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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS LATINOS DE LAS REGIONES ÁRABES
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Sábado 17 de marzo de 2001

 

Beatitud;
queridos hermanos en el episcopado

1. Me alegra acogeros en este momento en que realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum, manifestando así vuestra comunión con el Sucesor de Pedro. Deseo que en vuestros encuentros con el Obispo de Roma y con sus colaboradores encontréis los estímulos necesarios para infundir dinamismo espiritual e impulso apostólico renovados al pueblo cuya solicitud pastoral se os ha encomendado.

Agradezco a Su Beatitud Michel Sabbah, patriarca latino de Jerusalén, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Manifiestan la profundidad de vuestros compromisos al servicio del anuncio del Evangelio. A través de vosotros, obispos latinos de las regiones árabes, me uno con el pensamiento y el corazón a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, así como a todos los fieles de cada una de vuestras diócesis, que, en situaciones diferentes, dan un testimonio valiente del Señor Jesús. Que Dios los sostenga y los guíe diariamente.

Con gran emoción recuerdo las peregrinaciones que tuve la alegría de realizar durante el Año jubilar a la tierra donde Dios se manifestó a los hombres, desde el Sinaí hasta Jerusalén, la ciudad santa en la que Cristo murió y resucitó por la salvación de la humanidad. Pido a Dios que me conceda la gracia de proseguir próximamente mi camino de peregrino yendo a Siria, a los lugares que evocan la conversión del apóstol san Pablo y el impulso misionero de las primeras comunidades cristianas.

2. Como escribí en la carta apostólica Novo millennio ineunte, que dirigí a toda la Iglesia al final del gran jubileo, ha llegado la hora de que "cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al pueblo de Dios en este año especial de gracia, más aún, en el período más amplio de tiempo que va desde el concilio Vaticano II al gran jubileo, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral" (n. 3). En efecto, es esencial que las comunidades cristianas remen decididamente mar adentro, fortalecidas con las gracias que recibieron del Señor durante el Año jubilar y animadas por una esperanza sólidamente arraigada en la contemplación del rostro de Cristo.

Hace un año concluyó el Sínodo pastoral que reunió por primera vez a los miembros de todas las comunidades católicas de Tierra Santa. Os exhorto encarecidamente a aplicar el plan pastoral que surgió de vuestro camino eclesial: "Fieles a Cristo, corresponsables en la Iglesia y testigos en la sociedad".

Vuestras comunidades, que constituyen minorías en sociedades cuya cultura y vida diaria están profundamente marcadas por la presencia de otras religiones, deben seguir profundizando sin cesar su identidad cristiana para mantenerla en su autenticidad evangélica. Jamás deben olvidar que el cristiano recibe su identidad personal y eclesial de su relación íntima con Cristo, que le ayuda a vivir cualquier situación e ilumina sus elecciones, y no de su acción o de sus opciones en el seno de la sociedad. Así, podrán abrirse sin temor a los demás y contribuir a hacer que resplandezca el rostro de amor de Dios entre las naciones. Han de recordar que volver a Cristo, Verbo encarnado, y avanzar con él por el camino de la santidad lleva a rechazar toda forma de mediocridad y de religiosidad superficial, para penetrar cada vez más profundamente en su misterio.

Dar testimonio de Cristo y participar en la edificación de su Cuerpo exigen desarrollar una auténtica comunión dentro de la Iglesia, sobre todo mediante relaciones cada vez más confiadas entre los pastores y los fieles, así como mediante una colaboración pastoral habitual entre las diversas comunidades católicas, con una generosa apertura de espíritu y de corazón. Las parroquias y las familias han de ser hogares vivos de unidad y de amor auténtico. En efecto, "hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo" (Novo millennio ineunte, 43). Al realizar esta comunión, la Iglesia se manifiesta como el signo y el instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

3. Desde esta perspectiva, los laicos están invitados a participar cada vez más en la vida y en el testimonio de la Iglesia, para dar efectivamente razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15). La toma de conciencia de su vocación y de su misión por parte de los laicos es una fuente de consuelo y de alegría profunda. Por tanto, conviene mostrarles una confianza que los estimule a vivir con fidelidad al Evangelio y al magisterio de la Iglesia, y a asumir las responsabilidades que les corresponden, participando activamente en la vida de sus comunidades, en sus diferentes niveles. Del mismo modo, su compromiso en la gestión de los asuntos públicos, en la medida en que sea posible, reviste una gran importancia, especialmente en el campo de la justicia y de la paz.

