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SEGUNDAS VÍSPERAS SOLEMNES EN LA CONMEMORACIÓN DE SAN PABLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN XXIII*

Basílica de San Pablo extramuros
Viernes 30 de junio de 1961

 

¡Venerables hermanos y queridos hijos!

Nos sentimos deudores a San Agustín de la invitación a seguir con ojos atentos aquellas circunstancias incluso poco importantes de la vida ordinaria que él llama las misteriosas coincidencias de los números (cf. S. Aug. Quaest. in Heptat. 1, I, qu. 152; P.L. 34, 589; de Doctr. Cler. 1, II, c. 38, n. 56; P. L.34, 61; De Ordine, 1, II, c. 59, n. 50; P. L. 32, 1018; In Ioann. Evang., tr. 49, n. 7; P. L. 35, 1749.)

Pensando esta mañana temprano en el coloquio que tendríamos que preparar para esta tarde en San Pablo, advertimos pronto en primera página la fecha de hoy, 30 de junio, pero que encabezaba una publicación nuestra del año pasado. Recordamos, pues, con fecha del 30 de junio de 1960, nuestra Carta Apostólica Inde a primis (AAS, LII (1960), p. 545-550) sobre la devoción a la Preciosísima Sangre, unida a la del Nombre y Corazón de Jesús. En el mismo año, 20 de junio de 1960, en las primeras vísperas de San Pedro entregamos Nos mismo en la Basílica Vaticana a nuestros hijos de Roma, como Obispo suyo, el volumen del Sínodo Diocesano, que contenía entre otras cosas en distintos artículos, para edificación y dirección espiritual de los fieles, clero y pueblo, la doctrina y práctica de estas tres devociones: el Nombre, Corazón y Sangre de Jesús, convergentes, separadas o unidas en la misma adoración y amor dulcísimo al Verbo de Dios hecho hombre para salvación del mundo (Syn. Rom., art. 354-355-356).

En la mitad de este año, tercero de nuestro oficio apostólico, humildísimo por nuestra parte pero elevado, sublime y formidable, henos reunidos de nuevo en fecha del 30 de junio.

Pero aquí hay recuerdos de San Pablo, el gran Doctor de las gentes, que nos convocan e invitan a celebrarlo y a renovarle el primer saludo, como si fuese a su llegada a esta Roma de veinte siglos de historia y de gloria, entrelazando su nombre con el de Pedro; él mundi magister y Pedro coeli ianitor, uno y otro Romae parentes, arbitrique gentium.

En realidad, todo resulta bien y en su lugar conveniente: Pedro tiene el gobierno universal de la Iglesia y Pablo la misión altísima de Doctor de las gentes, aunque en perfecta subordinación al mismo magisterio confiado por Cristo al Príncipe de los Apóstoles.

Pues bien, ¿qué queremos decir de muevo en San Pablo en la celebración del centenario de su llegada a Roma, donde ya ha habido una manifestación digna, múltiple y solemne de admiración y de culto? Con alegre complacencia hemos seguido en espíritu las diferentes manifestaciones promovidas y organizadas por el fervor del Comité ejecutivo y por los ínclitos monjes de esta gloriosa Abadía ostiense. Por la dignidad de la misión de custodiar el sepulcro de San Pablo a través de los siglos, esta Abadía puede aplicarse algunas palabras del himno de Elpidio: Roma felix... tu purpurata ceteras excellis orbis una pulchritudines.

Pensábamos que nuestra presencia personal en esta solemne ceremonia vespertina que verdaderamente honra a todos por la dignidad y esplendor de los personajes que forman el Sacro Colegio de Cardenales, los Prelados y nobles Representantes del Orden Cívico, habría podido tener una confirmación más apropiada con unas palabras nuestras extensas y alegres.

Las circunstancias de estas últimas semanas, la falta de tiempo, no nos han permitido poder prepararlas. Por otra parte, las coincidencias del 30 de junio ¿no están ante Nos como para indicarnos que nada mejor y más conveniente debería pronunciarse en honor de San Pablo, apóstol de las gentes, que una evocación de su persona y de su doctrina como ilustración y deslumbrante resplandor del Nombre, del Corazón y de la Sangre de Cristo?

