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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA COMISIÓN DE LOS EPISCOPADOS DE LA UNIÓN EUROPEA


Viernes 30 de marzo de 2001

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, que habéis venido a Roma para la asamblea plenaria de primavera de la Comisión de los Episcopados de la Unión europea.

Agradezco, en particular, a monseñor Josef Homeyer, obispo de Hildesheim, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo también a los representantes de las Conferencias episcopales de los Estados candidatos a la Unión europea y a los miembros de la presidencia del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, que participan en vuestro encuentro de estudio y fraternidad. Saludo asimismo a los sacerdotes y a los laicos que, con generosidad y competencia, colaboran en vuestra misión diaria.

Esta reunión, signo de la intensa y profunda comunión que os une al Sucesor de Pedro, me permite conocer más de cerca los proyectos y las perspectivas del trabajo de colaboración de las comunidades eclesiales europeas. Vuestra Comisión se propone afrontar desde el punto de vista pastoral las temáticas de creciente relieve relativas a las competencias y a la actividad de la Unión europea y favorecer la cooperación entre los Episcopados en lo que concierne a las cuestiones de interés común.

2. El proceso de integración europea, a pesar de algunas dificultades, prosigue su camino, y otros Estados piden asociarse a la Unión de los Quince. Pero la Unión que se está consolidando no debe ser solamente una realidad geográfica y económica continental; debe buscar, ante todo, un entendimiento cultural y espiritual, forjado mediante un fecundo entramado de múltiples y significativos valores y tradiciones. La Iglesia, con espíritu de participación, sigue dando su contribución específica a este importante proceso de integración. Mis venerados predecesores reconocieron este camino como un itinerario seguro hacia la paz y la concordia entre los pueblos, viendo en él una vía más ágil para alcanzar el "bien común europeo".

Yo mismo he evocado muchas veces la imagen de una Europa que respira con dos pulmones, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también cultural y político. Desde el comienzo de mi ministerio petrino he subrayado con frecuencia que la construcción de la civilización europea debe fundarse en el reconocimiento de la "dignidad de la persona humana y sus inalienables derechos fundamentales, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, la fraternidad y la solidaridad" (Discurso a los participantes en el 76° encuentro de Bergedorf sobre el tema "La división de Europa y la posibilidad de superar esa situación", 17 de diciembre de 1984, n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de marzo de 1985, p. 8).

3. He querido, además, que a la misión de la Iglesia en Europa se dedicaran dos Asambleas especiales del Sínodo de los obispos:  las de 1991 y 1999. Sobre todo esta última, que tenía como tema "Jesucristo, vivo en su Iglesia, fuente de esperanza para Europa", reafirmó con vigor que el cristianismo puede dar al continente europeo una aportación decisiva y fundamental de renovación y esperanza, proponiendo con nuevo impulso el anuncio siempre actual de Cristo, único Redentor del hombre.

La Iglesia se siente "fortalecida con la virtud del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto internos como externos, y revelar en el mundo el misterio de Cristo con fidelidad" (Lumen gentium, 8). Con esta certeza también vosotros, queridos hermanos y hermanas, estáis llamados a cumplir la tarea de suscitar y cultivar en los cristianos europeos el compromiso de testimoniar la esperanza evangélica. Para este fin, es necesaria una nueva época misionera, que implique a todos los componentes del pueblo cristiano.

Vuestra Comisión y los Episcopados del continente se están dedicando oportunamente a la formación religiosa y cultural de los fieles y al acompañamiento permanente de las personas que, en todos los niveles, son responsables de la unificación europea. En efecto, la construcción de una nueva Europa requiere hombres y mujeres dotados de sabiduría humana y de un profundo sentido del discernimiento, arraigado en una sólida antropología unida a la experiencia personal de la trascendencia divina.

4. A veces en el mundo contemporáneo se manifiesta la convicción de que el hombre puede establecer por sí mismo los valores que necesita. La sociedad quisiera a menudo delegar la determinación de sus metas al cálculo racional, a la tecnología o al interés de una mayoría. Es preciso reafirmar con firmeza que la dignidad de la persona humana se funda en el designio del Creador, de modo que los derechos que nacen de ella no están sujetos a intervenciones arbitrarias de las mayorías, sino que todos deben reconocerlos y mantenerlos en el centro de cualquier designio social y de cualquier decisión política. Sólo una visión integral de la realidad, inspirada en los valores humanos perennes, puede favorecer la consolidación de una comunidad libre y solidaria.

Los gobernantes y los responsables de la formulación de las leyes y de la administración pública deben tener constantemente presente al ser humano y sus exigencias fundamentales. En este campo la Iglesia no dejará de prestar su contribución específica. Al ser experta en humanidad, sabe que la primera tarea de toda sociedad consiste en tutelar la auténtica dignidad humana y el bien común que, como afirma el concilio Vaticano II, "abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia" (Gaudium et spes, 74).

5. Amadísimos hermanos y hermanas, para que este esfuerzo sea eficaz, tiene que ir constantemente precedido y acompañado por la oración. Recurriendo con humildad y confianza a Dios podemos obtener la luz y la valentía indispensables para comunicar a nuestros hermanos el evangelio de la esperanza y de la paz. Sólo a partir de Cristo y de su mensaje de salvación es posible construir la civilización del amor. La Virgen María, venerada en tantos santuarios esparcidos por el continente europeo, os sostenga en vuestra acción apostólica y misionera.

Con estos deseos, a la vez que os animo a proseguir vuestro meritorio servicio a la causa europea, os bendigo a todos de corazón.



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