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RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LOS FIELES Y AL MUNDO ENTERO,
CON OCASIÓN DE LA SOLEMNIDAD DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Sábado Santo, 13 de abril de 1963

 

Venerables hermanos y amados hijos:

Pax vobis, la paz sea con vosotros (Jn 20, 19). Este amable saludo de Jesucristo nos sube del corazón en la espera ya inminente de celebrar la gloria de la Resurrección. Desde la primera Pascua de nuestro pontificado hasta hoy, el lumen Christi del que os hablamos el Sábado Santo de 1959 (cfr. Radiomensaje del 28 de marzo de 1959) continúa difundiendo su luz en el mundo, a pesar de algunas dificultades.

Tres irradiaciones de esta luz nos place considerar:

—El Concilio Ecuménico y las encíclicas sociales;

—El generoso servicio de convivencia humana y cristiana, y

—Felicitaciones, de aliento y de bendición.

El Concilio Ecuménico y las encíclicas sociales

Nos referimos, ante todo, al Concilio Ecuménico Vaticano II. Su solo nombre basta para despertar entusiasmo en todos los pueblos, que han comprendido sus principios inmutables de doctrina y las amplísimas finalidades pastorales en los dilatados horizontes, abiertos hace veinte siglos por el Divino Redentor.

Hasta el mundo profano —que parecía o se decía ajeno a hechos eminentemente religiosos— ha sentido la importancia de esta asamblea de todos los obispos católicos, y espera su deseado influjo en la colectividad social. El Concilio es verdaderamente una llama hacia donde miran con esperanza no solamente los hijos de la Iglesia, sino todos los hombres de buena voluntad.

Pero la grande emoción de estos días la constituye la encíclica Pacem in terris, dedicada a la recta ordenación de la sociedad para conseguir el bien precioso de la paz. La encíclica expone el pensamiento de la Iglesia sobre este argumento y traza, a la luz del Evangelio, la síntesis de todos los elementos que conducen a la verdadera paz en el ámbito personal, familiar y social. ¡Oh la paz! Antes de ser un equilibrio de fuerzas exteriores es un don divino, prenda del amor de Cristo, que reconcilia las almas con el Padre y las establece en su gracia. El orden interior, sostenido por la buena voluntad, asegura el tranquilo orden exterior; si no es así, éste se convierte en algo débil, estando como está confiado únicamente a los cálculos de la prudencia humana.

El nuevo documento, que se relaciona con la Mater et Magistra, compendia las enseñanzas que sobre el tema de la paz nos han dejado nuestros predecesores, desde León XIII hasta Pío XII. Para conservar o adquirir de nuevo este don inestimable se ha dado en estos últimos setenta años una repetida serie de intervenciones de los papas de exhortaciones y de sentidas advertencias.

La Pacem in terris quiere ser nuestro don en esta Pascua del año del Señor de 1963; expresión de aquel ardiente deseo que inflama nuestro corazón de pastor universal de la Iglesia santa y reflejo del Corazón de Cristo, “Él es nuestra paz... —dice el apóstol Pablo— y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y a los de cerca, pues por Él tenemos, los unos y los otros, el poder de acercarnos al Padre en el mismo Espíritu” (Ef 2, 14; 17-18). ¡Esta sí que es una visión celestial! Paz con Dios, cumpliendo su voluntad; paz con los hombres, respetando los derechos de cada uno, porque sobre cada uno está señalado el esplendor del Altísimo (cfr. Ps 4, 7); paz en las familias, colaborando los cónyuges con el Señor en la transmisión de vida y creciendo en ella los hijos, como renuevos de olivo en derredor de la mesa (cfr. Ps 127, 3).

Paz dentro de las naciones, con el atento cuidado de favorecer el desarrollo ordenado en la vida de los ciudadanos. Paz, por fin, en las mutuas relaciones entre los pueblos, en la lealtad y en el propósito de eliminar las sospechas, las incomprensiones y las amenazas.