Esta tarde acaba el ejercicio de piedad popular del mes consagrado al Sagrado Corazón y mañana comienza el mes de julio, que Pío XII, de piadosa y gloriosa memoria, se complació en consagrar con solemne culto al misterio de la Sangre de Jesús.

¡Ah!, por cierto, queridos hijos, a esta fuente de celestial doctrina y piedad distinguidísima es adonde hay que conducir de nuevo a nuestros contemporáneos, apartándolos del gusto de tantas cisternas rotas en que cierta literatura corre el peligro de agostarse. Volver, pues, a los Libros Sagrados, especialmente a algunos: a los Salmos y riquísimos Sapienciales del Antiguo Testamento; a los Evangelios y Cartas Apostólicas del Nuevo.

¡Cuánta sencillez, obvias enseñanzas y excelente orientación para la vida práctica!

San Pedro, Princeps Apostolorum, escribió dos únicas Cartas a los cristianos que se hallaban en contacto más directo con él, y ayer escogimos algunos fragmentos para los fieles que asistían devotísimamente a la misa que celebramos en su fiesta en el altar de la Confesión.

San Pablo escribió, en cambio, catorce Cartas, algunas de muy profunda y gran importancia; todas ellas atractivas y preciosas.

El elogio que San Juan Crisóstomo pronunció y escribió del epistolario paulino basta para suscitar gozo y exaltación. Por cierto, estudios ya terminados y publicados con referencia y evocación del Nombre de Jesús, de su Corazón y de su Sangre llenan el alma de tal luz, el corazón de tal dulzura, que hacen desagradable toda otra lectura y suscitan de nuevo en el corazón de los hijos de la generación actual aquel deseo que fue la base de acertada formación de juventudes puestas en condiciones de disponerse a llevar con honor las responsabilidades de futuro apostolado.

En toda composición musical que sobresale y suscita entusiasmos, pronto se manifiestan algunas notas fundamentales que constituyen todo el encanto de la obra de arte.

Pues bien: un atento estudio, una exposición doctrinal acerca del Nombre, del Corazón y de la Sangre de Jesús efectuados sobre las cartas de San Pablo ¡oh qué encanto de caridad divina, qué persuasiva invitación al sacrificio de expiación y de salvación, qué exaltación para el espíritu, qué dulce abandono a la santa voluntad del Señor que quiere que todos se salven y a todos santos y santificadores!

A este estudio profundo y delicado de las bases teológicas de las principales devociones del pueblo cristiano es conveniente animar a sacerdotes y fieles,  preparar especialmente a los futuros maestros de las generaciones contemporáneas nuestras y a las que nos sigan inmediatamente, para dignidad y elevación de alta y más penetrante catequesis, de la que brotan aquí y allá indicaciones interesantes y fervorosas.

Esto significa honrar a los santos más insignes en las efemérides históricas que celebran su vida y culto. Servir a la doctrina cuyos maestros fueron y son para que progrese la piedad profunda para eficacia de edificación santa.

Volviendo de nuevo a la invitación de San Agustín para no descuidar en la vida cristiana la coincidencias de los números, sea permitido a cuantas almas ardientes siguen el vasto movimiento de preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II recordar que la primera centella —pequeña verdaderamente, pero decisiva— de aquí, junto a la tumba de San Pablo Apóstol es de donde brilló repentinamente y provocó el incendio de fervorosa fraternidad, que se ha convertido en la alegría de los ojos y corazones de todos los que creen en Cristo Jesús, en su Nombre, en su sacrificio y en sus conquistas pacíficas.

¡Oh santa Iglesia católica, madre nuestra, sigue cantando las glorias de tus Apóstoles más insignes, Pedro y Pablo! Pues bien: queremos continuar tu cántico tan bello, cuyas voces celestes se unen a las nuestras. Todo se convierte en victoria final de la verdad, de la justicia, de la paz.

Te gloriosus apostolorum chorus! Te per orbem terrarum saneta confitetur Ecciesia.


* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 343-347.



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