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CONMEMORACIÓN DE LOS DIFUNTOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI

Basílica Vaticana
Sábado 2 de diciembre de 1963

 

La celebración de esta santa misa nos encuentra ligados por un doble pensamiento: el del sufragio por nuestros difuntos y el de nuestra fe en la vida futura. Si el primer pensamiento nos recuerda la piedad que hemos de tener con aquellos que nos han precedido “en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz” y nos hace preocuparnos por su bienestar, el segundo pretende principalmente mostrarnos la enseñanza que un cristiano debe encontrar en el misterio de la muerte.

Hemos orado para que brille en nuestros muertos la luz de la vida eterna, oremos ahora para que el reflejo de esa misma luz ilumine la escena de la vida presente, y nos recuerde a todos la inmortalidad, con la que Dios, al concedernos el don de la existencia natural, ha dotado nuestra alma.

Este es un pensamiento fundamental de la concepción cristiana de la vida, pensamiento que se obscurece en aquellos que no tienen la fortuna de la fe, y que nosotros los creyentes hemos de tener despierto en nuestra conciencia y aceptar la claridad que nos trae, tremenda y consoladora. Tremenda porque la certeza de la vida futura modifica nuestros juicios sobre el valor de las cosas y de los acontecimientos de nuestra vida temporal, y nos aconseja sobre la inevitable responsabilidad de todos nuestros actos con relación al juicio futuro de Dios. “¿De qué le sirve —dice el Señor— al hombre ganar todo el mundo si luego pierde su alma?” (Mt 16,26). Y añade: “Yo os digo que en el día del juicio los hombres habrán de rendir cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado” (Mt 12,36). Consoladora, porque la certeza de la vida futura significa la victoria sobre la muerte: ese fatal y temible acontecimiento que pone fin a nuestra vida temporal, pero no suprime en realidad nuestra existencia; no es más que en penoso episodio al que sigue, para nosotros cristianos, una inmensa,  una dulce esperanza, la del encuentro con Cristo y la de nuestra participación en la plenitud bienaventurada y eterna de su vida divina.

Hermanos e hijos carísimos: la Iglesia hoy de forma particular nos invita a estas reflexiones, y en ellas siempre nos educa, porque son verdades supremas que se relacionan con nuestro ser y nuestro destino.

Ya que hemos recordado estas verdades para nuestro bien espiritual, podemos deducir los votos con que deseamos hacer provechosa y feliz vuestra presencia en esta celebración. Dirigimos al Señor nuestras súplicas para que vea siempre iluminada y operante nuestra fe y nuestra esperanza en la vida eterna; para que nos haga capaces de usar bien de las cosas y de las experiencias de este mundo, dejando libre nuestro corazón, que sobre todo ha de orientarse al mundo futuro, y para que conforte con la amable y delicada esperanza los ánimos de aquellos que lloran la muerte de alguna persona querida.

Que nuestros votos se revaloricen por la oración común y sean eficaces en virtud de nuestra bendición apostólica.

 



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