Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

PABLO VI

AUDIENCIA GENERAL

 Miércoles 15 de enero de 1964

 

Queridos hijos e hijas:

Vuestra visita nos encuentra todavía ocupado en los pensamientos de nuestra reciente peregrinación a Tierra Santa; creemos que vuestra curiosidad de hijos querrá leer en nuestro espíritu algunas impresiones de ese viaje memorable; hoy miráis al Sucesor de San Pedro, como lo mira el resto del mundo, bajo este aspecto de peregrino a los Santos Lugares, de apóstol que ha vuelto allí, de donde hace casi veinte siglos había partido. Parece repetirse la fábula de aquel que se duerme en un sitio y en un momento de la narración, se despierta cien años después, y cree encontrar el mundo que le rodea como lo había dejado cuando se quedó dormido, pero ve que todo ha cambiado, y no conoce a nadie ni nadie lo conoce.

Pues, bien, os diremos, entre muchas, una de las impresiones de nuestro despertar en la tierra de Jesús, de la que el Papa, el Vicario de Cristo, estaba ausente hace más de diecinueve siglos, y os lo contaremos porque nos parece que os puede servir muy bien como provecho de esta audiencia.

Pero, ante todo, hemos de hacer notar una cosa muy extraña, algo que es una de las maravillas de este singular viaje; la maravilla es ésta, habiéndonos despertado en un mundo incomprensible, y, también, siendo forasteros y desconocidos —pensad, todo el tiempo transcurrido y todos los acontecimientos radicalmente transformadores— éramos allá del todo conocidos, y no sólo como el Papa de Roma, sino precisamente como Sucesor de Simón, hijo de Jonás, el pescador de Bethsaida, hermano de Andrés, llamado Pedro por el Mesías Jesús, Cabeza de la sociedad religiosa, que se llama Iglesia. Se diría que Pedro hacía poco que había partido de allí, y que era esperado en su país para hacerle una fiesta por su celebridad adquirida, y sobre todo por todas las razones que lo ligan a aquellos benditos lugares, y para colmo de estupor, el recibimiento que se le dispensó, casi improvisado, no fue organizado solamente por los hermanos en la fe de Pedro, sino también por los hermanos separados de él hacía siglos, y más aún: por los musulmanes, hebreos, gentiles y deseosos de aclamar su inesperado, pero grato y natural retorno. Sería éste uno de los aspectos de nuestro viaje más digno de reflexión, de una reflexión larga y compleja; pero no tocaríamos esa impresión a que ahora queremos referirnos.

Así, pues, estuvimos allá, en los sitios del Evangelio; de repente el Evangelio se nos presentó espiritualmente en torno, como si Cristo estuviera ante nosotros, niño en Belén, adolescente y obrero en Nazaret, maestro y profeta en Galilea, y luego en Jerusalén, como sabéis, en el gran drama de su Pasión y de su triunfo. Pues bien, ¿cuál es la impresión espontánea que esta evocación hace brotar en el corazón? Es una especie de parangón, entre Él, el maestro divino, y nosotros; la exigencia de establecer, de verificar la relación que se da entre Cristo y nuestra existencia; una pregunta que nace en el alma silenciosa, pero atormentadamente, ¿somos nosotros verdaderos cristianos?, ¿se identifica nuestra vida con la suya, como en San Pablo, que podía decir de sí: “Mi vivir es Cristo”? (Flp 1, 21), ¿hay diferencia y cómo?, ¿no hay igualdad?, ¿por qué?

Como podéis comprender esta pregunta llena de un vivo interés el alma, y hasta despierta alguna inquietud.

Pues bien, pensad en nuestro gozo, en nuestra humildad al sentir nacer en nuestro interior una primera y triunfante respuesta; si, nosotros somos cristianos verdaderamente; después de muchos siglos y de una transformadora experiencia histórica, somos todavía como Él nos hizo y nos quiere, somos, por su gracia, sus auténticos discípulos, más aún, somos sus auténticos apóstoles, sus auténticos representantes. No hay duda. ¡Qué prodigio! ¡Qué alegría! Y esto que, abismados en la gratitud y en el abandono, podemos decir de Nos, todos los católicos, cada uno de vosotros, lo podría decir análogamente de sí mismo; si, esta bendita madre, la Iglesia de Cristo, nos engendra semejantes a Él, sus hermanos, sus seguidores, sus amigos predilectos, viviendo de Él y para Él. La fe, la gracia, la inserción en su cuerpo místico, realizan este portento, y cada uno de nosotros puede decir también con San Pablo: “Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Damos gracias al Señor por esta realidad. Convendrían aquí las lágrimas de alegría de Pascal para expresar un poco de la impresión que tan inefable realidad debe despertar en nuestro interior.

Pero desgraciadamente, el parangón no es completo; es verdad que entre nosotros y el Señor hay una parentela, más aún, casi una mística identidad; somos “alter Christus”, pero, ¿es esto suficiente? ¿No se deriva de esta coincidencia mística con Cristo tan fuerte —y por fortuna tan fácil— la obligación de una coincidencia moral?, ¿una imitación de Cristo en los pensamientos, en las acciones, en los fines de la vida, como Él nos enseñó? Aquí nuestra impresión no puede ser satisfactoria y feliz, sino turbada por la observación de nuestra disformidad con relación al modelo divino, sobre el que debemos calcar la forma de nuestra vida. Nos sentimos, al mismo tiempo, confusión y confianza; pues si es verdad que en Nos y en la Iglesia y en todas las almas, aunque cristianas, hay mucho que corregir y perfeccionar para aproximarnos al tipo perfecto de humanidad santificada por la Gracia, Cristo, tenemos al menos el deseo, el propósito y la oración. ¿No ha sido, a este respecto, nuestro viaje un humilde, pero animoso acto de buena voluntad? ¿Y no es el Concilio Ecuménico, que estamos celebrando, un esfuerzo para proporcionarnos a nosotros, a la Iglesia, al mundo un mayor parecido con Cristo bendito?

Este discurso, queridos hijos e hijas, podría continuar largo rato; pero nos detenemos aquí con una pregunta igual a la que sentimos brotar en nuestro espíritu allí, en la patria de Cristo y de Pedro, y la pregunta nace también de una impresión local. Vosotros estáis en la casa del Papa, en este momento. ¿No sentís dentro de vosotros esta pregunta, nosotros, sí, somos católicos, somos cristianos (y tenéis razón para decirlo y darle por ello gracias al Señor)? ¿Po déis también responder, somos buenos y fieles católicos, somos verdaderos cristianos?

Cada uno de vosotros, pensamos, advertirá la necesidad de responderse a sí mismo: es preciso que yo sea mejor católico, más fiel, más virtuoso, más animoso; es preciso que sea un cristiano más verdadero.

Os concedemos gustoso nuestra bendición apostólica para confortar estos nuevos sentimientos y estos nuevos propósitos, que la audiencia engendra en vuestros corazones.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana