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DOMINGO DE RAMOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*

Basílica de San Pablo extramuros
Domingo 10 de abril de 1960

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

El recuerdo de la Dominica in Palmis del pasado año —22 de marzo de 1959— quedó tan vivo en nuestros ojos y en nuestro corazón que nos ha movido a renovarlo una vez más aquí con nuestra presencia personal, junto a la tumba gloriosa de San Pablo, apóstol de las gentes, y situarlo entre los dos grandes acontecimientos ya anunciados en esta Basílica que caracterizan la acción pastoral del nuevo Pontífice.

Son ellos: primero, el Sínodo Diocesano felizmente celebrado ya, y motivo de tanto consuelo para el clero y el pueblo de Roma; el otro, la preparación bastante avanzada, aunque en proporciones todavía no bien conocidas, pero —podemos asegurarlo— decisivas y prometedoras, del Concilio Ecuménico, al que se vuelven las esperanzas ansiosas de la Iglesia universal.

A través de las notas de la Santa Liturgia, vamos viendo a Jesús que durante su paso por la tierra se acerca a las moradas de los hombres. Los niños inocentes son los primeros que le han salido al paso al aproximarse montado sobre el humilde jumento, super pullum asinae. Agitan ramas de fresco olivo en torno a Él y le cantan Hosanna, hosanna; mientras que los adolescentes y los hombres maduros extienden su manto a su paso y le saludan también con las notas del antiguo cántico.

¿Cómo no ver en este episodio de mansedumbre, de gozo interior y de paz dulce y serena, la expresión de la santa Iglesia de Jesús sobre todos los puntos de la tierra, de la Iglesia que aclama a su Salvador, a su Divino Maestro, fuente de su vida y seguridad de su felicidad eterna?

Dice bien San Agustín: «Rami palmarum laudes sunt significantes victoriam». Los ramos de olivo son himnos de victoria.

Que el Señor bendito, os decimos también nosotros, queridos hijos, os ayude, os ayude a todos y a cada uno en particular para conservar en vuestras familias su gracia que es pureza de vida, espíritu de doctrina evangélica, gozo interior y efusión perenne de verdadera fraternidad y de caridad sobrenatural en las relaciones domésticas y sociales. Os ayude a hacer honor a vuestro carácter de cristianos perfectos; y a no tener miedo en el crecimiento de la vida familiar, de los hijos, más aún, a pedirlos a la bendita Providencia y a educarlos para consuelo y honor de vuestros años viejos y, en todo caso, como mérito grande para la patria terrestre y para la eterna patria que nos aguarda.

¡Oh, qué delicia estos pueri haebreorum portantes ramos palmarum seu olivarum, et contantes osanna Christo: benedictus qui venit, qui venit in nomine Domine!

Pero llegados a este punto de nuestra dulce contemplación, venerables hermanos y queridos hijos, y aunque no saciados todavía de contemplar a través de las notas de la liturgia el pacífico triunfo de Jesús entre las almas inocentes y buenas, un triste pensamiento invade nuestro espíritu y nos turba.

La misma realidad histórica de la narración evangélica que mirada, de una parte, a la luz de la profecía nos asegura un triunfo cierto y de proporciones inconmensurables del reino de Cristo con los suyos en la consumación de los siglos, de otra parte, mientras este mundo visible se mantiene en los contornos de la presente vida, ofrece a nuestra mirada graves y tentadoras reflexiones de desaliento y de tristeza.

El mismo evangelista San Mateo, que nos alegra transmitiéndonos el eco de los Hosannas al Hijo de Dios en la mañana de su entrada en Jerusalén, pocas páginas después nos hace temblar transmitiéndonos como al oído el grito desatinado del crucifige. El mismo Apóstol Pablo, junto a cuya tumba nos encontramos, cuyo epistolario sigue todavía y siempre resonando después de veinte siglos en exaltación de las enseñanzas de Jesús para luz, promoción y triunfo de cada una de las almas y de todo el pueblo cristiano redimido y santificado, describe a renglón seguido la dolorosa contracción del error, de la protervia de cuantos él llama inimici crucis Christi, reos de todas las maldades de la historia del mundo, caracterizada por los errores del los diversos siglos; y en cuanto a su persona, ved cómo él, que se había proclamado vaso de elección para llevar el nombre de Jesús a las naciones, cantor de la libertad, vedle transfigurado en un esclavo; pues así se llamó a sí mismo y como tal era reconocido: Paulus vinctus Christi Iesu.

Queridos hermanos e hijos, este recuerdo de aquello de que los ojos son testimonio y de lo que los oídos reciben todos los días confirmación cada vez más dura y angustiosa, es viva tristeza para nuestro corazón.

