así en "piedra" sobre la cual Cristo puede construir su Iglesia en la historia, mediante un don que proviene de lo alto:  el don de la fe, que él confesó solemnemente en Cesarea de Filipo:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Pero también en virtud de su respuesta de amor singular es elegido para ser fundamento del edificio de la Iglesia:  «"Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?". (...) "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero"» (cf. Jn 21, 15-19). Sobre la roca de esta fe y de este amor el Señor mantiene firme su Cuerpo místico y asegura su permanente unidad y su misión en medio de las vicisitudes alternas de la historia.

Queridos hermanos, el servicio que se os ha confiado está estrechamente unido a la misión del Sucesor de Pedro. Quisiera repetiros hoy mi más sincero aprecio por la obra diligente que realizáis tanto durante las liturgias sagradas como en el contacto con los peregrinos en la patriarcal basílica de San Pedro. Dios os lo pague. Que vuestra actividad, alimentada por una oración constante, os lleve a realizar cada vez más vuestra vocación cristiana.

4. Si vuestro espíritu está constantemente iluminado por la fe, podréis comprenderos mejor a vosotros mismos y ayudar a los peregrinos y a cuantos encontráis a profundizar en el misterio de Cristo y de su Iglesia. ¡Cuánta gente viene a Roma "para ver a Pedro" y vivificar su fe! El reciente Año jubilar dio un testimonio particularmente elocuente de este afecto por la Sede apostólica, llamada a custodiar la verdad y la unidad de la Iglesia y a confirmar a los bautizados en su fe en el Redentor.

Por tanto, al renovaros mi gratitud y mi aprecio por vuestra colaboración, os exhorto a hacer de vuestra actividad diaria una ocasión propicia para manifestar un amor sincero a Cristo, una entrega generosa a la Iglesia y un vínculo particular con el Sucesor de Pedro. Creced en la fe, para estar cada vez más motivados en vuestro servicio. Tened como programa de vida vuestro lema:  "Fide constamus avita".

Con estos sentimientos, al mismo tiempo que os aseguro mi constante recuerdo en la oración, invoco la protección de María, a la que veneráis con el título de Virgo Fidelis, y os imparto de corazón a vosotros y a vuestros familiares una especial bendición apostólica.

 



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