Así pues, es indispensable proseguir el esfuerzo que habéis emprendido para asegurar la formación de los laicos, a fin de ayudarles a adquirir verdaderas competencias, también por lo que respecta a la vida social, económica y política. Al dedicarse a la investigación intelectual y al estudio, contribuirán además a desarrollar una verdadera cultura cristiana, en colaboración con las otras Iglesias, proponiendo así a la sociedad la perspectiva cristiana sobre el hombre y unos principios que pueden orientar la acción de los que se ponen al servicio de sus hermanos. El acompañamiento pastoral de los universitarios católicos es importante para ayudarles a traducir su fe en su cultura y ocupar su lugar en la misión de la Iglesia.

4. Los sacerdotes son vuestros primeros colaboradores en el ministerio al servicio de la comunión en la Iglesia. A través de vosotros, los saludo cordialmente, invitándolos a tener una confianza incondicional en Cristo, que los ha llamado y que está siempre a su lado para guiarlos en su misión de anunciar el Evangelio y educar la fe de los fieles. Ante los grandes desafíos de la evangelización no deben tener miedo de apostar toda su vida por Cristo y abandonarse a él con generosidad. Al abrir de par en par su corazón al amor de Dios y al ponerse a la escucha de sus hermanos, se convertirán cada vez más en hombres de la esperanza y del encuentro con Dios.

Por eso, los sacerdotes deben acudir sin cesar a la fuente de su ministerio, para encontrar en ella un impulso apostólico nuevo. Su actividad misionera dará fruto en la medida en que afiancen su vida espiritual mediante la celebración y la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación, lugares privilegiados de la comunión. Gracias a una intensa vida de oración personal y comunitaria, alma de la vida sacerdotal y condición de toda vida pastoral fecunda bajo la moción del Espíritu, entrarán en un diálogo cada vez más íntimo con el Señor, que ellos tienen como misión anunciar a sus hermanos. Al adquirir una gran familiaridad personal con la palabra de Dios, acogida con un corazón dócil y orante, podrán anunciar el Evangelio de manera auténtica y llevar a los fieles a un conocimiento cada vez más profundo del misterio de Dios.

La formación permanente, sobre todo mediante la lectura y los encuentros de reflexión y oración, así como mediante la participación en los programas de enseñanza teológica y pastoral, es para cada sacerdote un deber esencial, a fin de permanecer fiel a su identidad y a su misión en la Iglesia y para la Iglesia.

Queridos hermanos en el episcopado, conozco vuestro compromiso por promover las vocaciones sacerdotales y religiosas, y por transmitir la llamada de Cristo. Animo vuestros esfuerzos encaminados a impartir la formación primera a los candidatos al sacerdocio. Estad atentos a asegurarles una buena formación intelectual, teológica, bíblica y espiritual. Pero es indispensable que esto se base en una formación humana "que les ayude a adquirir una madurez personal y les haga atentos a la complejidad cultural en la que desempeñarán su ministerio" (Exhortación apostólica Una esperanza nueva para el Líbano, 62).

5. Los institutos religiosos están presentes en numerosos campos de la vida de vuestras diócesis, donde sus miembros trabajan con generosidad y colaboran activamente en la pastoral diocesana. Aseguradles mi oración y transmitidles mi afecto y mi aliento. En algunas regiones, los religiosos y las religiosas son una presencia esencial para la visibilidad de la Iglesia. Con sus diversos compromisos contribuyen a la promoción humana y espiritual de las personas, sin distinción de origen o de religión, especialmente en los campos de la educación, la sanidad o los servicios sociales. Doy gracias a Dios por lo que han hecho y por lo que siguen realizando, junto con las personas que colaboran con ellos, al servicio de todos, con un espíritu de abnegación ejemplar. Con su vida totalmente entregada a Dios y a sus hermanos son un punto de referencia para los jóvenes que frecuentan sus instituciones educativas, así como para todas las personas que se benefician de su apoyo y de su entrega. Ojalá que sigan testimoniando con toda su vida una Iglesia que sea un verdadero lugar de fraternidad, de comunión, de renovación, de esperanza y de apertura a los demás.