Los dos documentos, Mater et Magistra y Pacem in terris, ofrecen nuevos motivos de seria reflexión sobre los problemas económicos, sociales y políticos, para poder llegar a su solución, dentro del respeto y del amor a aquellas leyes inmutables y universales que están grabadas en el corazón de todos los hombres.

Ciertamente, todo esto no es fácil y Nos no queremos ignorarlo; pero con la ayuda de Dios y con el sincero tributo de sujeción a Él es posible el progreso en la fraternidad y en la paz. En realidad, hasta ahora es bastante lo que se ha ganado ya, y esto mismo nos induce a proseguir y a confiar.

En un amplio sector de la humanidad se nota cada vez más una conciencia más solícita no sólo de los propios derechos, sino también de los propios deberes.

Deseamos tributar nuestro reconocimiento a las organizaciones mundiales que en todos los campos —político, cultural y asistencial— se dedican al servicio del hombre en su dignidad de persona, de hermano nuestro y de hijo de Dios. En tan noble competencia los católicos están presentes y con grande actividad, y Nos confiamos en que crezca el número de quienes toman este servicio como un apostolado.

No debemos, con todo, tener en menos las dificultades que se hallan en una tarea de tanta importancia, ni tampoco los eventuales estancamientos debidos a las inclinaciones del hombre, dominado a veces por el egoísmo.

El don de la paz hará que cada uno tome conciencia de su responsabilidad y de sus límites, de modo que comunique a sus semejantes lo que ellos esperan y tienen el derecho de obtener. En esta forma será menos dificultoso penetrar resueltamente en los intrincados problemas y relaciones humanas, gracias a la extensión de la pax christiana, que todo lo armoniza en su orden debido y elimina las fuentes de perturbación social y ciudadana.

Este es el sentido de la Pascua del Señor: su paso, su novedad y su método de conquista.

Con cuánta verdad canta la liturgia católica, “Pascha nostrum immolatus est Christus”, Nuestra Pascua, Cristo, ya ha sido inmolada (1 Cor 5, 7). Esto prueba que desde la venida de Cristo a la tierra todo ha cambiado. Él se ha hecho hombre, ha hablado, ha obrado milagros, ha muerto y ha resucitado. No se llega, pues, a la vida y a la gloria, no se alcanza el verdadero éxito, que consiste en el bien de todos y para todos, sino a través del sacrificio. La magnificencia de los ritos litúrgicos de estos días ha impresionado y conmovido nuevamente nuestras almas. El Cordero inmaculado no ha abierto la boca ante sus perseguidores (cfr. 53, 7), mostrándonos en su muerte el secreto de la verdadera fecundidad.

Que esta ley sirva de persuasivo llamamiento para quienes tienen la responsabilidad de las nuevas generaciones, padres, educadores, como para cualquiera que, revestido de autoridad, debe considerarse al servicio de sus hermanos. Sirva también en particular de invitación, dentro de la armonía de la obediencia y de la disciplina fraterna y de la solidaridad, para cuantos anhelan difundir en el mundo la luz del Evangelio y la irradiación de la Resurrección de Cristo.

Felicitaciones de aliento y de bendición

Venerables hermanos y amados hijos: la solemnidad de la Pascua supera a cualquier otra fiesta. Es el centro de la historia, tanto para la vida de los pueblos cuanto para la de cada uno de los hombres, rescatados por el sacrificio de Cristo.

Disponeos, pues, a celebrar con interés, amados hijos; todos, sin exceptuar ninguno. Las voces. de las campanas y de los órganos, que dentro de poco reanudarán sus acordes, el esplendor de las luces, la armonía y belleza de los sagrados templos, sean imagen y reflejo de vuestras almas, redimidas y vivificadas interiormente por la luz de Cristo.

Pax vobis, Pax vobis. La paz siempre. En el corazón de todos los hombres, en las casas, en los lugares de trabajo, en las colectividades nacionales y en el mundo entero. Al renovar a todos el saludo de Pascua nuestro pensamiento se dirige a la inmensa familia que la bondad del Señor nos ha confiado.

