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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
*

Sala del Consistorio
Jueves 29 de diciembre de 1960

 

Señores:

El agradable encuentro de este día hace revivir en nuestro corazón todas las dulces emociones que sentimos en la santa noche de Navidad.

Entonces os habíais reunido en el silencio y recogimiento de esas horas nocturnas en torno al altar para la conmemoración litúrgica del gran misterio cristiano.

Hoy vuestra presencia aquí tiene otra significación que queremos subrayar: quiere, sobre todo, manifestar, en torno al Papa, la mutua y cordial armonía de los Diplomáticos acreditados cerca de la Santa Sede.

Por eso, queremos que el saludo que os dirigimos sea una manifestación solemne del respeto y amor hacia cada una de las naciones, que representáis, hacia todas las que limitan geográficamente, hacia todos los pueblos de la tierra, sea cual fuere la importancia de su población.

Viéndoles a todos reunidos aquí, ¡cuántos recuerdos vienen a nuestra memoria, cuántas visiones se presentan a los ojos de nuestra mente! Pero —como lo ha subrayado tan bien vuestro distinguido portavoz— el corazón siente angustia al pensar en los problemas de la paz y de la diligente concordia en el interior de cada país y entre los pueblos. ¡Qué largo camino que recorrer todavía para que el verdadero progreso sirva por doquier al hombre, al hombre considerado en sus exigencias así espirituales como materiales, ya como individuo ya como miembro de la colectividad!

La Iglesia desea ardientemente ese beneficio incomparable de la paz social e internacional. Con sus enseñanzas, exhortaciones y actividades trabaja con todas sus fuerzas por establecerla, como ustedes mismos pueden demostrarlo. Y ya que se nos presenta la ocasión de verles reunidos a todos en presencia nuestra, queremos aprovecharla para anunciarles, previamente a este propósito, un punto de nuestro programa para el año que va a comenzar. Nos proponemos celebrar el setenta aniversario de un acontecimiento que fue de gran trascendencia histórica: la publicación por el Papa León XIII en 1891 de la Encíclica Rerum Novarum sobre la condición de los obreros; documento considerado tan importante por nuestros predecesores inmediatos Pío XI y Pío XII, que quisieron celebrar el cuadragésimo y quincuagésimo aniversario, respectivamente; el primero en 1931, con la Encíclica Quadragesimo Anno, y el segundo con el radiomensaje dirigido al mundo entero en la fiesta de Pentecostés del año 1941.

Nos sentimos dichosos de que los representantes tan distinguidos de tantas naciones sean informados los primeros de nuestras intenciones a este respecto. Así, pues, promulgaremos, para celebrar dignamente la gran Encíclica del Papa León XIII, un documento que confirmará, uniendo nuestra voz a las de nuestros grandes predecesores, las constantes solicitudes de la Iglesia, que se dirigen actualmente no ya sólo a establecer tal o cual punto del orden social, sino a todo el conjunto, como conviene a las exigencias de los tiempos en que vivimos.

Estos tiempos —a los que aludimos hace un momento— no están libres de incertidumbres ni de motivos de angustia. Con todo, al despuntar de un nuevo año preferimos fijar nuestra alma en lo que invita a la confianza y a la esperanza. Y les diremos, en la amable confidencia de este coloquio familiar, que es para Nos una ya antigua costumbre. Cuando ejercíamos en París las funciones de Decano del Cuerpo Diplomático, el primero de enero hacíamos, en nombre de los diplomáticos de setenta naciones representadas en esta capital, el balance del año transcurrido, y procurábamos siempre vislumbrar en la inquietud del mundo agitado algunos resplandores prometedores de serenidad. Permitan a su antiguo colega que evoque de modo especial el recuerdo del último de estos discursos, del cual algunos pasajes tienen todavía hoy mucha actualidad.

"Como guardianes y servidores diligentes de la paz en el mundo —decíamos el 1 de enero de 1953— seguimos los acontecimientos políticos diarios en todos los países del universo, unas veces con el corazón abierto a la confianza, otras con un presentimiento de temor. Esos acontecimientos nos invitan a reflexionar y a hallar en ellos una enseñanza que libre nuestra alma de la angustia y le ayude a preparar días mejores." Citando después el sugerente emblema de la ciudad de París : fluctuat nec mergitur —vacila, pero no se hunde—, invitábamos a los que nos escuchaban a que levantasen con Nos los ojos "hacia la estrella que brilla sobre las olas ligeramente onduladas". Y terminábamos con acento de esperanza con estas palabras:

"Cada nación tiene su destino en los ocultos designios de la Providencia y mutuamente se ayudan para realizarlos. Conservando una fe firme, un inquebrantable optimismo y un corazón abierto a las sinceras efusiones de la fraternidad humana y cristiana, todos nosotros tenemos derecho a no temer nada y a confiar en la ayuda de Dios."

Estas palabras revelaban los sentimientos que han ido afianzándose en Nos hasta el presente; queremos comunicárselos, para terminar, como una expresión de la alegre espera y de la firme esperanza que animan a todas las almas de buena voluntad en el umbral de este nuevo año.

A esto añadimos de todo corazón, como respuesta a los votos que vuestro digno intérprete, el Embajador de Austria, Decano del Cuerpo Diplomático, nos ofreció tan amablemente, en nombre de lodos ustedes, señores, los deseos que formulamos, por nuestra parte, en este momento por todos ustedes, señores, por sus familias y por todas y cada una de las nobles naciones que tan dignamente representáis cerca de Nos. ¡Quiera Dios que el año que va a comenzar sea para ustedes y sus países un año de paz, gracia y de bendición!


* AAS 53 (1961) 41-43. 

Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 106-109.

 



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