¿Qué otra cosa es lo que viene sucediendo en tantas partes del mundo de Nos bien conocidas en donde, lejos de disminuir, se agrava de forma penosísima y agotadora? ¿Qué otra cosa es lo que nos refiere la prensa mundial y continúa haciendo gemir a grandes regiones que en su complejo se ha dado en llamar Iglesia del Silencio?

La solicitud por esas porciones de la grey de Cristo, predilectas de nuestra alma porque están más cercanas al Señor en medio de sus sufrimientos, es como una espina clavada en nuestro corazón y no os extrañará que a menudo vuelva a nuestras palabras la preocupada deploración por las opresiones morales y físicas de que son objeto los habitantes de regiones en donde les está impedido el ejercicio de sus más elementales y humanas libertades, así como el gozar de los frutos del buen trabajo, de la justicia y de la paz.

Dejad que una vez más saludemos en sus tribulaciones a nuestros queridos hermanos e hijos del vecino Oriente en toda la región de los Balcanes, al Norte y al Sur, con los cuales nos fue tan grato —nos referimos particularmente a Bulgaria— pasar diez años, los más vigorosos de nuestra humilde vida al servicio de la verdad, de la justicia y de la paz.

Padre de todas las gentes porque el sucesor de San Pedro tiene el apostólico y supremo mandato de praedicare evangelium et regere Ecclesiam Dei a todas las gentes, nos está permitido mostrarnos particularmente sensibles a cuanto es motivo de aflicción para aquellos fieles del noble pueblo búlgaro, cuyas dotes de carácter, de humana y cristiana bondad pudimos admirar.

Con ellos y por ellos nos fue muy grato iniciar el servicio de treinta años a la Santa Sede en el próximo Oriente que nos condujo de Sofía a Estambul, a París, a Venecia y ahora aquí, junto a la tumba y la memoria de los gloriosos príncipes del sacro apostolado. Petrus pastor Ecclesiae et Paulus doctor gentium.

Os queremos ahorrar, queridos hermanos e hijos, el prolongado desahogo de nuestro dolor que las palabras del Santo Job nos ponen en los labios: «Dimitte me ut plangam paululum dolorem meum, antequam vadam ad terram tenebrosam et opertam mortis caligine, terram miseriae et tenebrarum» (Jb 10, 20-22). (Déjame que llore un poco mi dolor antes de que me vaya a la región de las tinieblas y a las sombras de la muerte, a la tierra de la miseria y de la espantosa confusión.)

Vosotros, pueri Haebreorum, continuad vuestro cántico: Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Aunque vuestras voces inocentes adquieren en este año el tono de los niños de Belén bajo la amenaza de la desgracia que les espera, nosotros, sacerdotes y fieles, continuaremos nuestro himno a Cristo Salvador agitando los ramos de olivo en unión espiritual con todos los fieles de la Iglesia del Silencio.

La semana que hoy comienza nos congregará una vez más en torno a Jesús que sufre y renueva místicamente el sacrificio de su vida por nosotros y con nosotros.

Nuestra participación en el sacrificio de la Cruz, hecha más viva mediante un esfuerzo de elevada santificación de nuestras almas hará esplendoroso nuestro testimonio de amor fraterno; y la transformación de los méritos de nuestros hermanos de la Iglesia del Silencio, perseguidos y oprimidos en el ejercicio de su libertad religiosa será también para ellos seguridad de victoria, ya esté lejana todavía o próxima, pero victoria de Cristo y, por tanto, bienhechora y triunfal.

Saber asociar a la inocencia de los niños que cantan hosannas a Cristo la fe vigorosa y la práctica de la enseñanza evangélica en nuestra vida cotidiana, el amor a la cruz en el ejercicio de la paciencia y del sacrificio con los hermanos que sufren doquiera se encuentren, es ya un verdadero y gran apostolado de paz.

También María, la bendita Madre de Jesús y dulcísima Madre nuestra, viene a completar con su presencia y con su ejemplo este cuadro delicioso, en medio de la tristeza por todo aquello que se anuncia para los días santos de la Semana Mayor.

¡Oh, madre nuestra!, así te saludamos anteayer al filo de la liturgia dedicada al culto de tus dolores. Sed siempre propicia con tus hermosos ejemplos y dulces bendiciones a estos tus hijos: «Felices sensus beatae Mariae Virginis, qui sine morte meruerunt martyrii palmam sub cruce Domini» (Com. de la Misa de la Dolorosa).


* AAS 52 (1960) 339-343.



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