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 PRIMER SÍNODO DIOCESANO DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN LA TERCERA SESIÓN DEL SÍNODO
*

Sala de las Bendiciones
Miércoles 27 de enero de 1960

 

Venerables Hermanos y queridos hijos.

La característica singular del sacerdocio católico es el ejercicio del ministerio pastoral. Todo sacerdote es cristiano. Pero se llama cristiano para sí y sacerdote para los otros: christianus sibi, sacerdos aliis.

No es necesario ser sacerdote para ser santo. También en el estado laico hay almas excelsas, que en la vida ordinaria, alimentada con la gracia de Dios, fueron seguidas, admiradas, aclamadas como santas y como tales la Iglesia honra y exalta.

Pero al sacerdocio no se llega si no es por una vocación especial, por un mandato extraordinario del Señor que prepara desde mucho tiempo a sus elegidos y dice a cada uno: «Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech». San Pablo en su carta a los Hebreos expresa con acentos incomparables la excelencia del sacerdocio nuevo, el sacerdocio de Cristo, cuya virtud y dignidad se reparte y transmite a cada uno de estos privilegiados, a quienes se aplican las palabras: «Ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in iis quae sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis» (Hb 5,1). Para salvar al hombre, Cristo, Verbo de Dios, se hizo hombre. En el tiempo determinado, señalado por el Padre, inició su vida sobre la tierra, cum hominibus conversatus est (Ba 3, 38); para poder compadecerse mejor de las miserias humanas se revistió de las mismas miserias humanas —de todas excepto el pecado— y se hizo maestro de celestial doctrina, de infinita paciencia en soportar las durezas de la vida, en aceptar la cruz, consumando así el holocausto de sí mismo al Padre, y dejando en herencia a sus más íntimos su misión y la continuación de su ejemplo y de su sacrificio pro peccatis et ad redemptionem totius mundi.

Íntimos depositarios de su herencia y de su gracia de magisterio y de la continuación de su sacrificio, estos predilectos han sido las primicias del orden sacerdotal y después de dos mil años siguen siendo la admirable perpetuidad de privilegio y de honor.

De esta perpetuidad nosotros gozamos la sublimidad y el beneficio. Demos gracias a Dios con la frente inclinada sobre el polvo.

Jesús bendito instruyendo como divino Maestro a los contemporáneos de su vida mortal —lo contemplo vuelto hacia el porvenir del mundo entero, representado por su Iglesia, la Iglesia de todos los siglos y de todos los pueblos y que es decir su reino en el tiempo y en la eternidad— empleaba imágenes sencillas pero vivas e impresionantes. Yo soy la vid —decía— y vosotros los sarmientos; yo soy el pan de la vida; el camino, la verdad y la vida; yo soy la luz del mundo; yo soy la puerta del rebaño.

Ego sum vitis, vos palmites — Ego sum panis vitae — Ego sum via, veritas et vita — Ego sum lux mundi — Ego sum ostium ovium (Jn 15, 5; 6, 35; 14,6; 8,12; 10, 7).

Y la enumeración termina con el título más hermoso, que se dio así mismo en el íntimo contacto con los suyos, continuadores presignados de su obra: Yo soy el buen pastor.

Es notable este detalle. Las dos imágenes de la puerta del rebaño: ostium ovium y del pastor bonus se asocian y repiten en las parábolas del lenguaje de Jesús. Se diría, incluso, que una está en relación con la otra hasta caminar parejas; Jesús dice dos veces: ego sum ostium, y dos veces: ego sum pastor bonus (Jn 10, 7-9; 10, 11-14)

A Juan, su más íntimo confidente, no se le pasó esta particularidad. La puerta se abre y se cierra a las ovejas —escribe— y el pastor vigila la entrada y la salida.

Queridos Hermanos e hijos. ¿No está aquí explicado el misterio de nuestro sacerdocio? ¿No se dibuja la luz del Pastor Divino en el rostro de todo joven neosacerdote en el momento de levantarse del altar de su sagrada ordenación y de empezar su camino bajo la mirada de Jesús, que está a la puerta del redil, por donde entran y salen prontamente las ovejas a una señal suya?

El problema del clero de Roma y sus variaciones

Hijo de humilde, sencilla, pero honrada familia, ¿no te hiciste sacerdote a una señal de Jesús que te tocó el corazón, tal vez desde la inocente infancia, y te llamó a su sacerdocio? ¿Acaso no fue por eso por lo que tú fuiste todo de Jesús y te uniste a Él en la tarea de dilatar su reino espiritual en el mundo? Pues bien, ¿qué te ha sucedido? Pues ¿cómo, después de las primeras pruebas de tu sacerdocio, piensas en otras cosas que no son las almas que salvar, que no son el ministerio característico por el cual fue instituido el sacerdocio, es decir, el pastoreo directo de las almas, regimen animarum?.

Henos aquí frente al grave problema del clero romano. La Iglesia católica es como castrorum acies ordinata (Ct 6,3) para la expansión del reino de Dios. En el sacerdocio se desenvuelven los diferentes grados del orden eclesiástico: desde el joven sacerdote al coadjutor, al párroco, al obispo, y en Roma y para la Iglesia universal el Sumo Pontífice.

Así es en Roma, como en todas partes, y esto se dice tanto del clero secular como del regular.

De hecho ocurre que el carácter central de Roma como ciudad de referencia del mundo entero a la cabeza de la Cristiandad y a la sede del gobierno universal, ha creado y mantiene exigencias de organización de trabajo eficiente, que absorben muchas energías sacerdotales y determinan separaciones notables del ministerio pastoral propiamente dicho. Son separaciones tentadoras que inducen con frecuencia al conflicto entre el contacto y la acción sacerdotal directa e inmediata con las almas y la acción indirecta del servicio de la santa Iglesia a través del vehículo de la administración eclesiástica, aun bien llevada como lo está, gracias al Señor; o a través de los altos empleos que, conduciendo al alma sacerdotal por los caminos mundanos, le exponen a enfriarse en el fervor y en el ejercicio del celo pastoral, con detrimento de los fines precisos e inmediatos del sacerdocio católico.

Venerables Hermanos y queridos hijos. Reconozcamos la dura realidad. La ciudad de Roma cuenta con cerca de dos millones de almas. A su asistencia espiritual se consagran doscientos veinte sacerdotes seculares y trescientos setenta regulares, quinientos veinte en total. Lo cual significa un solo sacerdote para tres mil trescientas almas.

Pero en Roma por razones de cargo o de estudio, hay otros muchos sacerdotes, quienes como sacerdotes están todos llamados al ministerio pastoral directo de las almas.

Además, la santa Iglesia, por su desarrollo, por su gobierno, por sus éxitos con miras a los bienes superiores que afectan al mundo entero, necesita muchas energías sacerdotales, incluso más allá de la estricta administración de los sacramentos. También Ella debe tener mucha cuenta de todo lo que se refiere a la enseñanza —ore et calamo— de la caridad, sobre todo de la caridad valiente, apostólica, amplísima, según las diversas contingencias de la vida contemporánea, conforme al mandato del Señor: euntes docete omnes gentes (Mt 28,19). Asimismo debe estar atenta a ejercer su luminosa y benéfica influencia en el buen orden social e internacional; debe poder contar con las diferentes familias religiosas regulares en colaboración con el clero secular; todas estas familias religiosas antiguas y modernas, masculinas y femeninas, de vida contemplativa y de vida activa. También esto, y lo demás que se podría añadir y multiplicar, podría, debería convertirse, en llama viva de vida, de celo pastoral, en ordenada y valiosísima colaboración en la cura de almas, por cuya salvación el misterio de la Encarnación del Verbo, el Evangelio, la Cruz y la Eucaristía, el Nobiscum Deus, tienen luz, significación y triunfo.

Esta, pues, es la Iglesia de Cristo; esta su fisonomía más auténtica y más esplendorosa; esta es su verdadera gloria.

Se hace pronto evidente por estas breves indicaciones, la naturaleza de una distinción entre la acción pastoral directa y una acción indirecta, pero con carácter de verdadera y exquisita colaboración en el ministerio sagrado de las almas.