Queridos hermanos en el episcopado, la presencia de la Iglesia en los ámbitos escolares y educativos tiene una importancia particularmente significativa. Las escuelas católicas son lugares donde los jóvenes pueden adquirir una sólida formación para preparar su futuro. También son lugares de diálogo de vida entre jóvenes de tradiciones religiosas y de ambientes sociales diferentes. Os exhorto a favorecer cada vez más, en colaboración con las demás comunidades católicas, una renovación de la catequesis, y a desarrollar una pastoral que se apoye en valores sólidos, para contribuir a formar el tipo de hombres y mujeres que necesitan la Iglesia y la sociedad.

6. La división entre los cristianos es una infidelidad a la voluntad del Señor, que oscurece su identidad de discípulos de Cristo. Ahora que acabamos de entrar en el tercer milenio, debemos manifestar con decisión el compromiso de la Iglesia católica en favor de la promoción de la unidad, conscientes de que, si no nos esforzamos con empeño por ser fieles a la oración intensa del Señor "que todos sean uno", corremos el riesgo de debilitar nuestra identidad cristiana y nuestra credibilidad en el anuncio del evangelio de paz y de reconciliación. La división de los cristianos separa muchas veces a personas que se encuentran todos los días, que se aman y que, en algunos puntos esenciales, comparten una misma fe en Cristo y en el bautismo; esto causa numerosos sufrimientos en las familias. Estas situaciones difíciles no deben desanimarnos; al contrario, deben estimularnos a trabajar con convicción en favor de la comunión y del perdón. En todas las regiones árabes la Iglesia latina debe proseguir valientemente sus esfuerzos para promover el encuentro fraterno y la colaboración con las otras Iglesias y comunidades eclesiales, con la seguridad de que el diálogo ecuménico sólo progresará si implica la vida concreta de los fieles.

Ojalá que el deseo ardiente de la unidad esté presente en todas vuestras actividades pastorales, sobre todo prosiguiendo vuestra reflexión y vuestro compromiso con respecto a las cuestiones de interés común, orando y trabajando juntos cada vez que sea posible. La apertura ecuménica del Año jubilar en Belén constituyó una gran esperanza, que debe permitir desarrollar un clima fraterno entre las Iglesias y comunidades eclesiales, para avanzar hacia la unidad tan esperada con serenidad, confianza y estima mutua.

7. Las condiciones en las que debe vivir la comunidad cristiana en Oriente Medio, especialmente en Tierra Santa, no siempre permiten a sus miembros llevar una vida personal y familiar como desearían para sí y para sus hijos. Animo vivamente a los cristianos a tener confianza en sí mismos y a permanecer firmemente adheridos a la tierra de sus antepasados. Hoy les repito a todos con fuerza:  "No temáis conservar vuestra presencia y vuestra herencia cristianas en el lugar mismo en donde nació el Salvador" (Homilía durante la santa misa en la plaza del Pesebre de Belén, 22 de marzo de 2000, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de marzo de 2000, p. 9). La permanencia de los cristianos en Jerusalén y en los santos lugares de la cristiandad es particularmente importante, pues la Iglesia no puede olvidar sus raíces. Debe testimoniar la vitalidad y la fecundidad del mensaje evangélico en la tierra de la revelación y de la redención.

Queridos hermanos en el episcopado, para que los fieles puedan seguir viviendo serenamente en esas situaciones, habéis realizado esfuerzos loables, dándoles motivaciones profundas, evangélicas y eclesiales, a fin de que no cedan a la tentación de abandonar su tierra sino que, por el contrario, tomen cada vez mayor conciencia de la importancia de su presencia y la belleza de su testimonio. No os resignéis al pensamiento de un éxodo inevitable. Soy consciente de los sacrificios y las renuncias que esto requiere por parte de las familias y las personas que aceptan generosamente resistir a la tentación de buscar en otras partes el bienestar económico y la tranquilidad social. En nombre de la Iglesia, se lo agradezco vivamente. Pueden contar con el apoyo de la gracia de Dios y con el de sus hermanos en la fe que los miran con admiración.

Os aliento también en vuestro celo apostólico con respecto a los católicos originarios de otros países, cada vez más numerosos, que muy a menudo llegan a vuestra región para buscar trabajo; necesitan una ayuda pastoral específica. Su testimonio de fe vivida valientemente en medio de los hombres y las mujeres de vuestros países es una manifestación de la universalidad de la salvación en Jesucristo.

