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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
EN LA CLAUSURA DE LA CUARTA SESIÓN DE LA COMISIÓN CENTRAL
PARA EL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II
*

Martes 27 de febrero de de 1962

 

En las Vísperas de ayer, la antífona del "Magnificat", como una especie de secuencia explicativa de la parábola del sembrador, nos emocionó: "Si buscáis el culmen del verdadero amor, dirigid siempre vuestro ánimo hacia la Patria Celestial". El último esquema examinado por esta cuarta sesión: "Problemas sobre estudios y seminarios", nos es particularmente querido.

Hemos vuelto con esto a la sesión XXIII, capítulo XVIII, del Concilio de Trento de 1563, que fue el comienzo de la verdadera restauración del Orden Sagrado en la Iglesia.

Las recientes estadísticas referentes a extensísimas regiones, especialmente de la América Latina, y otras regiones, son motivo de preocupación, y de una atención más eficaz y mejor organizada por parte de todas las diócesis. El alcanzar el ápice del verdadero honor, que se refiere al sacerdocio, al que el Señor imprimió el carácter indeleble de la total consagración —inocencia de costumbres, ardiente caridad y celo, y un piadoso hábito de oración y sacrificio— presupone la solución feliz de diversos problemas de las vocaciones, de la perfecta organización de los Seminarios y escolasticados, según las exigencias de los tiempos, el cultivo de la ciencia sagrada y también, de una manera secundaria, de la ciencia profana, juntamente con las exigencias técnicas propias para una mayor difusión y penetración del Evangelio.

Las circunstancias de la vida y del espíritu moderno adverso, con frecuencia son enemigas de la tradición de los siglos pasados, y amenazan conducir a machos sacerdotes de Cristo a excesos en el sacrificio, como los que San Ignacio de Antioquía tan oportunamente describe en su carta a los Romanos: "El fuego, la cruz, las bestias, el descoyuntamiento de los huesos, la amputación de los miembros y la trituración de todo el cuerpo y toda clase de tormentos" (San Ignacio a los Romanos, 5,2; Migne, PG 5, 692 A). Esto, que con ánimo conmovido acabamos de referir, nos lo sugiere la "caridad de Cristo que nos apremia, en las gravísimas responsabilidades de la sucesión apostólica, y que nos estimula a dar especial realce a lo que es fundamental para el futuro de la Iglesia, como es la reparación de nuevas, numerosas y vigorosas formaciones de un sacerdocio santo y santificador.

Las comunes preocupaciones de todos deben unirse a la Nuestra para que los jóvenes llamados al sacerdocio puedan encontrar la suficiente ayuda para la preparación a las tareas que les esperan: los sacerdotes que tienen cura de almas, deben guardar y cultivar las vocaciones sagradas como la pupila de sus ojos; los miembros de la Acción Católica; las escuelas católicas, los padres y madres de familia bajo cuya tutela crece la tierna semilla de los hijos. Permítasenos a este respecto recordar las palabras de Nuestra Carta en el centenario de la bienaventurada muerte de San Gabriel de la Dolorosa: Si hay ambiente de piedad en la familia, si florece la integridad de costumbres, si reina la ley de Dios en ella, con la ayuda de la gracia divina, fácilmente se sembrarán la semilla de la vocación a la vida sacerdotal y religiosa, y se pondrán los cimientos de la santidad".

En este sencillo acto de nuestra presencia entusiasta en la continuación de la preparación del Concilio, deseamos encontrar nuevos auspicios de fervor al conmemorar hoy el centenario de la muerte de la selecta flor de la Congregación de los Padres Pasionistas, San Gabriel de la Dolorosa, que San Pío X y Benedicto XV ofrecieron a la veneración de la Iglesia universal.

Junto a la piadosa imagen de este santo joven, en los primeros días de agosto de 1904, nos preparamos al sacerdocio en la Basílica de los Santos Juan y Pablo aquí en Roma. No podemos olvidar que sus hermanos en religión, holandeses e italianos, fueron nuestros eficaces colaboradores, durante diez años, en la querida tierra de Bulgaria. Pensad cómo se conmoverá nuestro corazón al celebrar hoy tan feliz conmemoración.

Al clausurar esta sesión de la Comisión Central, nos place expresar el común reconocimiento al Señor, que bendijo la sesión de apertura en el tiempo litúrgico de septuagésima y que a través de la cuaresma nos llevará a los gozos Pascuales. Comenzamos con el acto de homenaje a la Cátedra de San Pedro, en la solemne reunión en el templo máximo de la cristiandad. ¡Qué espectáculo tan conmovedor fue el del 22 de febrero! La Iglesia era toda una representación de la catolicidad, en un estruendo de fe, de piedad fervorosa, de juventud, dispuesta a dirigir sus pasos hacia "el culmen del honor", que es la santidad de vida, la donación total de sí mismo a los demás.

Las poblaciones cristianas, todos los pueblos, lo están anhelando, tal vez inconscientemente, y piden con insistente oración a Dios, que conceda a la Iglesia sacerdotes santos, sacerdotes sabios, que "no teman a nadie más que a Dios, y que no esperen en nadie más que en Dios" (San Bernardo, "De Consideratione" IV, 6).

Con estos votos y con el deseo, venerables hermanos, de que desciendan sobre vuestros trabajos la luz celestial, impartimos nuestra Bendición Apostólica, prenda de nuestra paternal benevolencia.

 


* AAS 54 (1962) 176; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 157-160.

 

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