Y ocurre que para todo sacerdote, especialmente si está en el ímpetu de la vida —incluso para los ancianos ya maduros— por el hecho de nuestra pobre y común naturaleza humana y no angélica, es decir, no muy dispuesta como flamma ignis a toda indicación del Señor, sucede —repetimos— que, frente a la distinción entre ministerio directo de las almas y ministerio indirecto y colaboración, se prefiere el segundo al primero, y que el primero desmerece, si es que incluso el segundo, tarde o temprano no pierde energías.

Por esto será siempre más provechoso a cada uno de nosotros para progresar en la vida espiritual acostumbrarse al buen aprecio de lo que vale más, de lo que vale más delante de Dios para la verdadera felicidad en nuestra vida presente y futura in aeternum.

Nosotros, sacerdotes del Altísimo, somos todos almas privilegiadas, pero hasta que el Señor nos permita vivir ,en este mundo para su servicio y servicio de la santa Iglesia y del pueblo cristiano, estaremos siempre acompañados de aquel omnis caro foenum de que nos hablaba también ayer San Pedro, nuestro primer Obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal (1P 24).

Que esta configuración de las preciosas ventajas de a vida pastoral directa o indirecta para los sacerdotes de Roma nos sirva de exhortación para elegir bien y apreciarlo todo con exactitud. Puede haber sido este recuerdo el que ha sugerido a los antiguos maestros de la Basílica de San Pedro el sustituir en la ceremonia de la solemne coronación del nuevo Papa la estopa que se quema a la vista al foenum que nos describe el Príncipe de los Apóstoles en su carta.

Además de las especiales disposiciones de estricta obediencia y en todo caso de intensa conformidad con la voluntad, no nuestra, sino con Dios en materia de vida pastoral directa o indirecta, ¡qué fáciles son los engaños y las confusiones entre la apariencia y la realidad!

La sencillez confidencial de estos coloquios con vosotros, amadísimos sacerdotes, colaboradores nuestros en la tarea del Obispo de Roma, Nos permite, a título de ayuda inocente de nuestra vida, recordaros tres grandes impresiones que tenemos aquí precisamente en San Pedro y que han quedado profundamente grabadas en nuestra memoria.

La primera es la de una tarde de enero de 1905 en una beatificación. La Basílica Vaticana, en un brillantísimo esplendor, nobles personajes, muchedumbre muy alegre y que aplaude, y en lo alto, en el fondo del ábside de la gloria de Bernini, la pálida figura de ojos arrebatados a la gloria de la bienaventuranza celeste del bienaventurado Juan Bautista Vianney, cura de Ars, proclamado santo algunos años después. En nuestra alma de joven sacerdote, aquella visión nos indicaba lo que es realmente precioso en la vide sacerdotal, lo que es más precioso: y jamás lo olvidamos. Muchas veces fuimos a Ars a venerar el cuerpo bendito de aquel gran santo a quien hace pocos meses, en el centenario de su muerte, nos complacimos poder ofrecer con la encíclica Sacerdoti Nostri primodia un elogio de su virtud pastoral para edificación del mundo entero.

La otra impresión es del 9 de agosto de 1903, en la ceremonia de la coronación del nuevo Papa San Pío X, en San Pedro. La impresión del triunfo pontificio que se preparaba tuvo un primer momento de desilusión impresionante para quien estaba acostumbrado a las raras entradas del Papa León, que pasaba de los noventa, levantándose todavía con esfuerzo superior a su avanzada edad para saludar y bendecir a la muchedumbre entusiasmada. El Papa Sarto venía del campo de Treviso con gran decaimiento de espíritu y con rostro pensativo. En un momento el cortejo se detuvo algún tiempo. Al triple gesto del Prelado que, quemando la estopa delante de los ojos del Papa repite tres veces las palabras sic transit gloria mundi, todos vieron que aquel rostro grave y solemne se contraía como vacilando ante la grande y austera dignidad del Pontificado. El fasto y el honor exterior pierden aquí mucho de su valor. Lo que realmente cuenta son los pasos que el Pastor de las almas dio hasta aquel momento, desde Tómbolo a Salzano, a Treviso, a Mantua, a Venecia, hasta llegar hasta este momento, para comenzar de nuevo más que nunca el esfuerzo afanoso del pastor en la custodia del rebaño, en la búsqueda incansable de las almas que Cristo redimió con su sangre.