8. Conozco las grandes dificultades que afrontan las poblaciones de vuestra región. En particular, quisiera asegurar una vez más mi cercanía y mi afecto a todos los que sufren y que son víctimas de la violencia. Junto con vosotros sufre y padece toda la Iglesia, con la esperanza de poder gozar pronto con vosotros por la realización de un único deseo, al que no se puede renunciar:  la paz. "En Tierra Santa debe reinar la paz y la fraternidad. Así lo quiere Dios" (Llamamiento por la paz en Tierra Santa, 2 de octubre de 2000, n. 6:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de octubre de 2000, p. 10). Los acontecimientos que tienen lugar actualmente en Tierra Santa, y que sigo con atención, son preocupantes y ponen a dura prueba las esperanzas de paz. Ojalá que se vuelva pronto a la mesa de negociaciones, poniendo en el centro de toda preocupación el respeto a la dignidad de cada hombre que tiene el derecho a vivir en su propio territorio en paz y con seguridad. Esto sólo se realizará respetando la ley internacional y rechazando la violencia, que no puede por menos de exacerbar el odio y los sentimientos de rencor, acentuando aún más profundamente las disensiones entre las personas y entre las comunidades. En esas circunstancias, es más necesario que nunca recurrir al diálogo y al encuentro, al amor que cada uno siente por sus hermanos y por todos los hombres, para no descuidar ninguna posibilidad de abrir una perspectiva hacia una paz justa y duradera. La importancia que reviste esta esperanza no permite ceder a la tentación del desaliento.

La Iglesia latina que se encuentra en Tierra Santa y en las regiones limítrofes debe estar dispuesta a ser siempre portadora e inspiradora de sentimientos de comprensión recíproca, de diálogo y de solidaridad. Mediante una verdadera educación para la paz, los corazones podrán finalmente abrirse y las mentes comprometerse decididamente en la construcción de sociedades fundadas en la fraternidad y en el respeto mutuo con justicia.

El diálogo interreligioso también es un medio privilegiado para avanzar por los caminos de la paz. La búsqueda de un diálogo verdadero y confiado con el judaísmo y con el islam es una de las grandes urgencias que la Iglesia debe afrontar, para el bien de todos los pueblos de la región. Esta disposición también debe contribuir a asegurar una verdadera libertad religiosa, para que nadie sea objeto de discriminación y marginación a causa de sus creencias religiosas, y para que el estatuto especial otorgado a una religión no vaya en detrimento de las otras.

Por último, quisiera mencionar una vez más las situaciones dramáticas que se viven en otros países de vuestra región. En Irak, el embargo sigue causando víctimas, y demasiados inocentes pagan las consecuencias de una guerra nefasta, cuyos efectos siguen afectando a las personas más débiles e indefensas. La llegada de refugiados de Sudán a Egipto está aumentando notablemente. Por eso, urge encontrar soluciones para acoger dignamente a las personas desplazadas y permitirles una buena integración en esas poblaciones, así como proporcionar asistencia espiritual a los numerosos cristianos que se encuentran entre ellas. Mi pensamiento se dirige también a la comunidad católica de Somalia, que en el pasado fue víctima de numerosas violencias, esperando que finalmente pueda restablecerse en ese país una actividad eclesial normal. A todas esas comunidades y a todos los pueblos de la región les confirmo la atención y el afecto del Sucesor de Pedro.

9. Queridos hermanos en el episcopado, al concluir nuestro encuentro os manifiesto mi profunda gratitud por el trabajo pastoral que cada uno de vosotros realiza, con entrega y profundo amor a la Iglesia, al servicio del pueblo que le ha sido confiado, afrontando con frecuencia situaciones muy difíciles y, a veces, la soledad. Al volver a vuestros países llevad a todos los fieles católicos, tanto de rito latino como oriental, el saludo y el afecto del Papa, que os acompaña con su oración y os invita a cultivar cada vez más los vínculos de amor y colaboración entre las comunidades católicas. Que este deseo sea el mejor aliento para vuestro regreso a vuestras Iglesias particulares.

Os encomiendo a vosotros y vuestras diócesis a la intercesión materna de la Virgen María, Reina de la paz. Ella os proteja y os guíe en vuestro camino. A cada uno de vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto de todo corazón una bendición apostólica particular.

 



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