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PABLO VI

AUDIENCIA GENERAL

 Castelgandolfo
Miércoles 22 de julio de 1964

 

Queremos dirigir un particular saludo a las doscientas delegadas diocesanas de las asociaciones de aspirantes de la Acción Católica llegadas a Roma para el Cursillo Nacional de Estudio en torno al tema “El aspirante en la comunidad parroquial”.

La razón de esta especial mención es, ante todo, el mérito de estas bravísimas delegadas diocesanas, a las que asociamos, en nuestro paternal recuerdo, a todas las maravillosas delegadas parroquiales. Admiramos su número, su esfuerzo, bravura. Hemos tenido ocasión, no raras veces, de ver de cerca, con observación directa, durante nuestras visitas pastorales, el trabajo paciente e inteligente de estas apóstoles del aspirantado; hemos visto cuán delicado y cuán difícil es su trabajo, pero cuán fructuoso y providencial, y cuán agradable y bello en sus resultados.

El tema propuesto a la consideración del referido curso plantea una cantidad de problemas interesantísimos: sobre la pedagogía religiosa del aspirante, sobre su instrucción y formación espiritual, tan necesitadas de desarrollo, la una y la otra, para conseguir un doble y no fácil efecto en la edad infantil: el de una relativa plenitud y seriedad y el del entusiasmo y comprensión interior de los valores religiosos y sobrenaturales, difíciles de obtenerse en los niños vivaces y modernos. De este modo el interés se centra sobre la precoz madurez del sentido comunitario del aspirante y sobre su capacidad para ejercer una función verdadera, responsable, que no sea ni juego ni ficción, sino efectiva y por todos reconocible en el complejo de una actividad tanto litúrgica como de caridad.

Vuestra actividad, queridas hijas, es magnífica y preciosa; ella guarda y cultiva las flores vivas y más bellas del jardín parroquial; conserva los ánimos inocentes en el candor de la belleza infantil; la abre a las experiencias más delicadas y más verdaderas de las primeras emociones espirituales; la fortifica y la conduce al dominio moral de sí mismo; la madura para una juventud alegre, consciente, robusta. Vuestra actividad merece nuestro aplauso, nuestro aliento y nuestra bendición.

* * *

Queridos hijos e hijas: estamos doblemente gozosos al recibiros; en primer lugar, porque toda audiencia, como la presente; toda visita de peregrinos o de respetuosos turistas, nos es motivo de consuelo, nos es ocasión de recibir y de comunicar sentimientos que ponen de relieve la relación real e inefable de caridad que nos une a los fieles y a todos los hombres; verdaderamente estos encuentros son llamamientos y ejercicios de la espiritualidad sencilla y profunda que debe caracterizar a la comunidad eclesial. En segundo lugar, porque, como veis, os recibimos en esta residencia suburbana, donde el panorama de la naturaleza y del paisaje sustituye al del arte y al de la basílica, donde suelen tener lugar nuestras audiencias romanas; es decir, vosotros demostráis querer ver al Papa, aunque no esté rodeado de la habitual pompa exterior. Es vuestra devoción, vuestro afecto, los que os traen aquí, y no el atractivo de una ceremonia espectacular; por decirlo mejor, es vuestra fe de creyentes, y es quizá vuestro anhelo de daros cuenta de quién es el Papa, en vosotros los visitantes extraños, lo que os hace buscar este singular momento espiritual. Apreciamos tanto más vuestra presencia cuanto más sea motivada por intenciones religiosas y espirituales.

Os agradecemos a todos este testimonio de adhesión y veneración y pedimos al Señor que os lo recompense con sus gracias.

Además nos permitimos, por nuestra parte, hacer un breve comentario a este vuestro testimonio religioso y espiritual, porque no sólo nos parece característico en cuantos participan en estas audiencias, sino que nos parece merecedor de particular consideración, de particular desarrollo y educación.

Un verdadero comentario nos llevaría a pensamientos muy altos y difíciles; pero nos contentamos con una simple observación. Es ésta: vosotros venís a la audiencia para encontrar al Papa, no el aparato exterior que habitualmente lo identifica y lo hace, bajo algunos aspectos, comprensible; queréis ver al Papa, pero no principalmente su expresión física y sensible, aunque vuestros ojos no puedan por menos de tenerla presente; queréis ver al Papa real, como él es; no su imagen ni a un representante suyo. Pero, ¿por qué queréis ver al Papa tal cual es? ¿Por qué él es un hombre como los demás, o quizá más miserable que tantos otros? No; lo queréis ver tal cual es porque es, por sí mismo, un representante; el representante de Cristo; es un signo, es un vínculo sensible y vivo entre este nuestro mundo natural y el mundo invisible, sobrenatural. Queréis ver reflejado en el humilde semblante de un hombre, algo del “misterio divino”. San Agustín, siempre agudo y claro, escribe: “No existe otro misterio, sino Cristo” (Ep. 187, 34; P. L., 38, 845). Y si el Papa está unido a Cristo de tal modo que ha venido a ser llamado su Vicario, entonces en el Papa se puede ver un símbolo, que traslada el pensamiento de quien lo contempla, a Cristo, en primer término, después a Dios.

Esta observación puede ser preciosa porque, de un lado, nos recuerda que la faz de nuestra religión es, en gran parte, un campo de signos. Nuestra comunicación con Dios, durante esta vida terrena, se desarrolla “en enigmas” como dice San Pablo (1 Cor 13, 12). Bajo el velo de conceptos propios, sí, pero inadecuados y provisionales; tiene lugar en forma “sacramental”, esto es, mediante la expresión de signos sagrados. Y bajo este aspecto sabéis que, también la Iglesia, la Iglesia entera puede decirse que es “sacramento de Jesucristo”; es el tabernáculo de su presencia, es el fenómeno visible, histórico y social de su permanencia y de su acción en el seno de la Humanidad.

Quizá sin que lo penséis, viniendo a la audiencia seguís este orden de pensamientos, que aquí os han traído y que tratan de captar en la presencia del Papa algo, del inefable y sumamente deseable mundo divino.

Por otra parte, esta nuestra observación quiere robustecer en vosotros, dentro de vuestros corazones, el sentimiento principal que guía a los fieles hacia la audiencia, el de la fe entendida precisamente como adhesión a la verdad divina, por ahora velada e inaccesible para nosotros, pero accesible por la palabra y los signos de su revelación. La audiencia es y debe ser un acto de fe, un ejercicio de fe; o al menos para quien no tuviera tanta fortuna, un acto de búsqueda, un momento de reflexión y de invocación.

Por esto, carísimos hijos e hijas, os auguramos que el fruto mejor, el duradero y eficaz en vuestros espíritus, sea un crecimiento en el vigor y en la alegría de la fe cristiana, como fruto de esta audiencia.

El credo que después cantaremos y nuestra bendición apostólica os alcancen tan incomparable bien.



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