La última impresión fue aquella del 4 de noviembre, ahora hace dos años, cuando el humilde sacerdote, que también procedía del campo, y como sucesor del Santo Patriarca de Venecia, se encontró por primera vez como transfigurado en el resplandor de la devoción y del entusiasmo de la muchedumbre. Entre aquel fervor, en un momento dado, el cortejo se detuvo para dar tiempo al rito de la pértiga alzada y de la  estopa inflamada y trepidante a la triple voz, que se unía en el sentido de su indignidad personal nunca tan vivo y sincero como en aquel momento: Pater sancte: sic transit gloria mundi.

La «Regula Pastoralis»

Os podíamos decir, Venerables Hermanos y queridos hijos, cómo el espíritu volvió a la tranquilidad cuando el cortejo se dirigió a la izquierda y deteniéndose algún tiempo cerca de la tumba del Papa Pío VII —¡qué historia también la suya, qué enseñanzas!—, Nos  permitió distinguir, a pocos pasos de allí, el altar del Pontífice Gregorio Magno, familiar desde nuestra juventud, a nuestra alma y a nuestra devoción.

Fue una sorpresa inesperada y tranquilizadora. Dirigiéndonos hacia la tumba de San Pedro, primer Vicario de Cristo y primer Obispo de Roma, oímos, como si nos fuese mandado por él para hallar y darnos valor, a uno de sus más ilustres sucesores en la Cátedra apostólica, San Gregorio Magno. Pontífice Romano entre los más grandes, se inspiró en su vida y en sus enseñanzas para revalorizar el carácter sagrado y predominante del ministerio pastoral para todo sacerdote de la Iglesia de Dios, en una participación directa o indirecta pero real, sincera, fiel de todos los sacerdotes de la Urbe, así como de los demás sacerdotes del orbe.

Precisamente al Papa Gregorio I, el clero católico debe desde el siglo VI el código más precioso, después del Evangelio de Jesús y de las cartas apostólicas, del  gobierno pastoral para santificación de las almas sacerdotales y para dirección de los fieles.

Este pequeño libro, tan conocido en toda la literatura eclesiástica Regula Pastoralis Sancti Gregori Magni (590-604) (Migne, PL, 77, 13-128) nos hace buena compañía desde hace casi medio siglo y Nos procura alegrías inefables al releerlo en todas las circunstancias de la vida. Esto enseña a los obispos y a los sacerdotes —a todos los obispos y a todos los sacerdotes - qualiter vivant et qualiter doceant—. Puede servir como espejo para conformar la propia vida con el modelo propuesto por el Santo Papa. En el inmenso trabajo de la reorganización de la Iglesia y bajo los Reyes Carolingios, durante y después del afianzamiento de las nuevas estructuras humanas se necesitaba no sólo establecer una legislación canónica, poner a punto los libros litúrgicos, preparar un buen texto de las Sagradas Escrituras —lo que Alcuino pudo realizar— sino sobre todo enseñar nuevos métodos de apostolado pastoral, y, más todavía, una verdadera doctrina de buen gobierno espiritual y de educación del espíritu. Esto ya lo había realizado en beneficio del Occidente San Gregorio Magno, enseñando al clero franco los caminos más seguros para restaurar la Iglesia. La voz discreta del gran Papa sigue todavía escuchándose por largo tiempo y dispensando generosamente las lecciones de sus enseñanzas y las virtudes de su ejemplo.

Conviene recordar que el Santo Papa Pío X, en el centenario de la muerte de San Gregorio Magno (1904) al principio de su Pontificado, en su estupenda encíclica Iucunda sane recomendaba con grandes elogios la lectura de la Regula Pastoralis para que ad cleri salubrem institutionem et ad sacrorum Antistitum regimen (ibi) normae traduntur, non iis modo temporibus, sed etiam nostris aptissimae (Acta Pii X, vol. 1, 1905, pág. 206).

En la literatura patrística oriental está la segunda oratio de San Gregorio Nacianceno (Migne, PG, 35, 407,514) y el tratado De Sacerdotio de San Juan Crisóstomo (Migne, PG, 48, 623-692), dignas de parangonarse con la Regula Pastoralis. Rindamos homenaje a San Juan Crisóstomo precisamente hoy en su fiesta.