Ya lo hemos dicho en otra ocasión y nos place repetirlo: en esta hora de recogimiento y emoción estamos cerca de vosotros con la oración y con el afecto. Nos sentimos cercanos a nuestros venerables hermanos en el episcopado y a los sacerdotes que en cada nación extienden el reino de Dios con admirable generosidad y constancia; cerca de las almas consagradas que en los institutos antiguos y modernos, en el silencio de la contemplación o en el ejercicio activo de las obras de misericordia, dan testimonio de una vida que se ofrece generosamente a Dios y a las almas.

Estamos cerca de los hombres dedicados a la cultura y al estudio, llamados a una misión que entraña fatigas con frecuencia no comprendidas y no vistas, como también renuncia a satisfacciones fáciles y dominio constante de sí mismos.

Estamos cerca, con franca confianza, de los representantes de la prensa y de las técnicas radio-televisivas, de cuya labor depende en parte la formación o la deformación de la opinión pública.

Nos los conjuramos a que se pongan al servicio del bien y de la belleza y a que eliminen las sugestiones peligrosas, que a veces atraen a los jóvenes y a la gente sencilla.

En el nombre de Dios, justo Juez, invitamos a los que tienen esta responsabilidad a que rechacen la tentación de un éxito fácil.

Pascha nostrum immolatus est Christus

Que nos sientan junto a sus fatigas los trabajadores de los talleres y de las minas, de los campos y de las fábricas, a los que en todas las horas del día vuela nuestro pensamiento, rebosante de afectuosa solicitud.

Pero es natural que nuestro corazón tenga una latido especial de comprensión más viva, para los que sufren, para los que carecen de un trabajo seguro, para los que las exigencias de la familia procuran acuciantes preocupaciones, templadas sólo por la confianza en la Providencia; para los que luchan heroicamente en posiciones adversas, expuestos a sufrimientos conocidos únicamente por el Señor; para cuantos padecen en el cuerpo y en el espíritu, en las salas de los hospitales o en sus propias casas. ¡Oh, cuán de veras querríamos correr junto a cada uno de ellos personalmente, para exhortarlos a la serena confianza y para ofrecerles —¡quisiéralo Dios!— fortaleza y alegría!

¡Oh Príncipe de la Paz, Jesús resucitado, vuelve benigno los ojos a la humanidad entera! Ella espera solamente en Ti la ayuda y el consuelo para sus heridas. Como en los días de tu paso por la tierra, Tú siempre prefieres a los pequeñuelos, a los humildes, a los doloridos; corres siempre a buscar a los pecadores. Haz que todos te invoquen y que todos te hallen, para tener en Ti el camino, la verdad y la vida. Consérvanos tu paz, ¡oh Cordero inmaculado!, para nuestra salvación: “Agnus Dei, qui tollis peccata mundi; dona nobis pacem!” ¡Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo; danos la paz!

Esta es, ¡oh Jesús!, nuestra plegaria.

Aleja del corazón de los hombres todo lo que puede poner en peligro la paz y confírmanos en la verdad, en la justicia y en el amor fraterno. Ilumina a los regidores de los pueblos para que, junto a la justa solicitud por el bienestar de sus hermanos, garanticen y defiendan el gran tesoro de la paz: enciende la voluntad de todos para que superen las barreras que los dividen, para que reafirmen los vínculos de la mutua caridad, para que se encuentren siempre dispuestos a comprender, a compadecer y a perdonar, a fin de que, en tu nombre, se unan todos los pueblos y triunfe en los corazones, en las familias y en todo el mundo la paz, tu paz.

Como prenda de esta solidísima paz, don del Divino Resucitado, enriquecida con nuestras mejores felicitaciones, tenemos el placer de derramar sobre todos los que nos oyen, y sobre la entera familia humana, nuestra propiciadora bendición apostólica, para que “el Dios de la paz sea con todos vosotros” ( Rm 15, 33). Amén, amén.


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