Estos son los dos grandes doctores de la Iglesia Oriental cuyas reliquias son veneradas aquí en la Iglesia de San Pedro en dos altares como para hacer noble compañía al gran Papa romano que los siguió a muchos años de distancia. Ciertamente, nuestro Gregorio conoció la Oratio del Nacianceno, de la que debió tomar la célebre fórmula: Ars artium regimen animarum. Para Nos es grata la ocasión de recordar a nuestro amadísimo clero estas fuentes de la antigua literatura cristiana tan rica en perspectivas y en directrices para el ministerio pastoral.

La Curia y la Diócesis

Y llegando al término de este nuestro tercer coloquio, nos sentimos inspirados en dirigir con amorosa instancia nuestra plegaria a todos los sacerdotes de Roma, a todos y a cada uno sin excepción.

La distinción de las atribuciones personales acerca de la línea principal de la actividad propia de cada uno en Roma, es evidente. Por una parte la Curia y por otra la Diócesis. El común sacerdocio une a todos y a todos inspira. Es muy natural que no se deban descuidar ni debilitar los deberes en las oficinas de la Curia para entregarse a efusiones de carácter pastoral que excede en la justa medida. Los adscritos a las grandes oficinas eclesiásticas, saben que, atendiendo diligentemente a sus deberes característicos, aunque no estén directamente comprometidos en el cuidado inmediato de las almas, sin embargo cumplen una verdadera obra de apostolado, la cual si a veces puede ser menos agradable, no por esto es menos útil a la Iglesia o menos meritoria. Y, por otra parte, quien atiende al ministerio pastoral con la dirección o la colaboración activa, ejemplar y siempre amable y paciente, permanezca también en su campo de acción, no se ocupe de empresas seculares, evite toda singularidad que estorbe la edificación que todo sacerdote tiene obligación de dar a los fieles.

El decreto del Tridentino (Ses. XXII, De Reformatione, c. 1) sobre la conducta del clero está siempre presente con su exigencia inexorable, pero tan significativa, preciosa y amada. El cunctis afferre venerationem sigue siendo siempre la gloria de los mejores tiempos y, estamos muy seguros de ello, la gloria presente y futura del clero romano.

Entre las gracias que el Señor se ha dignado conceder a nuestra humilde vida, desde el primer despertar de la infancia hasta el atardecer ya avanzado, esta de la atracción viva e insistente del espíritu hacia la visión de Jesús buen Pastor, es sin duda la primera y la más preciosa gracia.

Ella nos asegura que también nuestra vuelta al Padre se hará en este lucis... terminum, pero no sin él.

Para todo sacerdote el amor de que está penetrado el décimo capítulo de San Juan, ejerce una fascinación tal que el resistirla o alejarse de ella puede perjudicar a su salvación y felicidad eternas.

Amen, amen: dico vobis, qui intrat per ostium pastor est ovium. He aquí la puerta que se abre, he aquí el Pastor que conoce a todas sus ovejas y las llama por su nombre. Queridos párrocos, os rogamos cuidéis de las estadísticas bien llevadas y seguidas; importantísima obligación para el gobierno de una parroquia. Las ovejas van detrás del Pastor que va ante ellas; la compañía del pastor les da seguridad contra todo peligro. Ego sum ostium. Per me si quis introierit salvabitur: et ingredietur et egredietur et pascua inveniet. Ego veni ut vitam habeant et abundantius habeant.

Os dispenso de las expresiones duras que se mezclan con las dulces: las palabras acerca del Pastor mercenario, por ejemplo, que entró en la parroquia pero que, cuando llega el lobo rapaz y amenazador, duerme o huye, en lugar de gritar contra el invasor, o empeñarse en combatirlo y pedir ayuda. El mercenario no tiene corazón, no le interesan las ovejas. ¡Oh, Venerables Hermanos y queridos hijos!, para despertarnos, para consolarnos, repite Jesús su afirmación una, dos y tres veces: Ego sum pastor bonus. Tal repetición es una invitación para nosotros y una exhortación a seguir su ejemplo, a multiplicar nuestros sacrificios, como él da la vida —como la dio verdaderamente sobre la cruz— y sigue dándola místicamente en su sacramento de amor— él, Jesús: verdaderamente Pastor bonus, Pastor dignus, pastor vigilans, pastor pius.

Solicitud pastoral por la salud del mundo entero. Espíritu misionero

Es singular, hacia el final de la parábola del Buen Pastor, la continuación de las afirmaciones y, por último, la llamada al Padre y, en la luz del Padre, la dilatación del horizonte.

«El Padre me conoce a mí y me sigue como yo le conozco y vivo en Él. El Padre me ama, porque yo doy la vida por mis ovejas».

Por fin, Jesús da el último toque: no están aquí todas mis ovejas. ¡Oh!, faltan otras que no pertenecen a mi aprisco; pero también yo quiero a esas y las debo conducir hacia mí y de seguro, escucharán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo Pastor.

Audient vocem et fiet unum ovile et unus Pastor (cf. Jn 10,1-18).

Qué alegría para Nos la certeza tan clara y tan decisiva de que esto sucederá así. Audient vocem et fiet unum ovile et unus Pastor.

Esta página es una nueva irradiación de luz celestial que se abre sobre el mundo misionero y como la perspectiva anunciadora de los primeros amores del próximo Concilio Ecuménico, que ya está suscitando anhelos y palpitaciones de misteriosa espera en todo el mundo.

Sobre todo y ciertamente se puede relacionar bien con nuestro sacerdocio, el de los que viven aquí en las orillas del Tíber, que se honran con pertenecer al clero romano o de colaborar con él, a cuantos entre nosotros se ocupan de las almas en sentido pastoral, inmediato y directo y en especial familiaridad con el Sumo Pontífice, Obispo de Roma.

Puede también relacionarse con cuantos individualmente empleados —desde los más altos grados de la jerarquía a los más modestos y no menos laboriosos servicios de la vasta administración de la Iglesia universal en las diferentes Sagradas Congregaciones o en los múltiples colegios religiosos—  participan de la sollicitudo omnium Ecclessiarum, que tiene por augusta cabeza y centro al Padre Santo como Christi Vicarius. Toda esta turba magna que resulta ex omnibus gentibus et tribubus et populis et linguis, aparece como inmersa e iluminada por la misma luz de Jesús, Pastor Divino y Salvador del Mundo.

Saludo final a los señores cardenales y a todos los miembros del clero romano

Eminentísimos y amadísimos señores Cardenales, a vosotros nuestro conmovido y fraternal saludo. Con vuestra noble presencia, y con el tacto de vuestra dulce majestad habéis edificado a todo clero y al buen pueblo de Roma. Nos place saludar con vosotros a los ilustres Purpurados enfermos, a quienes las incomodidades de la estación invernal han obligado a mirar por su salud. También su pesar por no estar aquí ha sido un mérito y ha servido para alentarnos.

Esta reunión eclesiástica nuestra, que será saludada como el primer Sínodo de la Diócesis de Roma por varios títulos, con la gracia del Señor, va a resultar el más solemne con relación a una Diócesis, a la primera Diócesis, porque es Diócesis de San Pedro, y, tal vez el más completo de la historia de la Iglesia católica en el mundo. Deo gratias et Deo gloriam.

Venerables hermanos y queridos hijos: no sabríamos deciros cuánta alegría espiritual nos ha proporcionado esta reunión, estos sencillos coloquios con vosotros. Os dejamos vivo el deseo de poderlo renovar para manifestar el interés con que el corazón del Padre quiere estar en contacto con todos aquellos que en la Diócesis de Roma comparten, cada uno por su parte, el ministerio pastoral de las almas.

Animémonos mutuamente. Benedictus Dominus per singulos dies. Portat onera nostra Deus, salus nostra (Sal 67,11). La figura de Jesús, el buen pastor divino, esté siempre delante de nuestros ojos en la lectura del Evangelio, así como la presencia sacramental y viva de su cuerpo y de su sangre: Vere cibus potus, nos conserve la gracia, que nos salva del error y del mal, y también entre las angustias y las mortificaciones de la vida sea fuente de aquella alegría interior, que justamente puede llamarse gozo inicial de la gloria futura: Bone Pastor, panis vere — Iesu, nostri miserere — Tu nos pasce, nos tuere — Tu nos bona fac videre — In terra viventium (Sequent. S. Thomae Aq. in Festo Corp. Christi).


* AAS 52 (1960) 240-251

 

 



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